domingo, 26 de mayo de 2024

Juan Benet y la novela corta: espacios y tiempos en Nunca llegarás a nada (1961): Antonio CANDELORO

 



Resumen

Este artículo pretende analizar la primera obra de Juan Benet, la recopilación de novelas
cortas Nunca llegarás a nada, aparecida en 1961, con el objetivo de demostrar como el universo narrativo del autor de Volverás a Región empieza a forjarse ya en este primer experimento literario.
Tanto desde el punto de vista del estilo (o de lo que el mismo Benet definió como grand style), como desde el del contenido, veremos en qué sentido estas novelas cortas plasman un mundo en el que las  mismas categorías de espacio y de tiempo se relativizan, convirtiendo las mismas obras en enigmas irresolubles.


Abstract

This article aims to analyze the first work of Juan Benet, the collection of short novels Nunca llegarás a nada, appeared in 1961, with the aim of demonstrating how the narrative universe of the author of Volverás a Región begins to be forged already in this first literary experiment. Both from the point of view of the style (or from what Benet himself defined as grand style), as from that of the content, we will see in what sense these short novels shape a world in which the same categories of space and time are relativized, turning the works themselves into irresolvable riddles.




1. COMPRENDER SIN LLEGAR A COMPRENDER DEL TODO NADA

En su ensayo sobre estética Senso e paradosso, el filósofo italiano Emilio Garroni, tras preguntarse por el sentido de la filosofía y, paralelamente, por el de la estética en cuanto filosofía “no especializada”, afirma que: “Paradójicamente, se comprende de verdad, solo cuando no se comprende todo”. Curiosamente, el mismo mismo Juan Benet, y casi diez años antes que Garroni, llegará a aplicar una misma visión filosófica a la interpretación de las obras literarias que, según él, merecen nuestra atención de lectores en cuanto ‘amantes’ de las mismas: “El verdadero amante de la obra literaria […] comprende que no la comprenderá nunca de forma cabal y absoluta, que siempre podrá volver sobre ella para encontrar un detalle desconocido –y a veces desagradable– y que su relación con ella no tiene fin”. Si miramos la obra literaria de Juan Benet en su conjunto (desde el teatro a la novela, pasando por las fábulas, los relatos, las novelas cortas y los ensayos), podríamos afirmar que esta propuesta filosófica de “comprender solo cuando no se comprende todo” es clave para poder acercarnos al universo multifacético del ingeniero madrileño.
 No hay obra de Benet que no implique una actitud activa y despierta por parte del lector. Al mismo tiempo, y paradójicamente, no se puede leer a Benet atendiendo exclusivamente a los ingredientes básicos de los mundos ficticios: es más, en muchos casos (pensemos en Volverás a Región, que es el epítome del universo benetiano), ni hay una trama que reconstruir, ni hay personajes definidos, ni hay narradores omniscientes (o subjetivos y en primera persona singular) que nos permitan seguir esa trama ni ahondar en la psicología de esos fantasmas hechos de palabras (o “hechos palabra”) que son, muchas veces, los personajes benetianos, ni hay un final definitivo y resolutivo que nos permita sacar a la luz el verdadero mensaje que el autor ha pretendido enviarle al lector a través de las múltiples voces y máscaras (ambas escurridizas) de sus narradores.
 Partiendo de estas premisas, el objetivo de este artículo es intentar aclarar cómo funciona la escritura benetiana en Nunca llegarás a nada a partir de dos categorías fundamentales de la narración (de cualquier narración, por desarticulada o difusa que esta sea): el espacio y el tiempo. Sin embargo, antes de empezar el análisis, es oportuno recordar que Nunca llegarás a nada es la primera obra de corte narrativo publicada por el escritor en 1961 y que pasó casi del todo desapercibida hasta la publicación de Volverás a Región (novela escrita entre 1962 y 1964 y publicada, tras cuatro revisiones y muchos
avatares, en 1968). Veremos, entonces, cómo lo que el mismo Benet define como gran style en su ensayo La inspiración y el estilo (de 1966) –entendiendo con esta expresión el estilo que cada escritor tiene que saber encontrar y hacer propio y dominar hasta las últimas consecuencias, independientemente del tema o del argumento que quisiera tratar literariamente–, permea también esta obra de escritor novel. Además, veremos cómo el afán de experimentación ya caracteriza este primer intento de crear un universo ficticio sin parangón en la producción literaria española de aquellos años5. Se mostrará, así, como el género (siempre escurridizo y de compleja definición) ‘novela corta’ se presenta como la herramienta perfecta para la experimentación que el autor lleva a cabo tanto en relación con el espacio como en relación con el tiempo.


2. NUNCA LLEGARÁS A NADA: VIAJES SIN RUMBO (EN EL ESPACIO Y EN EL TIEMPO)

La novela corta que da nombre al primer libro publicado por Juan Benet toma su título de la frase que la tía del joven protagonista (Juana se llama la tía y Juan se llama el sobrino) le repite reiteradamente para subrayar su poca constancia y su carácter débil frente a las responsabilidades que implica la vida adulta: “Calamidad, nunca llegarás a nada”. La trama se articula alrededor de los múltiples intentos del narrador y protagonista de rememorar un viaje por Europa empezado casi por azar junto con su
amigo Vicente, un compañero de facultad con dinero, y con la idea de tomar un respiro del ambiente asfixiante de su familia, ambiente encarnado por la ya citada (y muy devota) tía Juana y por el tío Alfredo, un militar (se supone que franquista) “muerto en acto de servicio”, como se especifica con humor negro en la descripción de su muerte en un baño el día de su despedida de soltero. La incertidumbre –eje filosófico central del universo narrativo benetiano– se explicita ya desde el íncipit de la novela corta: "Un inglés borracho al que encontramos no recuerdo dónde, y que nos acompañó durante varios días y quizá semanas enteras de aquella desenfrenada locura ferroviaria, llegó a decir –tras muchas noches de poco dormir y en el curso de cualquiera sabe qué mortecina, nocturna e interminable conversación– que no éramos sino unos pobres deterrent tratando en vano de sobrevivir."
 La trama se desarrollará de forma fragmentada a través de reiteradas repeticiones del ámbito semántico de lo incierto y lo inclasificable (tanto desde el punto de vista espacial –¿dónde se desarrolla el viaje?– como desde el temporal –¿cuánto dura el viaje?–): a los “no recuerdo” y los “quizá”, se unirán los “a lo mejor”, “tal vez”, “cualquiera sabe qué”, y se repetirán hasta el final, sin permitirle al lector esclarecer nada de los eventos rememorados por el narrador. Es más, cuando el lector llegue al punto final, tras cincuenta páginas de ‘trama sin trama’ (o sin hilos entramados), descubrirá que el arranque de las tres secciones (no numeradas) en las que se puede dividir el texto empezará casi con las mismas palabras del íncipit (una especie de ritornello del narrador que se siente incapaz de rememorar su pasado): “Nunca me acordaré de por qué emprendimos aquel viaje. Es decir, he olvidado el pretexto” rima con la siguiente oración de la tercera y última sección: “Por más que he intentado reconstruirlo jamás he logrado desentrañar el itinerario de nuestro viaje”. Así, a pesar de los esfuerzos mnemónicos del protagonista, la escritura declara (y denuncia) la imposibilidad de volver a aquel viaje (realizado en el espacio, pero también y sobre todo en el tiempo, cuando la escritura se convierte en herramienta poco viable de anamnesis) según los principios de no contradicción y de la concatenación lógico- causal. Es como si Benet se acordara del estilo altamente lírico de Proust para desmentir la capacidad de la memoria de permitirnos revivir el pasado. Es más: hay fragmentos que precisamente por ser muy proustianos, demuestran cómo es imposible volver atrás en el tiempo de la juventud. Es lo que ocurre, de entre muchos ejemplos que se podrían sacar a colación, en la rememoración de la casa de Vera, una joven por la que tanto Juan como Vicente sienten una fuerte atracción física:
     "Habíamos hecho todos los esfuerzos imaginables para encender la chimenea de Vera; apenas logramos otra cosa que prender unas astillas y atufar la habitación con humo agrio cuando, con el vuelo de unas cenizas de papel, cortando la narración, el tiempo falso se hincha y nos lleva al apartamento de París. Apenas encontré otra diferencia que la mota de ceniza y el vacío a nuestra espalda, mucho más incómodo, de aquel sinnúmero de enamorados que, sin prestar atención a la narración, abandonaron la casa. Ella era divorciada –de un noble italiano, creo que me dijo– “atrozmente sacudida por el destino”.
  La ceniza se convierte en el elemento visual que une paradójicamente y en el mismo párrafo dos espacios contrapuestos: de la habitación de Vera en Madrid el narrador nos empuja a trasladarnos instantáneamente a París. El tiempo se convierte en un elemento flexible y del todo subjetivo: esas mismas cenizas de papel que entorpecen la visión (y contemplación) de la amada siguen revoloteando en otra habitación, pero esta vez en Francia. El vuelo mismo de las cenizas “corta la narración” (como si de un fundido en negro se tratara, en términos cinematográficos) para permitir que el “tiempo falso” de la misma narración “se hinche” y provoque la mudanza inmediata de Madrid a París. También es llamativo el hecho de que aquí el narrador, justamente en este momento, cambie el tiempo verbal: del universo del pretérito pluscuamperfecto de indicativo (“habíamos hecho…”) y del pretérito perfecto de indicativo (“apenas logramos…”, “Apenas encontré…”) se pasa al presente de indicativo (“el tiempo falso se hincha y nos lleva…”) para volver al pasado (el tiempo verbal típico de la narración, según los análisis de Herald Heinrich. Irónica es, en cambio, la referencia a "aquel sinnúmero de enamorados” que, “sin prestar atención a la narración” abandonan la casa (como si de repente la casa se vaciara por la presencia de los dos nuevos amantes, Juan y Vicente, y la narración mismo no tuviera espacio para los amantes del pasado de Vera).
  Si hablamos de Marcel Proust y de estilo proustiano, tampoco podemos pasar por alto la ironía y el sutil humorismo que Juan Benet adopta cuando, a través de narradores como Juan, rememora líricamente el pasado. Es lo que queda patente analizando este otro fragmento, musical, rítmico y lleno de efectos sinestésicos:
       "Una de las últimas noches tuve la sensación de que se había producido un cruce de mujeres. A las gentes como Vicente les ocurre con frecuencia equivocarse de mujer algunas noches de lluvia, cuando la visibilidad es difícil con el goteo interminable de barbarie educada y los brillos de las espaldas desnudas junto a las lámparas bajas de luz polvorienta."
 A los efectos luminosos y brillantes de las “espaldas desnudas de las mujeres” se unen los efectos dramáticos de “la luz polvorienta” producida por “las lámparas” de la habitación; al “goteo” de la lluvia se contrapone acústicamente el ruido indefinido de las charlas de la “barbarie educada” (a lo mejor, esos mismos enamorados sinnúmeros citados en el párrafo anterior y que “no prestan atención” a lnarración, convirtiéndose en ruido de fondo e indistinto). El narrador vuelve a jugar con la sinestesia en otro párrafo de raigambre proustiano y, al mismo tiempo, cinematográfico: tras haber rememorado algunos diálogos con algunos personajes esperpénticos conocidos en París, Juan se centra en los efectos de la luz eléctrica que aparece tras la puerta de la cocina de su piso en un hostal de dudosa naturaleza:
      "En la cocina encendieron la luz eléctrica y debajo de la puerta surgió la raya de luz amarilla que había de terminar con la incertidumbre de una larga, ambigua y cerrada tarde prolongada en la penumbra; esa línea de luz fue capaz de metamorfosear los susurros intermedios y los ruidos de
goznes y la monotonía de la lluvia en la recortada, lenta y detallada conversación de dos sirvientas en un cuarto de costura".
   Nunca sabrá el lector quiénes son esas dos sirvientas ni qué se dirán en el cuarto de costura; vuelve, en cambio, tanto “la luz amarilla” evocada anteriormente, como el “goteo” de la lluvia que, aquí, se une tanto a los “susurros” de las dos mujeres como a los “ruidos de goznes” de la puerta por debajo de la cual se filtra la luz. Esta misma imagen, como por arte de magia, se amplía de forma hiperbólica en otro fragmento, pocas páginas después; se trata de un triple salto mortal porque, esta vez, el narrador incluirá la evocación sinestésica dentro de un largo paréntesis y en una única oración en la que, de hecho, vuelven a aparecer también aquellas cenizas que permiten el traslado exprés de la casa de Vera en Madrid a la casa de la misma en París: (la puerta se había entreabierto introduciendo una cierta claridad en todo aquel ámbito donde ahora se extendía un antiguo, pero instantáneo, silencio acentuado por unos ruidos de loza en una habitación próxima y el sonido de una gota cayendo en la pila trayendo el olor de la madera fregada con agua y lejía precipitando esa antinómica materialización del vacío por las puertas abiertas y las paredes cadavéricas, esa definitiva claudicación ante el vacío que toda habitación parece llevar consigo cuando más allá de las puertas entreabiertas alguien ha olvidado la luz encendida y entre la fortaleza donde irrumpen triunfalmente las cenizas, el silencio y el horror y las tinieblas intemporales con sus harapientos estandartes envueltos en una gasa de materializada y fatal temporalidad)

