domingo, 21 de abril de 2024

Jorge, el caballero de Sajonia

 


        

Jorge, el caballero de Sajonia

 



Portada del libro 'El caballero de Sajonia'.

Eduardo Moyano

20 de abril de 2024 

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El próximo martes 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro, fecha que coincide con la del fallecimiento en 1616 de Cervantes y de Shakespeare, dos genios de la literatura universal. Con motivo de dicha celebración, publico en mi blog la reseña de una de esas pequeñas joyas literarias que de vez en cuando encontramos en los tenderetes de libros viejos y de ocasión.

En este caso me refiero a la novela El caballero de Sajonia de Juan Benet, publicada en 1991, poco más de un año antes de la muerte del escritor madrileño, y uno de sus libros menos conocidos. La encontré hace unas semanas en los tenderetes de la célebre Cuesta Moyano, sita junto al Parque del Retiro de Madrid.

Era una edición ya usada, de segunda mano, pues tenía anotaciones a lápiz escritas a buen seguro por su último lector. Además, al abrirlo se desprendió como un pétalo de sus hojas el dibujo a carboncillo del rostro de una mujer joven. Al dorso del dibujo había una firma ilegible y una extraña declaración de amor, que decía “por ti daría la vida, pero no mis ideas”, frase muy adecuada al contenido del libro.

Con el estilo inconfundible de Juan Benet, la novela El caballero de Sajonia narra el encuentro que tuvieron en secreto el emperador Carlos V y Martín Lutero en la ciudad bávara de Pottmes, en pleno conflicto político y religioso. Ese encuentro se produce dos años después del edicto de Worms (1521) por el que Lutero, tras haber sido excomulgado por el papa León X, es declarado proscrito, siendo objeto de persecución por las tropas imperiales.

Protegido por el príncipe elector Federico de Sajonia, se recluye en el castillo de Wartburg durante varios meses, donde, por seguridad, Lutero cambia su nombre por el de “Caballero Jorge”. De allí, vestido de indigente y a lomos de una mula para pasar desapercibido, el Caballero Jorge parte hacia Pottmes, donde se aloja a la espera de la llegada del Emperador.

El joven Carlos llega sin séquito y acompañado sólo por su leal consejero Gattinara. Carlos intenta convencer a Lutero de que acepte apartarse de la vida política para no ser utilizado, como estaba sucediendo, por los príncipes alemanes como instrumento de división del imperio. A cambio, le ofrece paralizar la aplicación del edicto de Worms para que Lutero pudiera así recuperar la libertad de movimiento.

El Emperador no le pide a Lutero que se retracte de sus ideas reformadoras, pues entiende que no debe inmiscuirse en lo que es parte esencial de la conciencia. Sólo le pide que se retire de la primera fila de la lucha política que entonces socavaba por dentro el Sacro Imperio Germánico, y en la que Lutero y sus seguidores estaban siendo utilizados por los príncipes alemanes.

El encuentro termina en fracaso, dado que ambas cosas: la difusión de las ideas reformadoras y sus implicaciones políticas, eran inseparables. Ambas formaban parte de un mismo proyecto, y ambas se retroalimentaban, a saber: cuestionar la autoridad del Papa, en el caso de Lutero, y cuestionar la figura del Emperador, en el caso de los príncipes alemanes. Además, la estrecha conexión entre el poder imperial y el poder del papado, convertía en imposible el acuerdo entre Carlos y Lutero, dado que el reformador ponía como condición la ruptura del Emperador con Roma, algo que Carlos no podía asumir.

Al salir del lugar del encuentro, Carlos le ofrece su anillo para que lo bese en señal de obediencia y de acatamiento de su autoridad y de la política imperial, pero Lutero no lo besa, confirmando así su rebeldía y obstinación. El Caballero Jorge (Lutero) se asoma a la ventana de su habitación de Pottmes y ve alejarse al emperador acompañado de Gattinara como dos sombras en la noche. Entonces, se vuelve a su escritorio y dice en voz baja compadeciéndolo: “que el Señor ayude al piadoso Carlos, una oveja entre los lobos. Amén”

El texto está escrito con la maestría y el genio de Benet, quien aprovecha la ficción para reflexionar sobre la relación entre el poder religioso y el poder secular. También sobre la lucha entre el mal y el bien, entre la salvación y la condenación eternas, que anida en las almas de los creyentes.

En este sentido es muy interesante el capítulo en el que Benet narra cómo el Caballero Jorge (Lutero), persona atormentada como pocas al decir de sus biógrafos, recibe una noche la visita de Satanás durante su reclusión en Watburg. Ambos mantienen una dura lucha dialéctica, que incluso lleva a Lutero a arrojarle a Satanás el tintero donde mojaba la pluma con la que escribía la versión alemana del Nuevo Testamento. Las manchas de tinta en la pared han estado hasta hace poco a la vista de los turistas que visitan con regularidad la celda donde estuvo Lutero recluido en el castillo de Wartburg, siendo mostrada por los guías como huella de aquel episodio más cercano a la ficción que a la realidad.

