Homenajes

‘Vals’

He vuelto a escuchar el Vals Kupel­wieser, de Schubert, al cabo de unos cuantos años. En la Academia hay tres grandes melómanos: el sabio Ignacio Bosque, el Doctor García Barreno y Félix de Azúa. De vez en cuando nos intercambiamos información acerca de obras raras que puedan desconocer los otros. Mi saber musical es limitado, pero alguna pequeña noticia puedo aportarles de tarde en tarde, y hace unas semanas, hablando con Bosque de piezas breves y sencillas y extraordinarias, le mencioné ese Vals. A mí me lo descubrió Juan Benet en otra vida, hacia 1971 o 1972, no mucho después de conocerlo. Cuando aún no existía el CD y no era posible repetir un tema en el tocadiscos sin poner la aguja cada vez en el surco, se las ingenió (al fin y al cabo era ingeniero) para oír Kupelwieser sin cesar durante todo un verano, mientras escribía parte de su novela Un viaje de invierno, de título schubertiano y en la que —no recuerdo si explícitamente, no la releo desde su publicación en 1972— esa música ­desempeñaba algún papel. De hecho, en la guarda posterior de la primera edición, Benet hizo reproducir el inicio de la partitura. Es un vals para piano, brevísimo (no dura ni minuto y medio), aparentemente modesto, según quién lo interprete el piano suena casi como una pianola. A lo largo de tanto tiempo transcurrido, sólo he encontrado dos versiones en CD, una de Michel Dalberto y otra de Hans Kann, lo cual indica que se graba poco y es más bien pasado por alto. Y, que yo sepa, en este soporte no existe la versión que, en vinilo, escuchó Benet incansablemente, y también los que nos quedamos deslumbrados por su hallazgo. Se trataba de un disco barato, a cargo del pianista italiano Rosario Marciano. Esa será siempre para mí la versión original, por mucho que las otras no difieran en demasía, dadas la brevedad y sencillez de la maravillosa pieza.
Esa música, a la vez melancólica y confiada, la tengo por tanto asociada a la figura de Juan Benet, y ahora me doy cuenta de que el pasado 5 de enero se cumplieron veinticinco años de su muerte, a los sesenta y cinco, y de que el aniversario ha pasado bastante inadvertido, y de que ni siquiera reparé yo en él en su día. Su memoria, con todo, está más viva que la de la mayoría de sus coetáneos desaparecidos (con la excepción de Gil de Biedma), así que tampoco es cuestión de quejarse en este siglo olvidadizo, o es más, deliberadamente arrasador de todo recuerdo. Es como si los vivos reclamaran cada vez más espacio, lo necesitaran todo para que nada ni nadie les haga sombra ni los obligue a comparaciones engorrosas o desfavorables. La obra de Benet está en las librerías gracias a la colección Debolsillo, y han salido varios volúmenes de correspondencia y de escritos dispersos merced a la labor recopilatoria y crítica de Ignacio Echevarría. Algunos autores jóvenes todavía se asoman a lo que escribió, y lo “salvan” del desdén habitual con que todas las generaciones españolas de novelistas hemos tratado a nuestros predecesores. Así que algo es algo, y a fin de cuentas tampoco Benet contó en vida con muchos lectores, ni lo pretendió: al no vivir de su pluma, se permitió lo que quiso, ajeno a las modas y a los “gustos”; sólo al final intentó “complacer” levemente, cansado de que sus esfuerzos no obtuvieran más que la recompensa del prestigio. Quizá llega un momento en el que eso no basta.
En estos días de escuchar su Vals me acude con persistencia un recuerdo concreto. Poco después de los primerísimos síntomas de su enfermedad, cuando aún se ignoraba su gravedad, llegué a su casa de la calle Pisuerga. Se levantó de su otomana, en la que solía leer y escuchar música, y, desde su gran altura (medía 1,90 o así), en un gesto en él infrecuente (era reacio a la cursilería), me abrazó tímida y torpemente y me dijo, todavía en tono de guasa, o fingiéndolo: “Esto es el fin, joven Marías, esto es el fin”. “Pero qué dices”, le contesté, sin darle el menor crédito; “qué va, qué tontería”. No podía tomar la frase en serio, no me parecía posible. Si alguien vivía como si fuera eterno, ese era él: siempre con proyectos, siempre activo y despierto, disfrutando de lo que se trajera entre manos, siempre dispuesto a reír y a divertirse. No insistió, claro.
Cuando alguien muere, quienes le son cercanos tienden a consolarse y a reunirse, aunque no se conozcan previamente. Ese fue el caso de la hermana de Benet, Marisol, que ahora cumple noventa y cuatro años, creo. Durante los muchos que traté a Don Juan, nunca la vi. Un día, tras su muerte, una señora me saludó en la calle Juan Bravo y se presentó. Tenía un aire de familia, pero desprendía una dulzura que Benet, pese a ser un sentimental, no mostraba. Desde entonces, de una manera para mí conmovedora, Marisol aparecía en cuantas charlas o presentaciones tuviéramos en Madrid los amigos mucho más jóvenes de su hermano pequeño: Molina Foix, Azúa, Mendoza, yo mismo. Con una fidelidad infalible, pese a ir cumpliendo sus años; y aún lo hace. Como si con su presencia protectora y benévola, de apoyo a esos amigos, le estuviera rindiendo a él homenaje, y recordándolo por discípulos interpuestos. Si es que a estas alturas merecemos todavía ese título, y nos cuadra.
Javier Marías
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                    Club de Cultura de la UNED
                           Nuevo reportaje de la Ruta de Juan Benet