  Es fácil comprobar cómo la espacialización del tiempo se realiza, aquí, a través de una “mirada hacia el pasado” que juega con la posibilidad de cruzar las puertas: pasamos de una puerta, en singular, la del principio del paréntesis (“la puerta se había entreabierto”), a “las puertas abiertas” asociadas a las “paredes cadavéricas” de las habitaciones vacías, del centro del paréntesis; para terminar con “las puertas entreabiertas” detrás de las cuales “alguien ha olvidado una luz encendida” del final del mismo paréntesis. Es un triple intento o esfuerzo hermenéutico de un narrador que utiliza en vano la memoria como herramienta de anamnesis: el problema es que tampoco la memoria involuntaria (la que Marcel utilizará como clave fundamental para recuperar el pasado en su personal “búsqueda del tiempo perdido”) puede conseguir abrir esas puertas entreabiertas para captar o decodificar el secreto que se esconde detrás de las mismas. En ningún momento se activa este segundo tipo de memoria; quizá porque Juan no puede ni sabe rememorar su pasado a través de ninguna “escena-Madeleine”;
quizá porque el mismo Juan está envuelto en la metafórica “gasa de materializada y fatal temporalidad” que cierra el largo paréntesis. La cuestión del espacio en relación con el tiempo (la posibilidad de ubicar los hechos dentro del espacio a partir de la temporalidad que implica el acto de escritura) se repite de nuevo en la parte conclusiva de la novela corta, cuando el narrador llegará a preguntarse “si un día sería posible dejar de preguntarse por la clave de un porvenir que por fuerza había de estar en alguna parte”.
Nunca llegarás a nada viene a demostrar que ni hay futuro ni hay pasado; el viaje en el espacio que realiza Juan junto con Vicente (del que solo en la parte final sabremos que está probablemente involucrado en un asunto de espionaje y de acción política revolucionaria) es una especie de “falso movimiento” o de “Odisea cíclica” que no lleva a ningún sitio ni a ningún descubrimiento decisivo; al mismo tiempo, el viaje en el tiempo que el narrador y protagonista realiza a través del acto de escritura solo es una “mirada hacia el pasado” (o “a través del pasado”) que no permite ver mejor o más claramente qué es lo que pasó realmente (a diferencia de lo que sí ocurre en la Recherche proustiana).   Las puertas siguen o cerradas o entreabiertas y, en este último caso, la luz que filtra tampoco sirve para esclarecer nada ni permite ver la habitación en su integridad ni permite escuchar las voces que nos llegan bajo forma de susurros. Se trata de las condiciones fenomenológicas que están en la base de la estructura de las otras tres novelas cortas que componen el libro.

3. BAALBEC, UNA MANCHA: LA FUNDACIÓN DE REGIÓN

Baalbec, una mancha evoca ya desde el título la obra de Marcel Proust: como notado por Epícteto Díaz Navarro, “Balbec es el balneraio en que el protagonista de la Recherche encuentra a Albertine, a las ‘jeunes filles en fleurs’. Ya esto tendría que ofrecer al lector una posible hipótesis interpretativa: el enigma del pasado interpretado o revisitado o rememorado a través de la memoria volverá a estar en el centro de la narración (menos extensa de la de Nunca llegarás a nada: casi cuarenta páginas en la edición que manejamos, en comparación con las cincuenta de la otra). Lo más llamativo, en realidad, es que a lo largo de la narración el narrador (esta vez externo) hará referencia a Baalbec (con dos ‘a’) solo una vez, y en passant, como si se tratara de una ciudad invisible y sí, en cambio, hará constante referencia a la que irá configurándose (sobre todo a partir de Volverás a Región) como la geografía mítica de Región, el no-lugar en el que transcurren la mayor parte de las obras narrativas del ingeniero-escritor madrileño y a la que el mismo Benet llegó a dar visos de realidad publicando un mapa de Región en la primera edición de Herrumbrosas lanzas (su trilogía inacabada aparecida entre 1983 y 1986).
   Antes de ver en detalle cómo funciona la relación entre el espacio y el tiempo en esta segunda novela corta, y cómo se espacializa el tiempo y, paralelamente, se temporaliza el espacio, conviene empezar por el íncipit: de nuevo, el lector sigue la narración llena de lagunas, de recuerdos borrosos y de acciones inconexas a partir del ‘yo’ de un narrador que comparte algunos rasgos con el Juan de Nunca llegarás a nada:
         "Cuando yo era niño mi madre nunca tuvo necesidad de invocar una recompensa para reducirme a su autoridad. Fui educado en una casa cuyo gobierno estaba en manos de mujeres, habitada casi exclusivamente por mujeres –la más joven era mi madre– que apenas salían al aire libre […]"
 Es evidente cómo el ambiente asfixiante de una familia tradicionalista de la que intenta huir el Juan de la primera novela corta se refleja en este nuevo núcleo familiar en el que el orden y las normas vienen dictadas por parte de una especie de matriarcado. El narrador vuelve con su memoria a la época infantil en el momento en el que se le ofrece la ocasión de emprender un viaje de vuelta a los orígenes, a Región, la ciudad que abandona siendo adulto, para arreglar unos documentos que ha descubierto el nuevo propietario de su casa en la zona de San Quintín a partir del testamento de su abuela:
        “Quería volver a Región, aunque estuviera deshabitada y agonizante”, dice el narrador en la p. 20, adelantando implícitamente el que será el título de la famosa novela (pero esta vez en segunda persona singular y en modo imperativo: “Volverás a Región”, que suena como condena y mandato). Y esto es lo que se encuentra el protagonista, tras casi cuarenta años de ausencia:
        "Hacía tiempo que en Región había desaparecido la oficina de Correos […] y no quedaba más sistema de comunicación que el antiguo teléfono del ferrocarril que algunas noches […] descolgaban los aburridos ferroviarios de Macerta para oír silbidos, ayes y lamentaciones; historias cavernosas de fantasmas malheridos, y guardas vigilantes, y entrecortados disparos en la noche, y ronquidos de camionetas perdidas en una vereda de la Sierra, sin dejar huellas en la hierba ni rastro de sus ocupantes."
     La ruina permea la geografía del lugar en todos sus ámbitos: los regionatos se presentan aquí como seres atrapados en un espacio inhóspito y totalmente alejado de los demás y de la civilización; para colmo, la única manera de entrar en contacto con el mundo externo es un vetusto teléfono de la estación de Macerta del que, sin embargo, solo se perciben voces fantasmales. Benet adopta aquí el tono de la novela gótica para adelantar algunas escenas y figuras centrales de Volverás a Región, una novela y un universo ficticio en el que ni los fantasmas de los personajes ni sus acciones dejan huella; como si no hubieran existido nunca, de hecho.
   El tono proustiano vuelve en el momento en el que el narrador ve con sus ojos como el mismo paisaje natural ya no se corresponde con el que él recordaba y guardaba en su memoria de niño:
    "Todo había cambiado. Todo era mucho más pequeño de lo que yo había imaginado. […] Casi todos los árboles de mi niñez habían desaparecido; comprendí entonces qué difícil me iba a ser localizar los recuerdos: era como volver a una casa sin muebles, cuyas habitaciones, de dimensiones irreales, se suceden en un caos de paredes de color irreal, de luces irreales, de ventanas y pasillos que nunca debieron existir."
     He aquí el efecto distorsionador de la memoria cuando el pasado se choca con el presente o, mejor dicho, cuando el presente nos obliga a reubicarnos en el pasado y, en el solapamiento, asistimos a la consecuente falta de coincidencia entre los dos espacios. La memoria no consigue “localizar los recuerdos”, el tiempo “espacializado”: el narrador, en el momento en el que empieza a entrar en su casa de la infancia, nota, obviamente, que las dimensiones no son las mismas; pero no es solo esto el problema: es que las dimensiones de la casa de su infancia parecen, ahora, del todo irreales; ya no están sus muebles; y aparecen luces, ventanas y pasillos “que nunca debieron existir”
  La desazón del narrador es total y absoluta, sobre todo si tenemos en cuenta que vuelve a Región después de la guerra civil: telón de fondo de muchas obras de Benet, la guerra civil aparece en Baalbec, una mancha en cuanto elemento primordial que determina la ruina de Región:
     "la guerra civil había talado todos los árboles de la llanura y no había desde entonces más que desordenados macizos de arbustos y tallos torcidos, incapaces de sostener su propio peso, bosques de cardos, azaleas venenosas y herrumbrosos saltaojos, declives y lomas cubiertos por la retama".
    El paisaje infantil ha cambiado tanto, tras la guerra civil (aquí personificada y culpable de la tala de los árboles) y los cuarenta años de su ausencia, que el narrador llegará a comparar Región con un mundo casi mítico, literario y del todo fantasmal (o que solo puede vivir en la imaginación del hipotético viajero):
    Me había levantado por segunda vez, acercándome a la ventana: toda la llanura de Región aparecía
bañada en una claridad plateada, fosforescente en el horizonte, en ese silencio y ese aroma –sin viento ni susurros nocturnos ni ruidos de árboles– de las atlántidas sumergidas, última aureola de todas las llanuras quiméricas donde un día existió y dejó de existir una civilización.
   El lirismo de la descripción contrasta con el dramatismo de la anterior por partida doble: la ruina de Región ya no se atribuye a la guerra civil; ni tampoco se hace referencia a la soledad y al aislamiento que sufren los habitantes de Región, cuyo único medio de comunicación es el teléfono de Macerta (teléfono que solo deja entrar en contacto con los fantasmas del pasado, como vimos). En este caso, la mirada del narrador hacia el espacio que lo rodea y en el que está inmerso se centra en una comparación de corte literario y mitológico: Región es una ciudad desaparecida del mapa de la geografía ‘real’ porque –como sugiere el narrador– se parece a la Atlántida, la isla platónica por excelencia. En un contexto como este, la visita al cementerio indica el volver a los orígenes familiares: el narrador, en la VI y última parte de la novela corta, contemplará las tumbas de sus allegados: la ruina sigue siendo el elemento unificador del paisaje; las inscripciones en las lápidas “habían sido hechas por una mano tosca y descuidada, que había tratado de imitar al original y que, a medida que pasaban los años, se iba haciendo más temblona e insegura”. De nuevo, no hay memoria voluntaria o involuntaria que permita entrar en contacto con el pasado; el narrador tendrá que cerrar los ojos para imaginar ver a su abuela muerta “liberada de la miseria que la rodeaba sin sentido” en el momento en que empiece a llover y se aleje del cementerio en compañía del señor Huesca (el nuevo propietario de la casa materna). Baalbec, una mancha, entonces, encarna verdaderamente el núcleo del que Benet partirá para fundar ese mundo decadente y en decadencia constante que es Volverás a Región.
   Pero Región ya está presente en Duelo, una novela corta que se remonta a 1956, como veremos en seguida.