La historia del encuentro entre Lutero y el emperador Carlos en un intento por evitar lo inevitable, es narrada magistralmente por Benet con su estilo singular e irrepetible. Es un estilo, el benetiano, que dio luz a obras fundamentales de la narrativa española contemporánea, tales como “Volverás a Región”, “Una meditación” o “Herrumbrosas lanzas”, y que, transcurridos más de 30 años desde su muerte, aún sirve de inspiración a muchos escritores de nuestro país.

domingo, 14 de abril de 2024

Hacia una estética de la disgresión en Una Meditación de Juan Benet

 

Hacia una estética de la digresión en Una meditación                           de Juan Benet

DARíO LUQUE MARTíNEZ

Universitat Pompeu Fabra

 

 

1.  Introducción

 

Pienso a menudo que el principio de toda crítica literaria  se sitúa en el sentimiento de contrariedad, en el desencuentro con los comentarios ajenos que empiezan a revestir la    significación de una obra. El crítico, como intuyó Juan Benet, ha de ser «un Otelo, un desenterrador de secretos que están ocultos» (1997: 142), y no ha de blandir sus herramientas sino para «pone[r] en manos del lector las verdaderas virtudes  del arte literario» (ibid.). De ahí que el motivo de esta nueva  aproximación a Una meditación (1970) no sea otro que el des acuerdo de quien escribe estas líneas con ciertas propuestas  de análisis, en las que la novela queda reducida a las confusas  y reiterativas anécdotas que conforman su trama, sin prestar  atención al discurso de tono filosófico que, visto como meras «reflexiones y comentarios difícilmente aceptables como  procedentes de la minerva del narrador y menos aún de su      memoria» (Gullón, 1985: 46), es desplazado en muchos estudios a un estatuto secundario con respecto a los pasajes de        carácter narrativo. No quiere esto decir que existan dos discursos simultáneos en la novela, como ocurrirá en Un viaje de invierno1, sino más bien —como trataré de demostrar en las  páginas siguientes— que el narrador asume en su propia voz       un cometido de autorreflexión, un despliegue de sentencias prefabricadas, de resonancias ensayísticas, que culminará con  la puesta en escena de los presupuestos teóricos sobre los que        se sustenta la acción de la novela.

El primer aspecto que debería llamarnos la atención en Una  Meditación es la figura del narrador, que carece de nombre y cuya implicación en los hechos narrados se va desdibujando paulatinamente conforme avanza el relato. Lo cierto es que el            propio autor quiso ponernos sobre aviso respecto a este sujeto, a quien atribuye equivocaciones, imprecisiones y contradicciones, todo ello sin que el lector llegue apenas a intuir que   es, en palabras de Benet, «un bellaco y autor o instigador de algunos de los dramas de que consta el argumento» (1997: 25). Cabría preguntarse, a la luz de este comentario, por la motivación que habría dado origen al discurso del narrador. Ciertamente, puede haber mucho en Una meditación de afirmación  identitaria e incluso de juicio acerca de la creación literaria, pero el relato de este personaje parece más bien guiarse por recelos y escrúpulos enquistados en el tiempo de la infancia2. El propio narrador desconfía de la memoria y atribuye su audacia narrativa a meras especulaciones, a «las conjeturas y las   hipótesis» sobre las que apenas puede constituirse «una base  sólida para cimentar un conocimiento de lo que ha sido» (43)3.


1 En Un viaje de invierno, el discurso del narrador convive con un segundo texto dispuesto en forma de ladillos o notas en los márgenes. Sobre la complementariedad entre estos dos discursos, vid. Azúa (1975: 12).

2 Una meditación ha recibido lecturas dispares, pero no por ello erróneas o contradictorias. Mary S. Vázquez (1980) y Laura Rivkin (1984) apuntan a la búsqueda de una identidad propia como justificación para el acto de la escritura. Esta última autora considera la rivalidad del narrador con Jorge Ruan un factor que podría haber propiciado la narración, y también Nora Catelli (2001) ha insistido en la relevancia de la creación literaria dentro de la obra. Mariano López, en cambio, ha visto en el ejercicio           memorialístico del narrador «un pretexto para señalar un recelo o animadversión hacia aquellas personas que en su día fueron sus amigos, según nos confiesa, que ocuparon un lugar en la vida de su prima Mary, un lugar que él nunca pudo ocupar, y que sin embargo aspiraba vagamente a hacerlo» (1992: 178).

3 En adelante, las citas de Una meditación remiten a la edición de Alfaguara (1985).


 

No hay, por tanto, un acontecimiento, ni siquiera un personaje, que desempeñe la función de instigador de la escritura; hay, eso sí, unas «estampas insaboras»4 (44) que irrumpen en la memoria sin otro motivo aparente que el de romper lazos con la razón. Cada una de estas estampas trae consigo unos sedimentos emocionales sin los cuales el recuerdo pasaría desapercibido en la maraña de la conciencia.