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                         Volverás a Benet por Álvaro Perea González
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     El Correo de Andalucía

LITERATURA

31 años sin Juan Benet, el ingeniero que escribía novelas

Tal día como hoy, de 1993, se nos fue el novelista fundacional de nuestro particular boom hispano, el atípico autor de ‘Volverás a Región’ que escribía para espantar las noches de soledad mientras dirigía la construcción de puentes y pantanos

ÁLVARO ROMERO  /

SEVILLA / 05 ENE 2024 


 

    El año en que se publicó Cien años de soledad, de García Márquez, 1967, aquí aparecía la obra fundacional de nuestro particular boom hispano (sin americano), la primera novela de un atípico escritor que no solo gustó de todos los géneros, sino que se ganó la vida con su oficio de ingeniero de caminos y ejerció otro puñado de aficiones estrambóticas como la de pintor, violinista o banderillero. Se llamaba Juan Benet, conoció a Pío Baroja y trabó fuerte amistad con escritores que a estas alturas resultan clásicos modernos, como Luis Martín SantosDionisio Ridruejo, Juan García Hortelano o Ángel González... Aquella ópera prima se tituló Volverás a Región (Destino) y creaba un territorio mítico en el que iban a desarrollarse la mayoría de sus narraciones de luego, al estilo de su maestro Faulkner y al de otros grandes creadores del otro lado del Atlántico como el propio Gabo, Onetti o Juan Rulfo. La novela llegó a convertirse en una auténtica referencia para otros escritores que no habían empezado aún, como Javier Marías, Eduardo Mendoza o Félix de Azúa, quienes la consideraron una auténtica “revelación”. Hoy, Día de la Cabalgata, hace exactamente 31 años que Benet se murió, a los 65 años y víctima de un tumor cerebral.

El autor de Nunca llegarás a nada (1961), su primer libro de relatos, había nacido en Madrid tan solo dos meses antes de que los famosos poetas de la Generación del 27 tomaran el tren para Sevilla. A su padre lo fusilaron en la zona republicana al comienzo de la Guerra Civil, cuando él no había cumplido aún los nueve años... Su madre se refugió con sus tres hijos (él era el pequeño) en San Sebastián y luego volvió a Madrid cuando terminó el conflicto. Estudió en la Escuela Superior de Caminos, Canales y Puertos, pero el descubrimiento de William Faulkner lo deslumbró tanto cuando frecuentaba la tertulia de Pío Baroja, que se decidió a compatibilizar su trabajo con su inspiración en las largas noches de soledad...

En 1951, mientras hacía la mili en Toledo, estudió inglés porque decía que le sobraba el tiempo, se aficionó al violín hasta le dio por la tauromaquia. Tanto, que en 1952 salió de banderillero por primera y última vez en la plaza de Calanda (Teruel), en la cuadrilla de Rafael Ortega. Cuando terminó la carrera, se casó con su prima, Nuria Jordana, y tuvo cuatro hijos entre aquella década y la siguiente. Había sido a Nuria, todavía novios, a quien le había prometido escribir una novela, porque ella se lo había pedido. “Es bastante más gordo que hacer una carrera”, le advirtió él, pero cumplió. Una década después de que su esposa se suicidara, Benet se casó con la poeta Blanca Andreu, treinta años más joven que él.

Nunca dejó, sin embargo, de ejercer su profesión de ingeniero, y lo mismo trabajaba en países europeos que España. Dirigiendo las obras de la presa del pantano de Porma, en los años 60, empezó a escribir Volverás a Región, un antes y un después de nuestra narrativa. Ambientada en el territorio imaginario de Región, la novela cuenta el encuentro entre el doctor Daniel Sebastián, a cargo de un muchacho enloquecido, y una misteriosa paciente. Ambos dialogan sobre la guerra de Región, y el novelista consigue terminar con el realismo costumbrista que se había hecho en España hasta entonces.

El novelista se había integrado por entonces en la plantilla del Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo, donde también trabajaba el poeta Ángel González, pero también colaboraba en Revista de Occidente, en Cuadernos para el Diálogo o en Triunfo, las revistas de la intelectualidad rebelde de aquella época del tardofranquismo. Y hasta participó en la fundación del diario El País... En 1969 obtuvo el Premio Biblioteca Breve con Una meditación, que había escrito sobre un rollo de papel continuo que le impedía volver sobre lo escrito... Se trata de la primera novela española en la que no hay ni un solo punto y aparte. Ya había arremetido contra el tremendismo y hasta contra el realismo social... “Yo no creo que la literatura tenga por qué tener una función social”, dijo, adelantando la auténtica revolución de la literatura en la década de los 60, que no solo afectó a España, sino a todo el orbe hispanohablante.

Más introvertido que nunca al fallecer su mujer, publicó ya en 1976 uno de los ensayos más referenciados luego por los historiadores extranjeros: Qué fue la guerra civil. Viajó por China y EEUU dando conferencias y consolidó su estilo con obras como El ángel del señor abandona a Tobías. Otra obra de reminiscencias bíblicas, Saúl ante Samuel, apareció en 1980, el mismo año en que escribió, en solo un mes, El aire de un crimen, una novela policíaca que quedó finalista del Premio Planeta y que fue el más vendido de los suyos (100.000 ejemplares).

Precisamente cuando creaba su propia empresa de ingeniería publicó, en 1989, En la penumbra. Otras obras suyas de los 90 fueron La construcción de la torre de Babel o El caballero de Sajonia. Nunca ingresó en la Real Academia Española, aunque solo fue presentado una vez, en 1983, y perdió la votación frente a Elena Quiroga.


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