4. DUELO: UN MUNDO ATEMPORAL
Duelo representa una de las obras más violentas de Benet; y también una de las primeras que redactó, si tomamos al pie de la letra la indicación cronológica que aparece en la parte conclusiva: “[marzo de 1956]”, esto es, cinco años antes de la publicación de Nunca llegarás a nada y tres después de la publicación de Max. Sin embargo, vuelven a aparecer el mismo estilo y algunas de las figuras y de los personajes que ya hemos analizado hablando de las novelas cortas de 1961: siendo el lugar imaginario el mismo (Región), aquí Benet ahonda en la narración desarticulada y casi desquiciante de la relación ambigua entre “el indiano”, Don Lucas, y su acompañante, una especie de criado o esclavo enano, llamado Blanco. La relación es de predominio absoluto y coercitivo del uno contra el otro; y, paralelamente, de supina subordinación del criado hacia el amo. Tanto es así que en la sección III (casi integralmente desarrollada a través del diálogo directo entre los dos personajes) asistimos al absurdo combate de boxeo al que Don Lucas obliga a Blanco despertándolo en el corazón de la noche. Es como si en Región la violencia fuera la única forma de comunicación aceptada y aceptable entre seres humanos condenados al fracaso; lo mismo ocurre en las relaciones de Don Lucas con Rosa, la mujer de la que se enamora y que pretende llevar al altar y que, tras altibajos y desventuras, llevará a la muerte (nunca del todo esclarecida en el curso de la narración). También cambia la técnica narrativa, porque, si –como hemos dicho– prevalece aquí el diálogo entre los personajes, también es verdad que cambia el narrador: de la primera pasamos a la tercera persona singular. Se trata de un narrador omnisciente que no escatima detalles a la hora de describir la fealdad moral y física de Don Lucas y de Blanco
y que, al mismo tiempo, parece interpretar el papel del cronista histórico, como se deduce del íncipit:
  En el silencio, en la mañana instantáneamente más tranquila, clara y remota, coloreada de nuevo y vivificada año tras año por el sonido impersonal de una lacónica mención necrológica, un mismo instante intemporal parecía perdurar cristalizado en el gesto de severa, ostensible y al parecer sincera memoria, cuando el indiano doblaba con cuidado el papel para volver a guardarlo en la cartera.
  En realidad, más que de un cronista histórico podemos hablar de un cronista que mira la realidad oscura de Región desde un punto de vista intemporal o atemporal (el gesto de Don Lucas “parecía perdurar cristalizado” a lo largo de los años). Es lo que podemos comprobar en las descripciones que este mismo narrador le dedica a Rosa: No tenía edad, exenta del paso de los días y los años por obra y gracia de un eterno hábito negro y un delgado cinturón de cuero negro, un buen número de rosarios y triduos que la hicieron acreedora de la plena indulgencia terrenal.
  Lo mismo vale para Amelia, una soltera que se apoyará en Rosa para seguir sobreviviendo tras la caída en desgracia de su familia: “Parecía que su misión en esta vida era coser y bordar indefinidamente, deshaciendo y reanudando con la ciega energía de un Sísifo la labor de 1930 o 40 o 50”. En realidad, y como ya hemos comprobado en Baalbec, una mancha, todos los personajes regionatos están condenados a repetir los mismos gestos, a ser Sísifos sin descanso ni pausas. Tanto es así que, en un
párrafo sucesivo, el narrador afirma que la memoria de Amelia se transfiere “de los débiles pliegues cerebrales a los blancos pliegues de la ropa impoluta” que está condenada a coser indefinidamente para ganar algo de dinero y poder sustentarse al lado de Rosa. Esto es: el cerebro de Amelia no da para más que para coser; los pliegues cerebrales se reflejan en los pliegues de la ropa que cose; y su memoria está vacía (“Sin duda, su cabeza estaba hueca”, afirma despiadadamente el narrador poco antes, en la p.
65).
   El espacio es receptáculo del tiempo, como vimos en el caso de Baalbec, una mancha; pero también puede ser receptáculo del pasado colectivo de Región: en un largo paréntesis en el que el narrador sigue ahondando en la descripción de Amelia y de su tarea (y condena) eterna, se nos especifica que la ropa viene guardada en dos grandes arcas de madera. El zoom del narrador nos permite ver incluso qué hay dentro de esas arcas: ([…] centenarias bolitas de alcanfor y papeles de periódicos y anacrónicas y descaradas maculaturas que aún voceaban en el fondo de la caja todas sus guerras y victorias y sus crisis y sus catástrofes; y todas sus solemnes aperturas, y homenajes sin fin, y récords de velocidad y ecos de la provincia, y discursos inaugurales que aún trataban de salir a la superficie y abandonar el vergonzoso cautiverio de un arca arrinconada, destacando sus letras sobre las planchadas sábanas).
     El pasado vuelve al presente a través de esta enumeración (y a través del polisíndeton) y se resiste a desaparecer del todo (como si de una mancha indeleble se tratara –la mancha ‘familiar’ con la que tendrá que saldar sus cuentas el narrador y protagonista anónimo de Baalbec, una mancha–) bajo la forma de esas hojas de periódicos atrasados y papeles viejos que siguen “voceando” en el fondo de las arcas en las que Amelia guarda su trabajo de sastre eterno. Y es precisamente este zoom visual el que le permite al narrador evocar las “voces” y los “ruidos” de un pasado ahora percibido como totalmente anacrónico y provincial. Así como a Amelia no le interesa leer esos restos impresos del pasado colectivo, del mismo modo los periódicos caducados no consiguen atrapar la atención de los demás; solo al narrador de los eventos violentos de Región le compete percatarse de tal fenómeno a-histórico y atemporal en cuanto cronista de este mundo distópico. Tanto Amelia como Rosa están encerradas en un
mundo interior que nada tiene que ver ni nada tiene que compartir con el mundo exterior, como se deduce de este otro párrafo en el que vuelve, igual que en Baalbec, una mancha, la sombra de la guerra civil:
         "para no ver [Amelia] ni mañanas ni tardes, ni la llegada de los pájaros ni el vuelo de las semillas ni el paso de los carros mañaneros ni las procesiones ni las manifestaciones sindicales ni los camiones
nocturnos que quemaban gas-oil, ni las familias que un día huyeron subidas a los carros, ni las tropas harapientas que entraron victoriosas por la calle con la bayoneta calada y una manta enrollada al pecho, ni grupos silenciosos de hombres que no comían desde tres días atrás, ni grupos de segadores errantes que dormían al sereno con la mano en el segur, pero sí un hombre que todos los años por la misma fecha subía por el camino de Macerta montado en un borrico para fumarse un cigarro a su vera, partido en dos por el sol, y el ala del sombrero negro ladeado en su cabeza con un deje rotundo y chulesco.
    Si antes el polisíndeton se articulaba alrededor de la “y”, aquí se desarrolla y amplía a partir de la negativa “ni”. El narrador nos ofrece una serie de ‘estampas’ que funcionan como fotografías (o fotogramas, en el sentido cinematográfico) que encuadran algunos de los aspectos más lúgubres y cotidianos de la guerra civil (procesiones, manifestaciones sindicales, tropas, milicianos victoriosos y republicanos harapientos, familias en fuga: víctimas y verdugos comparten, en realidad, la misma atmósfera de decadencia ancestral). El único elemento del mundo exterior que no pasa desapercibido a los ojos de Amelia es precisamente Don Lucas, aquí retratado según la misma descripción inicial del íncipit (con el color negro como tónica dominante, tanto en su ropa como en sus ademanes).
     El narrador sigue siendo cronista atemporal de un mundo distópico precisamente cuando subraya que la visita de Don Lucas a la tumba de Rosa se repite reiteradamente años tras año. Tampoco el ‘malo’ de la película puede evitar el impulso de repetir los mismos actos y los mismos gestos. Es, en parte, lo que ocurre también en Después, la última novela corta de Nunca llegarás a nada.