Debemos preguntarnos, asimismo, si el alcance del narrador es omnisciente en lo que atañe a la vida interior de los personajes o si, por el contrario, se ve en la necesidad de re- construir caprichosamente algunas de esas «zonas de penumbra» (45) que dificultan la comprensión de la memoria ajena. Ciertos comentarios diseminados a lo largo del texto («no sé muy bien cómo» [41], «no si ya había muerto, para aquellas fechas» [168], «no recuerdo quién» [36], «no puedo precisar desde qué fecha» [212]) nos permiten vislumbrar los límites de su conocimiento sin que por ello sospechemos de manipu laciones en el relato, como antes había sugerido el autor. Estos comentarios, además, refuerzan la sinceridad del narrador

—Gullón ha hablado de su «factor humano» (1985: 53)— y, en última instancia, hacen patente su condición de testigo en oposición a los personajes de acción, que protagonizan la novela. Si algo exige esta condición del narrador es, en esencia, una absoluta pasividad ante los acontecimientos, una conducta indolente y, sobre todo, una propensión al voyeurismo, de tal forma que sólo en la contemplación podrá reconocerse la espuela del acto meditativo.

No es el momento de relatar el funcionamiento de la memoria según las teorías de Juan Benet5, pero quizá sí con- viene detenerse en una reveladora estampa a la que se atribuye


4   Sobre el concepto de estampa y su oposición al argumento, vid. Catelli (2015: 31-38).

5 Juan Benet incluye entre las primeras páginas de Una meditación una larga digre- sión sobre la memoria y el recuerdo, con ideas similares a las que había puesto por escrito en «Un extempore» (en Puerta de tierra, Seix Barral, Barcelona, 1970: 88-111). Gullón, que debía tener presente este escrito, incide también en la benetiana distinción «entre memoria (fluir, corriente) y recuerdo (incidente)» (1985: 46).


 

un valor central, como «pieza de identificación», en la maraña de recuerdos del narrador. Me refiero a la entrada de la prima Mary en la finca de Escaen, un acontecimiento que debía preludiar el encuentro dichoso entre dos familias vecinas y que, sin embargo, se vio ensombrecido por un inesperado accidente:

[…] en aquel día y en aquella ocasión sufrí una caída —al pretender alcanzarles porque estaba retrasado— que me produjo, además de una herida de poca monta en la rodilla, la acongojante sensación de perderme la entrada de Mary en la terraza donde la esperaba la familia Ruan (42).

La reacción del narrador («me levanté al punto, me lavé la sangre con agua de la acequia y apreté a correr para alcanzarles a todos» [43]), que aún es un niño cuando ocurre este episodio, parece dirigida a preservar su condición de testigo más que a dramatizar su papel privilegiado como puente entre familias —así ha interpretado Rivkin (1984) la escena—.  El heroísmo de estas acciones, insólito y en apariencia incongruente con su pasividad, se explica como una suerte de me- canismo de defensa6 o, quizá, como un intento desesperado de proteger la única seña de identidad, la contemplación, aso ciada con la figura del narrador. Pero lo cierto es que no sólo estaba en juego la visión de una escena crucial, sino también la continuidad de un sentimiento amoroso que quedaba refrendado en el gesto de valor, como confirma el narrador al mencionar los «sentimientos de atracción y admiración hacia Mary que en aquella edad ya habían despertado y ni siquiera    entonces […] fueron comprendidos» (43).

Poco queda, sin embargo, de este coraje en el narrador adul to. Para que el lector se haga una idea, la trama de la novela pivota en torno a dos momentos clave: el primero es, como


6 Aunque el trasfondo freudiano de Una meditación aún no ha sido analizado con la atención que el tema merece, sí ha sido percibido por algunos de los críticos que se han acercado a la novela, como Summerhill (1986: 101), Cabrera (1983: 143) y Molina Ortega (2007: 142).


 

hemos visto, la entrada forzada de Mary en el territorio de  la familia Ruan, escena que el narrador se esfuerza en recoger para los anales de su memoria. El segundo, décadas más tarde, es el homenaje póstumo a Jorge Ruan, donde Mary — enferma, «oculta bajo sus gafas oscuras» (316)— coincide con  dos amigos del difunto: Carlos Bonaval y Cayetano Corral. Al  terminar el acto, estos tres personajes quedan aparte del grupo y mantienen una escueta conversación que, no tanto por su contenido como por lo revelador del momento, atraerá la atención del narrador. Es, de hecho, esta «amistad repentina» de su prima con Bonaval, «un hombre que al decir de todos estaba tan rodeado de encantos como invadido por su propia  frialdad» (317), la última prueba que necesitaba el narrador para establecer conexiones entre sus recuerdos y poner en ac ción su natural maledicencia. No es más que una intuición, pero ello revela los primeros y más importantes detalles que conoceremos sobre la identidad de Carlos Bonaval («comprendí que no podía ser otro que aquel que escapara con ella [Mary] hacia una ciudad ferroviaria de Castilla, en julio de 1936» [317]). Esta intuición, además, será luego incorporada al  relato, de tal forma que un hecho no corroborado se nos ofrecerá como verídico, sin apenas sugerir de nuevo su condición de suposición.


En cualquier caso, esta información no viene sino a subrayar       una posible justificación para el resentimiento del narrador. Es igualmente interesante apreciar la inversión que propone esta escena respecto de la estampa anterior, pues aquí el valor es relevado por un acto de cobardía («yo me detuve a mi vez para conservar la distancia y, con el pretexto de anudar mis zapatos, evitar el cruce con ellos» [317]) que esconde, a su      vez, la curiosidad de quien necesita presenciar toda la escena para luego convertirla en parte de su relato7. Para desgracia

7 De ahí que Rivkin (1984) aprecie en esta escena un estímulo que podría haber incitado la escritura de la novela. Lo cierto, sin embargo, es que el narrador jamás se refiere al texto que nosotros leemos, de modo que no es segura ninguna interpretación en la que la memoria se imponga, como producto de la envidia, a la vocación literaria de Jorge Ruan.


 

del narrador, los acontecimientos no transcurren como él esperaba, puesto que la conversación se alarga y no le queda otra opción que cruzar ante los tres amigos fingiendo entereza y seguridad. Sus pasos avanzan en dirección contraria      a Escaen, con un movimiento opuesto al que había recorrido su prima décadas atrás; de ahí que sea ella quien pronuncie una palabra de reproche («un epíteto […] cruelmente preciso      y solitariamente pronunciado» [318]) contra su indiscreción o,    según interpreta Boyer (2001: 244), contra su falta de acción. Son las propias palabras del narrador, que reproduzco a continuación, las que me llevan a pensar que es la curiosidad, quizá incluso su pretendida omnisciencia, lo que realmente perturba al resto de personajes:

 

[…] cuando me detuve de nuevo y me volví hacia ellos

—ya sin miedo de denunciar mi curiosidad y sin el prurito de aparentar naturalidad y desinterés, trémulo y algo  asustado— me tuve que enfrentar con la mirada inculpatoria de los tres sostenida con tal firmeza que me obligaron a volverme y a reanudar mis pasos hacia —también lo  era— una suerte de exilio sin posible remisión. Entonces me dije —y me lo repetiré siempre— que la prueba más concluyente de una buena educación consiste en no hablar                 de mismo y lo menos posible de las cosas propias (319)8.

No quiero cerrar este apartado sin antes hacer mención de las historias que, como recuerdos evocados por las dos estampas anteriores, constituyen el resto de la novela. El destino de Mary, exiliada junto al profesor Julián, parece ser paralelo a la  biografía de Leo, otra exiliada que regresa con la intención de       recuperar la hacienda abandonada por su familia antes de la guerra. De la misma manera que Mary protagonizó una polémica huida junto a Carlos Bonaval, también Leo lo acom-


8 Con esta última frase, además, el narrador justifica su escasa presencia en el relato.               Gonzalo Sobejano ha criticado, no sin razón, la insuficiente información que recibimos sobre el personaje: «el sujeto no se presenta con entidad suficiente: estamos más                  dentro de su discurrir que de su biografía o carácter. Poco habla de sí mismo, como si no se conociese lo bastante, o como si desease mantenerse tras las cortinas de su recordar» (2005a: 391).


 

pañará en una apasionada excursión por la Sierra, en busca de los espacios casi míticos que frecuenta el Indio. El Hurd y la fonda de Retuerta, ambos en la periferia de Región, se nos presentan como dos espacios liminales a los que distintos personajes —entre ellos Emilio Ruiz, Bonaval o un fantasmático Jorge Ruan— acuden bajo el reclamo de una posible transgresión. Otros individuos, de perfil más estático, protagonizan historias difíciles de justificar en una narración convencional:      la dueña de la fonda, por ejemplo, ejerce una magnética atracción para muchos de sus huéspedes; Cayetano Corral, centrado en el arreglo de un reloj estropeado, sufre la traición            de su más íntimo amigo, y Jorge reúne a su alrededor a una corte de aduladores —Rosa de Llanes, Andárax y los hermanos Abrantes— que apenas le permiten al narrador sugerir la  verdad oculta tras la fama literaria del personaje.

 

2.  El discurso digresivo y su alcance en la ficción

 

Poco tiene de interesante leer Una meditación de acuerdo       con la lógica que imponen los acontecimientos de la trama.          Al ser preguntado por esta novela, Juan Benet nos advirtió no  solo del carácter malicioso del narrador, sino también de su facilidad por la divagación, pues «se mete en consideraciones  sobre cada caso, sobre cada sentimiento, sobre cada motivación, muchas de ellas prolijas, pesadas, con grandes pretensiones analíticas» (1997: 142)9. Estas digresiones ocupan de- cenas, quizá cientos de páginas y, sin embargo, apenas son mencionadas por la crítica. Epicteto Díaz Navarro (1992: 28), por ejemplo, les asigna un valor accesorio, como prolongaciones del discurso narrativo, y José Ortega no ve en ellas más que un intento de «racionalización afectiva» (1986: 76) de los datos suministrados por la memoria. Gullón ha sido uno de los pocos lectores que se ha percatado, pese a no darle mucha

 


9 Sobre el carácter digresivo de la novela benetiana, vid. Sobejano (2005b).


 

importancia en su análisis, del «pequeño tratado de erótica» (1985: 62) que configurarían estos fragmentos en caso de ser reunidos y ordenados debidamente.