5. DESPUÉS: EL PASADO QUE VUELVE
A diferencia de los demás prólogos que hemos analizado, el de Después empieza con una frase lapidaria, muy alejada de los periodos largos y llenos de incisos, paréntesis y digresiones aparentemente sin rumbo de las demás novelas cortas: “Llamaron de nuevo”. El misterio está, obviamente, en averiguar (si es que se puede tras la lectura de la obra) quiénes son los que llevan a cabo la acción de llamar, además de en desentrañar el significado simbólico de la puerta que dará acceso (o lo negará) al mundo (o inframundo) de los responsables de las llamadas:
      "Rara vez se había abierto aquella puerta del jardín de atrás que permanecía todo el año cerrada con un candado enmohecido y atrancada con una barra de fundición. Empero casi todas las tardes de domingo –y algunos días festivos– los cascabeles colgados de una cinta negra al final del pasillo eran repentina y violentamente sacudidos por llamadas perentorias y fugaces que dejaban agonizar por los corredores en penumbra de la casa". 
  Igual que en Nunca llegarás a nada, también en Después la cuestión del enigma temporal se espacializa a partir de un elemento arquitectónico cotidiano: la puerta, (cerrada a cal y canto) de un jardín de una casa que se nos presenta “en la penumbra” según los rasgos tópicos (y típicos) de las casas de fantasmas de la tradición gótica. La casa está poblada por hombres que pasan el tiempo ahogando en el alcohol una vida sin objetivos claros; una vida estancada que, ante el sonido de los cascabeles,
o campanillazos, advierte lo que el narrador califica de “próximo peligro”. También aparece otro elemento que pauta el paso del tiempo: un “viejo reloj de pesas” que, como detalla el narrador en un típico paréntesis benetiano:
    "jamás había marcado la hora convencional pero cuyo silencio era capaz de llenarlos de inquietud; muchas noches se paraba de repente, pero fuera cual fuera el grado de borrachera levantaban la cabeza y tiraban los vasos; el más viejo de ellos, conservando mejor el equilibrio, se encaramaba a una silla y le daba cuerda: si, por casualidad, sonaba el carillón, se reclinaban despiertos para entrar en un breve éxtasis de amor y pena por la infancia) […]. "
       Los habitantes de la casa, entonces, actúan como autómatas que, tras sufrir cierta inquietud por el tic-tac del reloj que marca una hora equivocada, sí son capaces de despertar y de sentir cierta nostalgia hacia su infancia si se activa el carillón del mismo. Tampoco podemos pasar por alto que este paréntesis se incrusta en una frase en que se rompe el sintagma “saltando por encima de mil y mil odiosos […] tictacs”. Esto implica la idea de que esos sonidos de la marcha (del movimiento físico) del tiempo pautan de forma casi atemporal la vida de los hombres de la casa. Aunque el reloj no marque nunca la hora exacta. Estamos en un ámbito casi beckettiano: igual que en Waiting for Godot, entre los tic-tacs del reloj equivocado y los campanillazos de los cascabeles de la puerta del jardín, síntoma acústico de las “llamadas” de los “otros”, los hombres esperan; es más, uno de ellos, llamado “el viejo” afirma que hay que saber esperar (“si han de venir, ya vendrán”, se dice en otro paréntesis)porque “si se está esperando y se sabe esperar más de lo que se debe puede incluso que no pase nada y se encuentre uno… con la eternidad”, esto es, la inmovilidad absoluta puede dar acceso a una realidad atemporal y, por ende, eterna. La narración se complica en el momento en el que el viejo evoca el enterramiento del padre de otro personaje anónimo: “Ven. Vamos a enterrar a tu padre. Vas a ver” se repite a lo largo de varias páginas; páginas en las que se evoca una escena de violencia hacia una mujer que parece una prostituta y que siempre se evoca con la misma expresión: un “brillo del hombro desnudo”, con ligeras
variantes), hasta desembocar en la evocación de un encuentro sexual donde predomina nuevamente la misma violencia que hemos visto en el Don Lucas de Duelo (violencia de este hacia Blanco y de ambos hacia Rosa y Amelia), aunque, en este caso, la mujer parece enfrentarse al hombre con desdén e indiferencia absoluta:
        "Ella se había sentado nuevamente en la cama, se había quitado las medias y toda la ropa interior de luto y sólo cubierta con una ligera combinación transparente, cruzada de brazos y sosteniendo un cigarrillo, cuya ceniza se extendía por las sábanas, le miraba fija y tranquilamente, sin un gesto de aprobación, pero también sin fastidio, sin una sonrisa ni una expresión definida ni una elemental actitud de interés, o miedo, o admiración, o desdén, o aburrimiento, tan sólo fija y tranquilamente, como si hubiera sido depositado dentro de la urna en aquel estado semivirginal para seguir mirando eternamente o al menos toda la eternidad de aquel cigarrillo, tan aislada del tiempo y del sol y de las tardes de invierno y de las próximas nubes como el pez boquiabierto y mirón en la cisterna azulina del acuario subterráneo."
     De nuevo, e igual que en Nunca llegarás a nada, la ceniza se convierte en metonimia del tiempo que (no) pasa; en este fragmento, la ceniza esparcida en las sábanas de una cama de lo que parece un prostíbulo es metonimia de una eternidad en la que incluso el acto sexual evoca la muerte o sabe a muerto; la indiferencia de la mujer hacia el hombre que está a punto de violarla (“le apretó el cuello y empezó a clavarle las uñas pero ella se mantuvo inmóvil, sin alterar ni desviar su mirada del techo”, se afirma más adelante, en la misma página) es el síntoma de que en Región ningún acto, por instintivo y
pulsional que sea, consigue realizarse de forma plena y vitalista (y el polisíndeton que esta vez juega con la ‘o’ denota que la mirada de la mujer tampoco encarna la de una víctima; se trata, más bien, de un autómata, igual que el cliente violento, igual que el “pez boquiabierto y mirón” con el que el narrador compara la mirada de la joven). Eros se une a Thanatos, en un lugar como es Región, y no hay manera de separar estas pulsiones contrapuestas. El viejo, de hecho, intervendrá para afirmar con rotundidad (y hacia el joven cuyo padre le anuncia que acaba de morir) que “ser hombre significa haber adquirido la fuerza o el cansancio o el hastío suficientes para no dar un paso hacia ella”.
      La parte conclusiva parece contener la resolución del misterio; en realidad, nunca se nos explicará quién es el viejo, quién es el joven que este instruye a través de la ‘prueba’ del burdel con la joven indiferente a sus gestos violentos; ni tampoco quiénes son los que llaman desde la puerta de atrás del jardín del íncipit. Un día en concreto en el que las llamadas parecen más insistentes que de costumbre “la puerta de atrás se abrió”: los testigos ven como el agua que sale de esa puerta empieza a inundar toda la casa; el viejo incita a los “otros” a pasar (“Pasen, pasen. Pueden ustedes pasar”), pero no hay nadie, aunque se sigan oyendo los campanillazos.
    Como en un cuento del terror a lo Edgar Allan Poe, el narrador nos dice que “una vez más la mano –salida de las aguas– tiró del cordón y sonó la campanilla”. ¿De quién es esa mano? ¿A qué se debe la presencia del agua? ¿Se inundará la casa? ¿Quién es el niño que entra corriendo en la casa hasta la puerta abierta del jardín? Son todas preguntas que el narrador dejará en el aire, determinando así el suspense en el lector cuando, al llegar a la última línea del relato, se nos especificará que en el agua
flotaba “una pequeña pelota de goma blanca, del tamaño de una naranja”
    En Después el pasado vuelve bajo forma de presencias misteriosas y sobrenaturales de las que el narrador no puede, no sabe o no quiere darnos más detalles: tanto es así que este narrador bien pudiera recordarnos el que inventa Henry James para narrar The Turn of the Screw, donde las fronteras entre el mundo de los vivos y el de los muertos son bastante difusas. Tampoco podemos evitar señalar cómo en Región los gestos se paralizan o se repiten de forma indefinida, nadie está a salvo o se salva, entre otras cosas porque –igual que en la casa de esta novela corta– los relojes no funcionan al marcar siempre la hora equivocada. Se trata de una parálisis colectiva de la que no hay escapatoria; y la pelota de goma, en lugar de evocar los recuerdos de la infancia (probablemente de ese mismo personaje instruido por el viejo en la habitación de la prostituta), provoca el miedo y la incertidumbre del lector que, precisamente por la evocación borrosa del tiempo y del espacio en el que se mueve el narrador, no sabe a qué atenerse ni puede encontrar una interpretación clara y unívoca a lo que se le ha
contado.

6. A MODO DE CONCLUSIÓN
   
     Al final del recorrido por las cuatro novelas cortas que componen Nunca llegarás a
nada,
y teniendo en cuenta nuestra premisa de que no hay verdadero conocimiento si este no se caracteriza por lagunas y huecos que nunca podremos llenar del todo, podemos concluir nuestro análisis subrayando algunos aspectos que el texto literario presenta más allá de lo que se cuenta en la superficie.
   Ante todo, no podemos no subrayar como el así denominado grand style de Benet ncarna uno de los rasgos centrales de la poética del autor. La frase se construye de una forma muy cuidada desde el punto de vista de la retórica (de las figuras retóricas propias del género lírico, más que del género narrativo): los largos periodos benetianos funcionan a menudo a través de metáforas, comparaciones y enumeraciones hiperbólicas que tienden a ensanchar el aliento mismo de la oración, como hemos podido comprobar ya desde el íncipit de Nunca llegarás a nada, y esto es así sobre todo cuando el narrador va en búsqueda de la ‘verdad’ (o de ‘una verdad’ relativa a su propio pasado, como es el caso tanto de la primera novela corta citada como de Baalbec, una mancha), sin conseguir atraparla. De ahí que la incertidumbre sea uno de los ejes. Sin embargo, el gran style no es nunca solo un puro formali
alrededor de los cuales se construye el universo narrativo de Región.
     Sin embargo, el gran style no es nunca solo un puro formalismo o una mera exhibición de la capacidad del narrador de ‘complicar’ la reconstrucción de los hechos a través de un estilo complejo, alambicado u oscuro (que lo es, sin duda ninguna, sobre todo en algunos párrafos, tal y como lo habían notado ya dos escritores ‘amigos’ como Luis Martín Santos, en el 1961, y Carmen Martín Gaite, en el 1964).
    Por un lado, el grand style sirve también para rescatar en el plano formal lo tétrico o lo trágico de lo que se narra en el plano del plot: es como si Benet confiriera rango de lírico’ y ‘poético’ a temas tópicos como los de la ruina, de la decadencia moral y física, de la guerra, de la violencia entre los hombres y las mujeres, o del ser humano, en general, a través de un tipo de prosa que exalta lo poético de lo más feo, más tétrico, más enigmático del vivir humano en la Tierra a partir de algunos lugares ‘privilegiados’ o de algunos elementos ‘visuales’ como son: la ceniza y las puertas de Nunca llegarás a nada; la casa, junto con sus habitaciones y los árboles del paisaje externo, de Baalbec, una mancha; las arcas del ajuar donde Amelia guarda sus bordados en Duelo; de nuevo las puertas (o mejor dicho: una puerta, en concreto, la que da acceso al jardín de otra casa regionata) en Después, además de la ceniza de un cigarrillo y de los relojes de pared que señalan horas equivocadas en el mismo texto. En este sentido podemos afirmar que el gran style cultivado (y rotundamente experimentado) en Nunca llegarás a nada adelanta, en parte, el tiempo y el espacio de Volverás a Región, obra en la que, según García de la Concha, es el Tiempo (con mayúscula) el verdadero narrador de los hechos (por deshilvanados y deshilachados que estos sean o parezcan).
   Por otro lado, la novela corta en cuanto género ambiguo y moldeable permite, evidentemente, la experimentación tanto formal como de contenido: si volviéramos a releer las cuatro obras seguidamente, nos daríamos cuenta de que ninguno de los cuatro narradores responsables de “contar los hechos” consigue acometer su mandato (autoimpuesto, a veces, como es el caso de las dos primeras piezas). Ni siquiera cuando este narrador se presenta como “cronista atemporal” o “a-histórico” de lo acontecido (como es el caso de Duelo o de Después), novelas cortas que contienen ecos de la escritura de William Faulkner, como justamente notado por la crítica, pero también de Edgar Allan Poe y de Henry James, como hemos vislumbrado en nuestro recorrido.
   Por último, hay que subrayar que Nunca llegarás a nada no tuvo apenas eco mediático en los lectores de su época. Juan Benet, ingeniero civil de profesión, siempre ha tendido a considerar la literatura como un pasatiempo o un juego; es lo que le dice a Carmen Martín Gaite en una de sus cartas el día 17 de marzo de 1965:
     "yo ocupo mi tiempo actuando como ingeniero y jugando como escritor. Y de esta forma, si bien parece que he alcanzado en el ejercicio de la profesión ingenieril un grado satisfactorio de madurez que me permite vivir gracias a ello, no puedo por menos de pensar que en cuanto escritor nunca dejaré de ser un irresponsable."
   Quizás sea esta forma de irresponsabilidad lo que le permitió escribir lo que escribió con un estilo tan peculiar narradores de Nunca llegarás a nada: en buscar fórmulas alternativas para no llegar nunca a ningún sitio en concreto; para no llegar nunca a captar ninguna verdad establecida; o para no llega nunca a comprender del todo nada: de ahí que tanto el espacio como el tiempo se conviertan en materiales del todo inestables y flexibles. Paradójicamente, esesto lo que nos empuja a volver sobre los textos de Juan Benet: su pluralidad de mensajes; su oscuridad intrínseca; su capacidad de llamar la atención del lector que comprende que no comprende del todo nada. Esto es también lo que Emilio Garroni entiende por “estética” (y, por ende, por “filosofía”): un saber “mirar-a través” de nuestros propios fallos y errores interpretativos.