Podría pensarse, en este sentido, que el empeño filosófico del autor habría guiado estas digresiones de la misma forma que encamina muchos de sus ensayos hacia auténticas disquisiciones morales y metafísicas. Hay, en efecto, ciertas con cordancias entre la prosa de ideas y los largos pasajes reflexivos de esta novela: un mismo tono circunspecto y, a ratos, casi aleccionador; una predisposición por la ambigüedad y la  generalización, a menudo con argumentos originados en la experiencia del escritor o del narrador; una actitud altiva en lo que concierne a la producción intelectual del discurso, con complicados sofismas, latinismos y largos paréntesis que difi cultan la continuidad del pensamiento; y, quizá para compensar este último aspecto, también comparaciones rebuscadas en las que se intuye preocupación no sólo por la claridad de las ideas, sino también por la belleza del estilo. A todo ello hay que añadirle una fuerte autorreferencialidad, en tanto que la novela —también ocurre con el ensayo— se revela como «un medio de investigación de su propia esencia» (Bravo, 1983: 250). En el encuentro premeditado entre narración y digresión encontramos, por tanto, nuevas posibilidades para el género de la novela, lejos de la escritura costumbrista que en tantas ocasiones había denunciado Benet10. Veamos ahora, pues, qué  nos dice el narrador en algunas de estas divagaciones.

Lo cierto es que a los primeros pasajes digresivos de Una meditación ya nos hemos referido en páginas anteriores de este artículo, a propósito del tema de la memoria 11. El recuerdo


10 Contra la «literatura informativa», afectada por los vicios de las ciencias humanas y —en especial— por una vocación sociológica, Juan Benet escribió cientos de páginas desde La inspiración y el estilo hasta el tan citado artículo «Sobre Galdós» (Cuadernos para el Diálogo, XXIII Extraordinario, diciembre de 1970, pp.13-15) o su polémica discusión con Isaac Montero. Un excelente análisis sobre esta actitud estética puede leerse en Compitello (1984).

11 Vid. supra. nota 4.


 

de Mary adentrándose en la finca de Escaen, lejos de presentarse de forma íntegra, es interrumpido por comentarios y disquisiciones de un narrador que aprovecha la ocasión para estudiar, muy libremente, el funcionamiento de la memoria. De estas páginas —que, por razones de espacio, no puedo reproducir ni siquiera parcialmente— me interesa remarcar no tanto el contenido como sí ciertos rasgos de estilo que luego encontraremos en otros fragmentos reflexivos. Imágenes de inspiración científica, como la comparación del recuerdo con un fósil y la consecuente asociación entre narrador y geólogo o arqueólogo, serán habituales en la escritura benetiana, de la misma manera que también será frecuente el empleo de términos abstractos (voluntad, temor, razón, etc.) sin precisar sus matices semánticos ni sus posibles desencuentros con el bagaje teórico que les precede. Con el discurso filosófico se emparentan, de hecho, otros pasajes en los que estos conceptos abstractos cobran entidad propia y protagonizan escenas dinámicas, auténticas prosopopeyas alegóricas con las que el  autor trata de aclarar los aspectos más confusos de su pensamiento. La personificación de estos elementos permite, en última instancia, ocultar la presencia de un autor o narrador que        teoriza, de tal forma que el texto se nos ofrece en ocasiones no        como opinión, no como posibilidad, sino con la convicción de  una teoría científica.


Todas estas características las reencontramos, no mucho  más tarde, en un extenso monólogo pronunciado por el tío Ricardo con el propósito de entretener a las dos familias que esperan noticias «acerca de los acontecimientos cuarteleros en          Madrid, Barcelona y Sevilla» en los albores de la guerra. El receptor de galena, que en esos momentos concentra la atención de toda una «grey republicana» (57), capta entre distintos         mensajes informativos una presencia inesperada, la del marqués de Santo Bobio12, «vestido de lanas y pieles de cordero y       alimentado de zanahorias salvajes que colgaban de su cinto»


12   Este personaje, cuya descripción lo emparenta con el Numa y su mítica raza de pastores, reaparecerá en Herrumbrosas lanzas, donde se nos habla de una familia aristocrática condenada a exiliarse en Mantua, la zona más ignota y peligrosa de la sierra de Región.


   (58). Es este personaje mítico, o quizá su asociación con los generales levantiscos del levantamiento       armado, lo que propicia una larga disertación del tío Ricardo en la que se van 

encadenando temas aparentemente inconexos, como el orgullo nobiliario, el aprendizaje de los afectos, la decadencia de las grandes familias o las leyes que rigen el principio del poder. La reflexión, tan abstracta que a veces se nos olvida su origen,     termina revelándose como una alegoría o quizá como una predicción: «Vale la pena preguntarse cuál es el destino de  los Santo Bobio y los Murano y los Valdeodio para adivinar, sin necesidad de certeza, cuál será el de los Mazón, los Corral,  los Benzal o los Ruan» (63). De esta forma, el tío Ricardo —o, en su defecto, el narrador que recuerda y reproduce sus palabras— sugiere una resignificación del discurso ya no en clave mítica o simbólica, sino en virtud de los lazos familiares que se nos describirán a lo largo de la novela.

Hacia la mitad del monólogo leemos, por ejemplo, que «la decadencia de las grandes familias comienza en cuanto creen  que la virtud no sólo es transmitible sino que no es adquirible, cerrando el paso a los advenedizos» (60). A la luz de estas palabras, no podemos sino recordar las reticencias familiares  ante el matrimonio del señor Hocher con la tía Soledad («a pesar de la repugnancia de mi abuela a casar una de sus hijas» [16]) y la descripción de su primogénita, Cristina Hocher, como un «ángel destructor» (57). También regresa a la memo ria del lector la rotunda y premonitoria advertencia del abue lo en contra de que cualquiera de sus nietas contrajera matrimonio con un Bonaval; una prohibición que, en conocimiento      de Mary, habría de ser «la primera insinuación —y determinación ulterior— de la libertad de conducta» (242), preludio de su fuga con Carlos Bonaval. Lo cierto es que también su prometido, Julián, debió enfrentarse «contra la tácita voluntad de toda la familia» (242), pues nadie apreciaba su formación ni la parsimonia con la que encaraba el futuro, y quizá por ello su relación será luego evocada en términos de pecado  o de «falta cometida» (143). La misma historia se repetirá más  tarde con el segundo marido de Mary, que será repudiado bajo la sospecha de estar envenenando a su mujer. En el caso de la familia Ruan, en cambio, este interés por la preservación        de un legado familiar toma el cariz de una disputa que afecta  a toda la finca, a una mujer y, sobre todo, a una obra literaria de autoría incierta13.

Volvamos ahora al contenido del discurso y, más en concreto, a la comparación que establece el tío Ricardo entre aquellos «viejos patriarcas que habitan el monte» (62) y otro patriarca, más viejo aún, que subió al monte Moriah con la firme intención de sacrificar a su hijo14. Las referencias a Isaac  y Abraham, que se extenderán a lo largo de varias páginas, son para Gullón «menos significativas en cuanto ornamento del discurso que en cuanto factor estructural» (1985: 55), pues  se aprecia en ellas un eco de la relación entre Jorge Ruan y su padre. En cualquier caso, este mito bíblico da pie a una interesante disertación en torno a los principios de la moral, bajo los cuales subyace un «principio de generalidad» al que todo individuo debe someterse, incluso si para ello ha de sacrificar la fe. La personificación de estos principios morales en los personajes de Isaac y Abraham cumple el mismo papel que anteriormente habían desempeñado el Santo Bobio y sus congéneres: no son más que trasuntos del narrador y del resto de los personajes de la novela. De ahí que cuando el tío Ricardo se dirige a Isaac y deposita en él unas expectativas de  futuro («Vamos, Isaac, volvamos a casa: dentro de muy poco sucederás a tu padre y heredarás su hacienda, sus deberes y sus compromisos» [65]), los lectores interpretemos estas pala-


13   En su análisis de esta disputa, Nora Catelli (2001: 179) interpreta que Jorge Ruan se apropió indebidamente de los versos, mientras que su padre se apropió de la vida del hijo.

14 El personaje —o quizá el autor implícito, según consideración de Gullón (1985: 54- 56)— no toma las escrituras bíblicas como punto de referencia; por el contrario, evoca este mito a partir de la reescritura que Kierkegaard hace de él en Temor y temblor (1843).


 

bras como una exhortación a su sobrino. De igual forma, parece haber en el discurso un interés por socavar los cimientos  morales de la comunidad, en tanto que se afirma que «todo nuestro sistema reposa sobre una fábula» (66) y que «nadie es tan capaz de conducir el rebaño como aquel que sabe que lo dirige hacia una falacia» (ibid.).

Esta desconfianza en la razón, por oposición al estatuto especulativo de la fábula, arraigará pronto en la conciencia del narrador y hará también estragos en el pensamiento de Jorge Ruan, de tal manera que cada uno de estos personajes se enfrentará de forma distinta a la verdad, encarnando las dos figuras —el profeta y el escéptico, respectivamente— que había          vaticinado el tío Ricardo:

 

En última instancia la diferencia entre el profeta y el escéptico no reside en lo que cada uno cree sino en el hecho                  de que uno confía en que su verdad se abrirá paso y el otro no; lo que conduce a uno al descaro y al otro al disimulo para en último término alcanzar resultados semejantes porque la sociedad ni es tan entusiasta como estima                      el primero ni tan roma como cree el segundo sino, por su complexión media estadística, un todo amorfo en el que caben las voces individuales para que el individuo no lo pueda romper con su voz (66-67).

 

3.  Esbozos de una teoría erótica en Una meditación

 

Además de la deriva filosófica y moral que se aprecia en estos fragmentos, gran parte del discurso digresivo en Una meditación parece estar inspirado en la doctrina del psicoanálisis15. A propósito de la sexualidad frustrada de Emilio Ruiz, por ejemplo, el narrador despliega una compleja teoría


15 Herzberger (1976: 86-91) aprecia en Una meditación una notable impronta freudiana que se materializa en la sexualidad instintiva, casi animal, de los personajes. Insiste, en este sentido, en la primacía benetiana de la pasión y de los impulsos, frente su contraparte racional.


 

según la cual entre los instintos humanos subyace una «protomemoria» que obedece solo «a estatutos no escritos pero sí inquebrantables, que no son de ayer ni de hoy» (190). Sobre ella recae la responsabilidad de sospechar «que las leyes del amor han de prevalecer sobre los principios de la economía somática» (190), y también, por tanto, de ratificar el estado general de temor que requiere el hombre para sobreponerse al mundo hostil. Si la razón nace después, nos dice el narrador, es «para superar el estado de temor con el dominio de la  circunstancia» (191), pero no por ello ignora el hombre que sin temor ya no podrá amar. No se trata, en cualquier caso, de  una forma común del temor: el narrador habla de un «ordo tremoris» que, lejos de desvanecerse, rehúye su erradicación en el «vivir temiendo» (192), donde la razón no alcanza a configurar la realidad. En oposición a este principio de la conducta, la novela propone también un «ordo amoris», en virtud del cual toda actividad de la mente puede interpretarse como         una traducción somática del apetito erótico. La exposición de estas teorías, intercaladas a lo largo de la narración, facilita la  deshumanización de los personajes en tanto que sus acciones a menudo se nos presentan como la ejecución de unas fuerzas abstractas —la carne o el miedo— y no como producto de la voluntad de quienes las llevan a cabo.