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domingo, 21 de abril de 2024

Jorge, el caballero de Sajonia

 


        

Jorge, el caballero de Sajonia

 



Portada del libro 'El caballero de Sajonia'.

Eduardo Moyano

20 de abril de 2024 

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El próximo martes 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro, fecha que coincide con la del fallecimiento en 1616 de Cervantes y de Shakespeare, dos genios de la literatura universal. Con motivo de dicha celebración, publico en mi blog la reseña de una de esas pequeñas joyas literarias que de vez en cuando encontramos en los tenderetes de libros viejos y de ocasión.

En este caso me refiero a la novela El caballero de Sajonia de Juan Benet, publicada en 1991, poco más de un año antes de la muerte del escritor madrileño, y uno de sus libros menos conocidos. La encontré hace unas semanas en los tenderetes de la célebre Cuesta Moyano, sita junto al Parque del Retiro de Madrid.

Era una edición ya usada, de segunda mano, pues tenía anotaciones a lápiz escritas a buen seguro por su último lector. Además, al abrirlo se desprendió como un pétalo de sus hojas el dibujo a carboncillo del rostro de una mujer joven. Al dorso del dibujo había una firma ilegible y una extraña declaración de amor, que decía “por ti daría la vida, pero no mis ideas”, frase muy adecuada al contenido del libro.

Con el estilo inconfundible de Juan Benet, la novela El caballero de Sajonia narra el encuentro que tuvieron en secreto el emperador Carlos V y Martín Lutero en la ciudad bávara de Pottmes, en pleno conflicto político y religioso. Ese encuentro se produce dos años después del edicto de Worms (1521) por el que Lutero, tras haber sido excomulgado por el papa León X, es declarado proscrito, siendo objeto de persecución por las tropas imperiales.

Protegido por el príncipe elector Federico de Sajonia, se recluye en el castillo de Wartburg durante varios meses, donde, por seguridad, Lutero cambia su nombre por el de “Caballero Jorge”. De allí, vestido de indigente y a lomos de una mula para pasar desapercibido, el Caballero Jorge parte hacia Pottmes, donde se aloja a la espera de la llegada del Emperador.

El joven Carlos llega sin séquito y acompañado sólo por su leal consejero Gattinara. Carlos intenta convencer a Lutero de que acepte apartarse de la vida política para no ser utilizado, como estaba sucediendo, por los príncipes alemanes como instrumento de división del imperio. A cambio, le ofrece paralizar la aplicación del edicto de Worms para que Lutero pudiera así recuperar la libertad de movimiento.

El Emperador no le pide a Lutero que se retracte de sus ideas reformadoras, pues entiende que no debe inmiscuirse en lo que es parte esencial de la conciencia. Sólo le pide que se retire de la primera fila de la lucha política que entonces socavaba por dentro el Sacro Imperio Germánico, y en la que Lutero y sus seguidores estaban siendo utilizados por los príncipes alemanes.

El encuentro termina en fracaso, dado que ambas cosas: la difusión de las ideas reformadoras y sus implicaciones políticas, eran inseparables. Ambas formaban parte de un mismo proyecto, y ambas se retroalimentaban, a saber: cuestionar la autoridad del Papa, en el caso de Lutero, y cuestionar la figura del Emperador, en el caso de los príncipes alemanes. Además, la estrecha conexión entre el poder imperial y el poder del papado, convertía en imposible el acuerdo entre Carlos y Lutero, dado que el reformador ponía como condición la ruptura del Emperador con Roma, algo que Carlos no podía asumir.

Al salir del lugar del encuentro, Carlos le ofrece su anillo para que lo bese en señal de obediencia y de acatamiento de su autoridad y de la política imperial, pero Lutero no lo besa, confirmando así su rebeldía y obstinación. El Caballero Jorge (Lutero) se asoma a la ventana de su habitación de Pottmes y ve alejarse al emperador acompañado de Gattinara como dos sombras en la noche. Entonces, se vuelve a su escritorio y dice en voz baja compadeciéndolo: “que el Señor ayude al piadoso Carlos, una oveja entre los lobos. Amén”

El texto está escrito con la maestría y el genio de Benet, quien aprovecha la ficción para reflexionar sobre la relación entre el poder religioso y el poder secular. También sobre la lucha entre el mal y el bien, entre la salvación y la condenación eternas, que anida en las almas de los creyentes.

En este sentido es muy interesante el capítulo en el que Benet narra cómo el Caballero Jorge (Lutero), persona atormentada como pocas al decir de sus biógrafos, recibe una noche la visita de Satanás durante su reclusión en Watburg. Ambos mantienen una dura lucha dialéctica, que incluso lleva a Lutero a arrojarle a Satanás el tintero donde mojaba la pluma con la que escribía la versión alemana del Nuevo Testamento. Las manchas de tinta en la pared han estado hasta hace poco a la vista de los turistas que visitan con regularidad la celda donde estuvo Lutero recluido en el castillo de Wartburg, siendo mostrada por los guías como huella de aquel episodio más cercano a la ficción que a la realidad.

La historia del encuentro entre Lutero y el emperador Carlos en un intento por evitar lo inevitable, es narrada magistralmente por Benet con su estilo singular e irrepetible. Es un estilo, el benetiano, que dio luz a obras fundamentales de la narrativa española contemporánea, tales como “Volverás a Región”, “Una meditación” o “Herrumbrosas lanzas”, y que, transcurridos más de 30 años desde su muerte, aún sirve de inspiración a muchos escritores de nuestro país.

domingo, 14 de abril de 2024

Hacia una estética de la disgresión en Una Meditación de Juan Benet

 

Hacia una estética de la digresión en Una meditación                           de Juan Benet

DARíO LUQUE MARTíNEZ

Universitat Pompeu Fabra

 

 

1.  Introducción

 

Pienso a menudo que el principio de toda crítica literaria  se sitúa en el sentimiento de contrariedad, en el desencuentro con los comentarios ajenos que empiezan a revestir la    significación de una obra. El crítico, como intuyó Juan Benet, ha de ser «un Otelo, un desenterrador de secretos que están ocultos» (1997: 142), y no ha de blandir sus herramientas sino para «pone[r] en manos del lector las verdaderas virtudes  del arte literario» (ibid.). De ahí que el motivo de esta nueva  aproximación a Una meditación (1970) no sea otro que el des acuerdo de quien escribe estas líneas con ciertas propuestas  de análisis, en las que la novela queda reducida a las confusas  y reiterativas anécdotas que conforman su trama, sin prestar  atención al discurso de tono filosófico que, visto como meras «reflexiones y comentarios difícilmente aceptables como  procedentes de la minerva del narrador y menos aún de su      memoria» (Gullón, 1985: 46), es desplazado en muchos estudios a un estatuto secundario con respecto a los pasajes de        carácter narrativo. No quiere esto decir que existan dos discursos simultáneos en la novela, como ocurrirá en Un viaje de invierno1, sino más bien —como trataré de demostrar en las  páginas siguientes— que el narrador asume en su propia voz       un cometido de autorreflexión, un despliegue de sentencias prefabricadas, de resonancias ensayísticas, que culminará con  la puesta en escena de los presupuestos teóricos sobre los que        se sustenta la acción de la novela.

El primer aspecto que debería llamarnos la atención en Una  Meditación es la figura del narrador, que carece de nombre y cuya implicación en los hechos narrados se va desdibujando paulatinamente conforme avanza el relato. Lo cierto es que el            propio autor quiso ponernos sobre aviso respecto a este sujeto, a quien atribuye equivocaciones, imprecisiones y contradicciones, todo ello sin que el lector llegue apenas a intuir que   es, en palabras de Benet, «un bellaco y autor o instigador de algunos de los dramas de que consta el argumento» (1997: 25). Cabría preguntarse, a la luz de este comentario, por la motivación que habría dado origen al discurso del narrador. Ciertamente, puede haber mucho en Una meditación de afirmación  identitaria e incluso de juicio acerca de la creación literaria, pero el relato de este personaje parece más bien guiarse por recelos y escrúpulos enquistados en el tiempo de la infancia2. El propio narrador desconfía de la memoria y atribuye su audacia narrativa a meras especulaciones, a «las conjeturas y las   hipótesis» sobre las que apenas puede constituirse «una base  sólida para cimentar un conocimiento de lo que ha sido» (43)3.


1 En Un viaje de invierno, el discurso del narrador convive con un segundo texto dispuesto en forma de ladillos o notas en los márgenes. Sobre la complementariedad entre estos dos discursos, vid. Azúa (1975: 12).