Consciente de ello, Benet juega con esta abstracción en el momento en que Emilio, patrón de la mina, acecha noche tras        noche la habitación donde descansa la dueña de la fonda: en su interior lo reciben dos hermanas, Persecución y Provocación, que le ofrecen la fotografía de su difunto padre, Anhelo.  Esta visión alegórica despierta en Emilio un temor que hasta entonces había sido vencido por su deseo de adentrarse en la penumbra de aquel cuarto. En consecuencia, se dice a sí mismo que no era sexo lo que buscaba, sino «una suerte de liberación de algo, sin poder precisar qué, relacionado con la mina» (186). Es aquí donde el discurso de estas dos hermanas, encarnaciones alegóricas del orden erótico, se funde con la voz de un narrador, a ratos casi omnisciente, que nos invita a reflexionar sobre la sexualidad entendida como un combate entre fuerzas opuestas, unas en busca del control y de la dominación y otras, como víctimas, reticentes a su indefectible sumisión. La cita es larga, pero me parece pertinente para  apreciar en vivo el pensamiento, tan abstracto como pragmático, del narrador:

Existe en todo el juego un cierto desprecio a la fuerza, una  idolatría por la astucia, un deseo del individuo no tanto de forzar la voluntad del otro como de adueñarse de ella, despreocupado por la apropiación de un artículo que irroga la enajenación del propio; no se hace nadie dueño de  la voluntad de otro si no demuestra en primer lugar una gran voluntad de hacerlo, lo cual es el primer paso de su sumisión. Y además no es tanto la carne como la voluntad lo que constituye el último propósito de una intención  erótica, hasta el punto que una voluntad no condicionada a la donación de la primera puede suponer la clave de una pasión duradera, tanto más cuanto no se traducirá en  la satisfacción carnal que la voluntad tantas veces utiliza como camino de huida y renuncia a la comunión con un semejante que ya no represente nada en el terreno de la imaginación (188).

Esta será, en todo caso, una de las muchas digresiones que glosan y explican las dinámicas relacionales entre los personajes de Una meditación. A menudo se ha querido ver un patrón repetitivo entre los emparejamientos y encuentros eróticos que se cuentan en la novela16, pero conviene matizar las diferentes actitudes que asume cada uno de los personajes en        función de su predisposición hacia el temor o bien hacia la pasión. El caso de Emilio es, como hemos visto, paradigmático: es el personaje en el que mejor se aprecia la tensión entre deseo y miedo, pero hay en él una preponderancia del temor que le impide, en última instancia, resolver las hipótesis de la


16 Molina Ortega, por ejemplo, considera que «las experiencias de Leo y Carlos y Jorge y Camila no son nada más que una repetición de las de Carlos y Mary» (2007: 141).


 

carne por medio de la satisfacción sexual. Esta escena, además, adquiere nuevos matices cuando leemos acerca de la «indecisión» de Emilio para casarse con la hermana de Mary, un  compromiso que gravita en torno a los personajes sin llegar ser efectivo.

Caso distinto es el de Jorge Ruan, uno de los pocos personajes que ve satisfechos sus anhelos eróticos a lo largo de la novela. Su encuentro con la dueña de la fonda, por ejemplo, sigue un patrón inverso al que habíamos visto con Emilio Ruiz, pues el poeta entra con determinación en la habitación y, apenas sin mediar palabra, logra someter a una mujer que para entonces «se encontraba muchos pasos por delante del miedo y desprovista de su protección» (195). Hay en esta escena, sin embargo, una actitud reticente por parte del narrador confiarnos toda la información de la que dispone, pues se nos  refieren ciertas conductas del personaje —como una supuesta

«confesión» o una mención a su padre— sin más justificación         que el azar. Mayor interés despierta, en el lector atento, la dinámica que Jorge instaurará en sus relaciones sexuales, pues será incapaz de terminar un encuentro erótico sin morder a su         compañera en el lóbulo de la oreja y sin dejar sobre la almohada el cadáver de una rata.

Sobre el primero de estos gestos reflexionará el narrador  en una nueva digresión a propósito del pudor. Solo en una momentánea suspensión de la vergüenza, según se nos dice en el texto, podrán abrirse paso los deseos que habrán de encarnar las «formas y superficies que un día significaran la prohibición» (202). Una de estas formas será, pues, el lóbulo mordido, tras el cual se esconde «un yo subversivo, incauto, ciego, ignorante y torpe» (203), un sujeto prerracional que en el encuentro con la carne ajena cobrará conciencia del carácter         efímero de su propio goce. El objeto del deseo encarnará a su  vez dos imágenes contradictorias: la prohibición, o el «cuerpo  que le ha sido vedado», y la transgresión, esto es, la ruptura de una norma —por encima de la moral— que parece regir las vidas de los hombres. A la luz de estos comentarios, debemos  interpretar la sexualidad violenta de Jorge no solo como una forma de dominación sobre el cuerpo de la mujer, sino como una vía de liberación que contiene, en su misma esencia, «la figura apática, dibujada por el deber, que le hace saber que se  ha delinquido» (203).

Páginas después, cuando la víctima sea ahora Camila Abrantes, el narrador nos ofrecerá su más claro diagnóstico de aquella violencia contra el cuerpo de la mujer o bien contra  la rata: «No me parece aventurado suponer que cuando su cuerpo penetraba en el de Camila […] su pensamiento volaba, en el momento de sucumbir al orgasmo, hacia el anhelo imposible de hacer morir al animal con un mordisco en la yugular» (359). Hacia el final de la novela descubrimos, en línea con  el tono psicoanalítico de estas palabras, que la obsesión de Jorge con las ratas se había originado en un episodio infantil en el que el recuerdo del animal había quedado asociado con       la mirada distante de su padre. De ahí que la rata sea vista por el narrador como partícipe de una «zona de sombra» y, en consecuencia, como figura de «un mundo impenetrable a la razón» (ibid.). Este mundo, que remite al ámbito irracional de los instintos, parece estar vinculado también con ciertas actitudes familiares —como aquellas sobre las que había reflexionado el tío Ricardo— para las cuales el autor no ofrecerá explicación. Así pues, cuando el narrador habla sobre «la carne» no se refiere sólo al cuerpo desde una perspectiva erótica, sino también a la herencia familiar que cada uno lleva en su sangre.

Llegados a este punto, me parece crucial llamar la atención del lector sobre una frase que quizá podría pasar desapercibi da en una primera lectura, pero que concentra todo el sentido de la novela: «La carne es una hipótesis, la satisfacción sexual  una demostración» (188)17. Con ello, lo que nos viene a decir


17 Damián Tabarovsky (2015) se ha servido de esta frase para ejemplificar la imposi bilidad de separar teoría y práctica en Una meditación. Según él, Benet teoriza desde dentro del texto, de forma que la teoría es indisociable de la trama, como venimos estudiando en este artículo.

18 A la luz de esta oposición, Machín Lucas ha resumido el imaginario regionato como la suma de «poliédricos sueños eróticos de ancestro freudiano» y «culposas pesadillas de abolengo lacaniano» (2015:15), ambos originados por la represión sexual a la que deben someterse los personajes.


 

el autor es que ciertas conductas no pueden ser explicadas desde la lógica y la razón, y que solo en la práctica encuentran el sentido de su existencia. Esta práctica, identificada con el encuentro sexual, parece canalizarse en la novela a través del personaje de Leo, cuya relación con Emilio Ruiz y con Carlos  Bonaval propicia nuevas disquisiciones acerca del valor y de las implicaciones del acto erótico. No cabe aquí un análisis minucioso de estas teorías, que no vienen sino a refrendar el resto de intervenciones teóricas del narrador; baste señalar, en cualquier caso, una sugerente distinción entre amor fálico y cefálico, en consonancia con la oposición entre pasión y temor          que vertebra toda la novela:

 

[…] el primero, ansioso de cumplirse en la muerte que el segundo conjuró, busca en las aproximaciones al arcaico propósito la aniquilación de aquel que le redujo a mero agente ejecutor del destino que es dado; y el segundo— envidioso de la capacidad del primero para penetrar en  el reino ctónico— que tanto en el gesto como en el pensamiento y la acción pretende ser el primero y único en investigar la gruta paramaterna de la muerte, para lo cual —en su calidad de único legislador— dicta las normas contra el incesto (268)18.

 

4.  Conclusión

 


Páginas atrás mencionaba la poca atención crítica que han suscitado las digresiones de Una meditación, un fenómeno        que —a mi entender— solo es justificable bajo un paradigma literario centrado en la trama y en los actantes del relato. En este estudio, en cambio, he pretendido demostrar el valor de algunos de estos pasajes a partir de sus encuentros y concordancias con ciertas escenas de la novela; encuentros que, vale la pena señalar, no se limitan a la glosa o al contrapunto que solemos apreciar en textos teóricos. En las reflexiones del       narrador, al igual que en los monólogos que oportunamente puede pronunciar algún personaje, asistimos los lectores  a una exhibición filosófica, a una valiosa muestra de pensamiento en acción, como también encontramos en ensayos y en artículos de Juan Benet. El pensamiento, sin embargo, no constituye aquí un discurso autónomo, sino que ha de leerse como una parte de la novela indisociable de la trama, pues la  digresión es relato en iguales condiciones que la narración. En  cualquier caso, conviene tener presente que estas digresiones se originan en un narrador que requiere de todo un aparato de conceptos y teorías para explicar, a menudo falazmente, las dificultades de un mundo que todo lo confía a la fatalidad,     a la ruina y a la incertidumbre. Así pues, este discurso teórico       se nos revela tan caprichoso y poco fiable como los acontecimientos narrados a lo largo de la novela, y con ello hace patente la imposibilidad de conocer la verdad tras las palabras del narrador.

 

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