2 Una meditación ha recibido lecturas dispares, pero no por ello erróneas o contradictorias. Mary S. Vázquez (1980) y Laura Rivkin (1984) apuntan a la búsqueda de una identidad propia como justificación para el acto de la escritura. Esta última autora considera la rivalidad del narrador con Jorge Ruan un factor que podría haber propiciado la narración, y también Nora Catelli (2001) ha insistido en la relevancia de la creación literaria dentro de la obra. Mariano López, en cambio, ha visto en el ejercicio           memorialístico del narrador «un pretexto para señalar un recelo o animadversión hacia aquellas personas que en su día fueron sus amigos, según nos confiesa, que ocuparon un lugar en la vida de su prima Mary, un lugar que él nunca pudo ocupar, y que sin embargo aspiraba vagamente a hacerlo» (1992: 178).

3 En adelante, las citas de Una meditación remiten a la edición de Alfaguara (1985).


 

No hay, por tanto, un acontecimiento, ni siquiera un personaje, que desempeñe la función de instigador de la escritura; hay, eso sí, unas «estampas insaboras»4 (44) que irrumpen en la memoria sin otro motivo aparente que el de romper lazos con la razón. Cada una de estas estampas trae consigo unos sedimentos emocionales sin los cuales el recuerdo pasaría desapercibido en la maraña de la conciencia.

Debemos preguntarnos, asimismo, si el alcance del narrador es omnisciente en lo que atañe a la vida interior de los personajes o si, por el contrario, se ve en la necesidad de re- construir caprichosamente algunas de esas «zonas de penumbra» (45) que dificultan la comprensión de la memoria ajena. Ciertos comentarios diseminados a lo largo del texto («no sé muy bien cómo» [41], «no si ya había muerto, para aquellas fechas» [168], «no recuerdo quién» [36], «no puedo precisar desde qué fecha» [212]) nos permiten vislumbrar los límites de su conocimiento sin que por ello sospechemos de manipu laciones en el relato, como antes había sugerido el autor. Estos comentarios, además, refuerzan la sinceridad del narrador

—Gullón ha hablado de su «factor humano» (1985: 53)— y, en última instancia, hacen patente su condición de testigo en oposición a los personajes de acción, que protagonizan la novela. Si algo exige esta condición del narrador es, en esencia, una absoluta pasividad ante los acontecimientos, una conducta indolente y, sobre todo, una propensión al voyeurismo, de tal forma que sólo en la contemplación podrá reconocerse la espuela del acto meditativo.

No es el momento de relatar el funcionamiento de la memoria según las teorías de Juan Benet5, pero quizá sí con- viene detenerse en una reveladora estampa a la que se atribuye


4   Sobre el concepto de estampa y su oposición al argumento, vid. Catelli (2015: 31-38).

5 Juan Benet incluye entre las primeras páginas de Una meditación una larga digre- sión sobre la memoria y el recuerdo, con ideas similares a las que había puesto por escrito en «Un extempore» (en Puerta de tierra, Seix Barral, Barcelona, 1970: 88-111). Gullón, que debía tener presente este escrito, incide también en la benetiana distinción «entre memoria (fluir, corriente) y recuerdo (incidente)» (1985: 46).


 

un valor central, como «pieza de identificación», en la maraña de recuerdos del narrador. Me refiero a la entrada de la prima Mary en la finca de Escaen, un acontecimiento que debía preludiar el encuentro dichoso entre dos familias vecinas y que, sin embargo, se vio ensombrecido por un inesperado accidente:

[…] en aquel día y en aquella ocasión sufrí una caída —al pretender alcanzarles porque estaba retrasado— que me produjo, además de una herida de poca monta en la rodilla, la acongojante sensación de perderme la entrada de Mary en la terraza donde la esperaba la familia Ruan (42).

La reacción del narrador («me levanté al punto, me lavé la sangre con agua de la acequia y apreté a correr para alcanzarles a todos» [43]), que aún es un niño cuando ocurre este episodio, parece dirigida a preservar su condición de testigo más que a dramatizar su papel privilegiado como puente entre familias —así ha interpretado Rivkin (1984) la escena—.  El heroísmo de estas acciones, insólito y en apariencia incongruente con su pasividad, se explica como una suerte de me- canismo de defensa6 o, quizá, como un intento desesperado de proteger la única seña de identidad, la contemplación, aso ciada con la figura del narrador. Pero lo cierto es que no sólo estaba en juego la visión de una escena crucial, sino también la continuidad de un sentimiento amoroso que quedaba refrendado en el gesto de valor, como confirma el narrador al mencionar los «sentimientos de atracción y admiración hacia Mary que en aquella edad ya habían despertado y ni siquiera    entonces […] fueron comprendidos» (43).

Poco queda, sin embargo, de este coraje en el narrador adul to. Para que el lector se haga una idea, la trama de la novela pivota en torno a dos momentos clave: el primero es, como


6 Aunque el trasfondo freudiano de Una meditación aún no ha sido analizado con la atención que el tema merece, sí ha sido percibido por algunos de los críticos que se han acercado a la novela, como Summerhill (1986: 101), Cabrera (1983: 143) y Molina Ortega (2007: 142).


 

hemos visto, la entrada forzada de Mary en el territorio de  la familia Ruan, escena que el narrador se esfuerza en recoger para los anales de su memoria. El segundo, décadas más tarde, es el homenaje póstumo a Jorge Ruan, donde Mary — enferma, «oculta bajo sus gafas oscuras» (316)— coincide con  dos amigos del difunto: Carlos Bonaval y Cayetano Corral. Al  terminar el acto, estos tres personajes quedan aparte del grupo y mantienen una escueta conversación que, no tanto por su contenido como por lo revelador del momento, atraerá la atención del narrador. Es, de hecho, esta «amistad repentina» de su prima con Bonaval, «un hombre que al decir de todos estaba tan rodeado de encantos como invadido por su propia  frialdad» (317), la última prueba que necesitaba el narrador para establecer conexiones entre sus recuerdos y poner en ac ción su natural maledicencia. No es más que una intuición, pero ello revela los primeros y más importantes detalles que conoceremos sobre la identidad de Carlos Bonaval («comprendí que no podía ser otro que aquel que escapara con ella [Mary] hacia una ciudad ferroviaria de Castilla, en julio de 1936» [317]). Esta intuición, además, será luego incorporada al  relato, de tal forma que un hecho no corroborado se nos ofrecerá como verídico, sin apenas sugerir de nuevo su condición de suposición.


En cualquier caso, esta información no viene sino a subrayar       una posible justificación para el resentimiento del narrador. Es igualmente interesante apreciar la inversión que propone esta escena respecto de la estampa anterior, pues aquí el valor es relevado por un acto de cobardía («yo me detuve a mi vez para conservar la distancia y, con el pretexto de anudar mis zapatos, evitar el cruce con ellos» [317]) que esconde, a su      vez, la curiosidad de quien necesita presenciar toda la escena para luego convertirla en parte de su relato7. Para desgracia

7 De ahí que Rivkin (1984) aprecie en esta escena un estímulo que podría haber incitado la escritura de la novela. Lo cierto, sin embargo, es que el narrador jamás se refiere al texto que nosotros leemos, de modo que no es segura ninguna interpretación en la que la memoria se imponga, como producto de la envidia, a la vocación literaria de Jorge Ruan.


 

del narrador, los acontecimientos no transcurren como él esperaba, puesto que la conversación se alarga y no le queda otra opción que cruzar ante los tres amigos fingiendo entereza y seguridad. Sus pasos avanzan en dirección contraria      a Escaen, con un movimiento opuesto al que había recorrido su prima décadas atrás; de ahí que sea ella quien pronuncie una palabra de reproche («un epíteto […] cruelmente preciso      y solitariamente pronunciado» [318]) contra su indiscreción o,    según interpreta Boyer (2001: 244), contra su falta de acción. Son las propias palabras del narrador, que reproduzco a continuación, las que me llevan a pensar que es la curiosidad, quizá incluso su pretendida omnisciencia, lo que realmente perturba al resto de personajes:

 

[…] cuando me detuve de nuevo y me volví hacia ellos

—ya sin miedo de denunciar mi curiosidad y sin el prurito de aparentar naturalidad y desinterés, trémulo y algo  asustado— me tuve que enfrentar con la mirada inculpatoria de los tres sostenida con tal firmeza que me obligaron a volverme y a reanudar mis pasos hacia —también lo  era— una suerte de exilio sin posible remisión. Entonces me dije —y me lo repetiré siempre— que la prueba más concluyente de una buena educación consiste en no hablar                 de mismo y lo menos posible de las cosas propias (319)8.

No quiero cerrar este apartado sin antes hacer mención de las historias que, como recuerdos evocados por las dos estampas anteriores, constituyen el resto de la novela. El destino de Mary, exiliada junto al profesor Julián, parece ser paralelo a la  biografía de Leo, otra exiliada que regresa con la intención de       recuperar la hacienda abandonada por su familia antes de la guerra. De la misma manera que Mary protagonizó una polémica huida junto a Carlos Bonaval, también Leo lo acom-


8 Con esta última frase, además, el narrador justifica su escasa presencia en el relato.               Gonzalo Sobejano ha criticado, no sin razón, la insuficiente información que recibimos sobre el personaje: «el sujeto no se presenta con entidad suficiente: estamos más                  dentro de su discurrir que de su biografía o carácter. Poco habla de sí mismo, como si no se conociese lo bastante, o como si desease mantenerse tras las cortinas de su recordar» (2005a: 391).


 

pañará en una apasionada excursión por la Sierra, en busca de los espacios casi míticos que frecuenta el Indio. El Hurd y la fonda de Retuerta, ambos en la periferia de Región, se nos presentan como dos espacios liminales a los que distintos personajes —entre ellos Emilio Ruiz, Bonaval o un fantasmático Jorge Ruan— acuden bajo el reclamo de una posible transgresión. Otros individuos, de perfil más estático, protagonizan historias difíciles de justificar en una narración convencional:      la dueña de la fonda, por ejemplo, ejerce una magnética atracción para muchos de sus huéspedes; Cayetano Corral, centrado en el arreglo de un reloj estropeado, sufre la traición            de su más íntimo amigo, y Jorge reúne a su alrededor a una corte de aduladores —Rosa de Llanes, Andárax y los hermanos Abrantes— que apenas le permiten al narrador sugerir la  verdad oculta tras la fama literaria del personaje.

 

2.  El discurso digresivo y su alcance en la ficción

 

Poco tiene de interesante leer Una meditación de acuerdo       con la lógica que imponen los acontecimientos de la trama.          Al ser preguntado por esta novela, Juan Benet nos advirtió no  solo del carácter malicioso del narrador, sino también de su facilidad por la divagación, pues «se mete en consideraciones  sobre cada caso, sobre cada sentimiento, sobre cada motivación, muchas de ellas prolijas, pesadas, con grandes pretensiones analíticas» (1997: 142)9. Estas digresiones ocupan de- cenas, quizá cientos de páginas y, sin embargo, apenas son mencionadas por la crítica. Epicteto Díaz Navarro (1992: 28), por ejemplo, les asigna un valor accesorio, como prolongaciones del discurso narrativo, y José Ortega no ve en ellas más que un intento de «racionalización afectiva» (1986: 76) de los datos suministrados por la memoria. Gullón ha sido uno de los pocos lectores que se ha percatado, pese a no darle mucha

 


9 Sobre el carácter digresivo de la novela benetiana, vid. Sobejano (2005b).


 

importancia en su análisis, del «pequeño tratado de erótica» (1985: 62) que configurarían estos fragmentos en caso de ser reunidos y ordenados debidamente.

Podría pensarse, en este sentido, que el empeño filosófico del autor habría guiado estas digresiones de la misma forma que encamina muchos de sus ensayos hacia auténticas disquisiciones morales y metafísicas. Hay, en efecto, ciertas con cordancias entre la prosa de ideas y los largos pasajes reflexivos de esta novela: un mismo tono circunspecto y, a ratos, casi aleccionador; una predisposición por la ambigüedad y la  generalización, a menudo con argumentos originados en la experiencia del escritor o del narrador; una actitud altiva en lo que concierne a la producción intelectual del discurso, con complicados sofismas, latinismos y largos paréntesis que difi cultan la continuidad del pensamiento; y, quizá para compensar este último aspecto, también comparaciones rebuscadas en las que se intuye preocupación no sólo por la claridad de las ideas, sino también por la belleza del estilo. A todo ello hay que añadirle una fuerte autorreferencialidad, en tanto que la novela —también ocurre con el ensayo— se revela como «un medio de investigación de su propia esencia» (Bravo, 1983: 250). En el encuentro premeditado entre narración y digresión encontramos, por tanto, nuevas posibilidades para el género de la novela, lejos de la escritura costumbrista que en tantas ocasiones había denunciado Benet10. Veamos ahora, pues, qué  nos dice el narrador en algunas de estas divagaciones.

Lo cierto es que a los primeros pasajes digresivos de Una meditación ya nos hemos referido en páginas anteriores de este artículo, a propósito del tema de la memoria 11. El recuerdo


10 Contra la «literatura informativa», afectada por los vicios de las ciencias humanas y —en especial— por una vocación sociológica, Juan Benet escribió cientos de páginas desde La inspiración y el estilo hasta el tan citado artículo «Sobre Galdós» (Cuadernos para el Diálogo, XXIII Extraordinario, diciembre de 1970, pp.13-15) o su polémica discusión con Isaac Montero. Un excelente análisis sobre esta actitud estética puede leerse en Compitello (1984).

11 Vid. supra. nota 4.


 

de Mary adentrándose en la finca de Escaen, lejos de presentarse de forma íntegra, es interrumpido por comentarios y disquisiciones de un narrador que aprovecha la ocasión para estudiar, muy libremente, el funcionamiento de la memoria. De estas páginas —que, por razones de espacio, no puedo reproducir ni siquiera parcialmente— me interesa remarcar no tanto el contenido como sí ciertos rasgos de estilo que luego encontraremos en otros fragmentos reflexivos. Imágenes de inspiración científica, como la comparación del recuerdo con un fósil y la consecuente asociación entre narrador y geólogo o arqueólogo, serán habituales en la escritura benetiana, de la misma manera que también será frecuente el empleo de términos abstractos (voluntad, temor, razón, etc.) sin precisar sus matices semánticos ni sus posibles desencuentros con el bagaje teórico que les precede. Con el discurso filosófico se emparentan, de hecho, otros pasajes en los que estos conceptos abstractos cobran entidad propia y protagonizan escenas dinámicas, auténticas prosopopeyas alegóricas con las que el  autor trata de aclarar los aspectos más confusos de su pensamiento. La personificación de estos elementos permite, en última instancia, ocultar la presencia de un autor o narrador que        teoriza, de tal forma que el texto se nos ofrece en ocasiones no        como opinión, no como posibilidad, sino con la convicción de  una teoría científica.


Todas estas características las reencontramos, no mucho  más tarde, en un extenso monólogo pronunciado por el tío Ricardo con el propósito de entretener a las dos familias que esperan noticias «acerca de los acontecimientos cuarteleros en          Madrid, Barcelona y Sevilla» en los albores de la guerra. El receptor de galena, que en esos momentos concentra la atención de toda una «grey republicana» (57), capta entre distintos         mensajes informativos una presencia inesperada, la del marqués de Santo Bobio12, «vestido de lanas y pieles de cordero y       alimentado de zanahorias salvajes que colgaban de su cinto»


12   Este personaje, cuya descripción lo emparenta con el Numa y su mítica raza de pastores, reaparecerá en Herrumbrosas lanzas, donde se nos habla de una familia aristocrática condenada a exiliarse en Mantua, la zona más ignota y peligrosa de la sierra de Región.


   (58). Es este personaje mítico, o quizá su asociación con los generales levantiscos del levantamiento       armado, lo que propicia una larga disertación del tío Ricardo en la que se van 

encadenando temas aparentemente inconexos, como el orgullo nobiliario, el aprendizaje de los afectos, la decadencia de las grandes familias o las leyes que rigen el principio del poder. La reflexión, tan abstracta que a veces se nos olvida su origen,     termina revelándose como una alegoría o quizá como una predicción: «Vale la pena preguntarse cuál es el destino de  los Santo Bobio y los Murano y los Valdeodio para adivinar, sin necesidad de certeza, cuál será el de los Mazón, los Corral,  los Benzal o los Ruan» (63). De esta forma, el tío Ricardo —o, en su defecto, el narrador que recuerda y reproduce sus palabras— sugiere una resignificación del discurso ya no en clave mítica o simbólica, sino en virtud de los lazos familiares que se nos describirán a lo largo de la novela.

Hacia la mitad del monólogo leemos, por ejemplo, que «la decadencia de las grandes familias comienza en cuanto creen  que la virtud no sólo es transmitible sino que no es adquirible, cerrando el paso a los advenedizos» (60). A la luz de estas palabras, no podemos sino recordar las reticencias familiares  ante el matrimonio del señor Hocher con la tía Soledad («a pesar de la repugnancia de mi abuela a casar una de sus hijas» [16]) y la descripción de su primogénita, Cristina Hocher, como un «ángel destructor» (57). También regresa a la memo ria del lector la rotunda y premonitoria advertencia del abue lo en contra de que cualquiera de sus nietas contrajera matrimonio con un Bonaval; una prohibición que, en conocimiento      de Mary, habría de ser «la primera insinuación —y determinación ulterior— de la libertad de conducta» (242), preludio de su fuga con Carlos Bonaval. Lo cierto es que también su prometido, Julián, debió enfrentarse «contra la tácita voluntad de toda la familia» (242), pues nadie apreciaba su formación ni la parsimonia con la que encaraba el futuro, y quizá por ello su relación será luego evocada en términos de pecado  o de «falta cometida» (143). La misma historia se repetirá más  tarde con el segundo marido de Mary, que será repudiado bajo la sospecha de estar envenenando a su mujer. En el caso de la familia Ruan, en cambio, este interés por la preservación        de un legado familiar toma el cariz de una disputa que afecta  a toda la finca, a una mujer y, sobre todo, a una obra literaria de autoría incierta13.

Volvamos ahora al contenido del discurso y, más en concreto, a la comparación que establece el tío Ricardo entre aquellos «viejos patriarcas que habitan el monte» (62) y otro patriarca, más viejo aún, que subió al monte Moriah con la firme intención de sacrificar a su hijo14. Las referencias a Isaac  y Abraham, que se extenderán a lo largo de varias páginas, son para Gullón «menos significativas en cuanto ornamento del discurso que en cuanto factor estructural» (1985: 55), pues  se aprecia en ellas un eco de la relación entre Jorge Ruan y su padre. En cualquier caso, este mito bíblico da pie a una interesante disertación en torno a los principios de la moral, bajo los cuales subyace un «principio de generalidad» al que todo individuo debe someterse, incluso si para ello ha de sacrificar la fe. La personificación de estos principios morales en los personajes de Isaac y Abraham cumple el mismo papel que anteriormente habían desempeñado el Santo Bobio y sus congéneres: no son más que trasuntos del narrador y del resto de los personajes de la novela. De ahí que cuando el tío Ricardo se dirige a Isaac y deposita en él unas expectativas de  futuro («Vamos, Isaac, volvamos a casa: dentro de muy poco sucederás a tu padre y heredarás su hacienda, sus deberes y sus compromisos» [65]), los lectores interpretemos estas pala-


13   En su análisis de esta disputa, Nora Catelli (2001: 179) interpreta que Jorge Ruan se apropió indebidamente de los versos, mientras que su padre se apropió de la vida del hijo.

14 El personaje —o quizá el autor implícito, según consideración de Gullón (1985: 54- 56)— no toma las escrituras bíblicas como punto de referencia; por el contrario, evoca este mito a partir de la reescritura que Kierkegaard hace de él en Temor y temblor (1843).


 

bras como una exhortación a su sobrino. De igual forma, parece haber en el discurso un interés por socavar los cimientos  morales de la comunidad, en tanto que se afirma que «todo nuestro sistema reposa sobre una fábula» (66) y que «nadie es tan capaz de conducir el rebaño como aquel que sabe que lo dirige hacia una falacia» (ibid.).

Esta desconfianza en la razón, por oposición al estatuto especulativo de la fábula, arraigará pronto en la conciencia del narrador y hará también estragos en el pensamiento de Jorge Ruan, de tal manera que cada uno de estos personajes se enfrentará de forma distinta a la verdad, encarnando las dos figuras —el profeta y el escéptico, respectivamente— que había          vaticinado el tío Ricardo:

 

En última instancia la diferencia entre el profeta y el escéptico no reside en lo que cada uno cree sino en el hecho                  de que uno confía en que su verdad se abrirá paso y el otro no; lo que conduce a uno al descaro y al otro al disimulo para en último término alcanzar resultados semejantes porque la sociedad ni es tan entusiasta como estima                      el primero ni tan roma como cree el segundo sino, por su complexión media estadística, un todo amorfo en el que caben las voces individuales para que el individuo no lo pueda romper con su voz (66-67).

 

3.  Esbozos de una teoría erótica en Una meditación

 

Además de la deriva filosófica y moral que se aprecia en estos fragmentos, gran parte del discurso digresivo en Una meditación parece estar inspirado en la doctrina del psicoanálisis15. A propósito de la sexualidad frustrada de Emilio Ruiz, por ejemplo, el narrador despliega una compleja teoría


15 Herzberger (1976: 86-91) aprecia en Una meditación una notable impronta freudiana que se materializa en la sexualidad instintiva, casi animal, de los personajes. Insiste, en este sentido, en la primacía benetiana de la pasión y de los impulsos, frente su contraparte racional.


 

según la cual entre los instintos humanos subyace una «protomemoria» que obedece solo «a estatutos no escritos pero sí inquebrantables, que no son de ayer ni de hoy» (190). Sobre ella recae la responsabilidad de sospechar «que las leyes del amor han de prevalecer sobre los principios de la economía somática» (190), y también, por tanto, de ratificar el estado general de temor que requiere el hombre para sobreponerse al mundo hostil. Si la razón nace después, nos dice el narrador, es «para superar el estado de temor con el dominio de la  circunstancia» (191), pero no por ello ignora el hombre que sin temor ya no podrá amar. No se trata, en cualquier caso, de  una forma común del temor: el narrador habla de un «ordo tremoris» que, lejos de desvanecerse, rehúye su erradicación en el «vivir temiendo» (192), donde la razón no alcanza a configurar la realidad. En oposición a este principio de la conducta, la novela propone también un «ordo amoris», en virtud del cual toda actividad de la mente puede interpretarse como         una traducción somática del apetito erótico. La exposición de estas teorías, intercaladas a lo largo de la narración, facilita la  deshumanización de los personajes en tanto que sus acciones a menudo se nos presentan como la ejecución de unas fuerzas abstractas —la carne o el miedo— y no como producto de la voluntad de quienes las llevan a cabo.

Consciente de ello, Benet juega con esta abstracción en el momento en que Emilio, patrón de la mina, acecha noche tras        noche la habitación donde descansa la dueña de la fonda: en su interior lo reciben dos hermanas, Persecución y Provocación, que le ofrecen la fotografía de su difunto padre, Anhelo.  Esta visión alegórica despierta en Emilio un temor que hasta entonces había sido vencido por su deseo de adentrarse en la penumbra de aquel cuarto. En consecuencia, se dice a sí mismo que no era sexo lo que buscaba, sino «una suerte de liberación de algo, sin poder precisar qué, relacionado con la mina» (186). Es aquí donde el discurso de estas dos hermanas, encarnaciones alegóricas del orden erótico, se funde con la voz de un narrador, a ratos casi omnisciente, que nos invita a reflexionar sobre la sexualidad entendida como un combate entre fuerzas opuestas, unas en busca del control y de la dominación y otras, como víctimas, reticentes a su indefectible sumisión. La cita es larga, pero me parece pertinente para  apreciar en vivo el pensamiento, tan abstracto como pragmático, del narrador:

Existe en todo el juego un cierto desprecio a la fuerza, una  idolatría por la astucia, un deseo del individuo no tanto de forzar la voluntad del otro como de adueñarse de ella, despreocupado por la apropiación de un artículo que irroga la enajenación del propio; no se hace nadie dueño de  la voluntad de otro si no demuestra en primer lugar una gran voluntad de hacerlo, lo cual es el primer paso de su sumisión. Y además no es tanto la carne como la voluntad lo que constituye el último propósito de una intención  erótica, hasta el punto que una voluntad no condicionada a la donación de la primera puede suponer la clave de una pasión duradera, tanto más cuanto no se traducirá en  la satisfacción carnal que la voluntad tantas veces utiliza como camino de huida y renuncia a la comunión con un semejante que ya no represente nada en el terreno de la imaginación (188).

Esta será, en todo caso, una de las muchas digresiones que glosan y explican las dinámicas relacionales entre los personajes de Una meditación. A menudo se ha querido ver un patrón repetitivo entre los emparejamientos y encuentros eróticos que se cuentan en la novela16, pero conviene matizar las diferentes actitudes que asume cada uno de los personajes en        función de su predisposición hacia el temor o bien hacia la pasión. El caso de Emilio es, como hemos visto, paradigmático: es el personaje en el que mejor se aprecia la tensión entre deseo y miedo, pero hay en él una preponderancia del temor que le impide, en última instancia, resolver las hipótesis de la


16 Molina Ortega, por ejemplo, considera que «las experiencias de Leo y Carlos y Jorge y Camila no son nada más que una repetición de las de Carlos y Mary» (2007: 141).


 

carne por medio de la satisfacción sexual. Esta escena, además, adquiere nuevos matices cuando leemos acerca de la «indecisión» de Emilio para casarse con la hermana de Mary, un  compromiso que gravita en torno a los personajes sin llegar ser efectivo.

Caso distinto es el de Jorge Ruan, uno de los pocos personajes que ve satisfechos sus anhelos eróticos a lo largo de la novela. Su encuentro con la dueña de la fonda, por ejemplo, sigue un patrón inverso al que habíamos visto con Emilio Ruiz, pues el poeta entra con determinación en la habitación y, apenas sin mediar palabra, logra someter a una mujer que para entonces «se encontraba muchos pasos por delante del miedo y desprovista de su protección» (195). Hay en esta escena, sin embargo, una actitud reticente por parte del narrador confiarnos toda la información de la que dispone, pues se nos  refieren ciertas conductas del personaje —como una supuesta

«confesión» o una mención a su padre— sin más justificación         que el azar. Mayor interés despierta, en el lector atento, la dinámica que Jorge instaurará en sus relaciones sexuales, pues será incapaz de terminar un encuentro erótico sin morder a su         compañera en el lóbulo de la oreja y sin dejar sobre la almohada el cadáver de una rata.

Sobre el primero de estos gestos reflexionará el narrador  en una nueva digresión a propósito del pudor. Solo en una momentánea suspensión de la vergüenza, según se nos dice en el texto, podrán abrirse paso los deseos que habrán de encarnar las «formas y superficies que un día significaran la prohibición» (202). Una de estas formas será, pues, el lóbulo mordido, tras el cual se esconde «un yo subversivo, incauto, ciego, ignorante y torpe» (203), un sujeto prerracional que en el encuentro con la carne ajena cobrará conciencia del carácter         efímero de su propio goce. El objeto del deseo encarnará a su  vez dos imágenes contradictorias: la prohibición, o el «cuerpo  que le ha sido vedado», y la transgresión, esto es, la ruptura de una norma —por encima de la moral— que parece regir las vidas de los hombres. A la luz de estos comentarios, debemos  interpretar la sexualidad violenta de Jorge no solo como una forma de dominación sobre el cuerpo de la mujer, sino como una vía de liberación que contiene, en su misma esencia, «la figura apática, dibujada por el deber, que le hace saber que se  ha delinquido» (203).

Páginas después, cuando la víctima sea ahora Camila Abrantes, el narrador nos ofrecerá su más claro diagnóstico de aquella violencia contra el cuerpo de la mujer o bien contra  la rata: «No me parece aventurado suponer que cuando su cuerpo penetraba en el de Camila […] su pensamiento volaba, en el momento de sucumbir al orgasmo, hacia el anhelo imposible de hacer morir al animal con un mordisco en la yugular» (359). Hacia el final de la novela descubrimos, en línea con  el tono psicoanalítico de estas palabras, que la obsesión de Jorge con las ratas se había originado en un episodio infantil en el que el recuerdo del animal había quedado asociado con       la mirada distante de su padre. De ahí que la rata sea vista por el narrador como partícipe de una «zona de sombra» y, en consecuencia, como figura de «un mundo impenetrable a la razón» (ibid.). Este mundo, que remite al ámbito irracional de los instintos, parece estar vinculado también con ciertas actitudes familiares —como aquellas sobre las que había reflexionado el tío Ricardo— para las cuales el autor no ofrecerá explicación. Así pues, cuando el narrador habla sobre «la carne» no se refiere sólo al cuerpo desde una perspectiva erótica, sino también a la herencia familiar que cada uno lleva en su sangre.

Llegados a este punto, me parece crucial llamar la atención del lector sobre una frase que quizá podría pasar desapercibi da en una primera lectura, pero que concentra todo el sentido de la novela: «La carne es una hipótesis, la satisfacción sexual  una demostración» (188)17. Con ello, lo que nos viene a decir


17 Damián Tabarovsky (2015) se ha servido de esta frase para ejemplificar la imposi bilidad de separar teoría y práctica en Una meditación. Según él, Benet teoriza desde dentro del texto, de forma que la teoría es indisociable de la trama, como venimos estudiando en este artículo.

18 A la luz de esta oposición, Machín Lucas ha resumido el imaginario regionato como la suma de «poliédricos sueños eróticos de ancestro freudiano» y «culposas pesadillas de abolengo lacaniano» (2015:15), ambos originados por la represión sexual a la que deben someterse los personajes.


 

el autor es que ciertas conductas no pueden ser explicadas desde la lógica y la razón, y que solo en la práctica encuentran el sentido de su existencia. Esta práctica, identificada con el encuentro sexual, parece canalizarse en la novela a través del personaje de Leo, cuya relación con Emilio Ruiz y con Carlos  Bonaval propicia nuevas disquisiciones acerca del valor y de las implicaciones del acto erótico. No cabe aquí un análisis minucioso de estas teorías, que no vienen sino a refrendar el resto de intervenciones teóricas del narrador; baste señalar, en cualquier caso, una sugerente distinción entre amor fálico y cefálico, en consonancia con la oposición entre pasión y temor          que vertebra toda la novela:

 

[…] el primero, ansioso de cumplirse en la muerte que el segundo conjuró, busca en las aproximaciones al arcaico propósito la aniquilación de aquel que le redujo a mero agente ejecutor del destino que es dado; y el segundo— envidioso de la capacidad del primero para penetrar en  el reino ctónico— que tanto en el gesto como en el pensamiento y la acción pretende ser el primero y único en investigar la gruta paramaterna de la muerte, para lo cual —en su calidad de único legislador— dicta las normas contra el incesto (268)18.

 

4.  Conclusión

 


Páginas atrás mencionaba la poca atención crítica que han suscitado las digresiones de Una meditación, un fenómeno        que —a mi entender— solo es justificable bajo un paradigma literario centrado en la trama y en los actantes del relato. En este estudio, en cambio, he pretendido demostrar el valor de algunos de estos pasajes a partir de sus encuentros y concordancias con ciertas escenas de la novela; encuentros que, vale la pena señalar, no se limitan a la glosa o al contrapunto que solemos apreciar en textos teóricos. En las reflexiones del       narrador, al igual que en los monólogos que oportunamente puede pronunciar algún personaje, asistimos los lectores  a una exhibición filosófica, a una valiosa muestra de pensamiento en acción, como también encontramos en ensayos y en artículos de Juan Benet. El pensamiento, sin embargo, no constituye aquí un discurso autónomo, sino que ha de leerse como una parte de la novela indisociable de la trama, pues la  digresión es relato en iguales condiciones que la narración. En  cualquier caso, conviene tener presente que estas digresiones se originan en un narrador que requiere de todo un aparato de conceptos y teorías para explicar, a menudo falazmente, las dificultades de un mundo que todo lo confía a la fatalidad,     a la ruina y a la incertidumbre. Así pues, este discurso teórico       se nos revela tan caprichoso y poco fiable como los acontecimientos narrados a lo largo de la novela, y con ello hace patente la imposibilidad de conocer la verdad tras las palabras del narrador.

 

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