sábado, 10 de mayo de 2025

Juan Benet: Literatura entre la letra de cambio y la olla exprés

 

                                                      



   Juan Benet lleva tres años sin ejercer la ingeniería, una profesión que no sólo no contrapone a sus impulsos literarios sino que la sitúa como fuente primigenia de esa vocación. Lleva tres años divorciados del ingeniero que lleva dentro por la sencilla razón de que “este sector está cada día más en crisis, y cada día le dedico más tiempo a la obra literaria. Y no por afición, ya que por mi gusto seguiría en las presas o en los túneles, para cuidarme de la máquina de escribir sólo los sábados por la tarde”.

 Este ingeniero “volverá a Región” cada vez que, como hizo el miércoles en Sevilla, se vea obligado a rememorar su “aventura literaria”. Es un personaje de Región, culto y montaraz, bogartiano en sus salidas de tono, deudor de generaciones y degeneraciones. Prematuro huérfano de un eminente abogado fusilado durante la guerra civil, heredó un importante fondo bibliotecario y acompañó a su madre a un nuevo destino, “un lugar del País Vasco situado junto a un viaducto construido en mil ochocientos setenta según el diseño de Eiffel. Aquello me impresionó y decidí ser ingeniero”.

 No importa que después fuera “el último o el penúltimo de mi promoción”, o que hable de errores genético históricos para explicar esta opción profesional. Aquel estudiante se doctoró sin despeinarse en la literatura del XIX, con nombres como Balzac, Tolstoi o Sthendal, pero “no fue eso lo que despertó mi afición literaria”.

 Un buen día cayó en sus manos de forma azarosa un ejemplar de “Mientras agonizo”, de William Faulkner, “aquel libro me cambió, me dio la sensación de que tras leerlo la literatura y la propia vida eran otra cosa”. Se refugiará en este “santuario” libresco hasta el punto de que “aquellas lecturas de Faulkner tuvieron para mí efectos casi seminales, empecé por mi mismo a hacer ensayos que naturalmente no guardé. Mientras tanto, treinta o cuarenta colegas de carrera iban aumentando su prestigio como futuros ingenieros y los veía pasar recluido en mi prisión faulkneriana”.

 Años posjuveniles en los que Benet llega a algunas conclusiones. La más importante: “Sólo hay que tener el dinero suficiente como para no estar preocupado por el dinero”, de tal forma que el precoz literato encontrará un precioso tiempo libre en esa estrecha franja que media entre la necesidad y la supervivencia.

 Con el título de ingeniero en el morral, le llega la primera oportunidad laboral. “Me fui a trabajar al campo”, guiado por un personaje emprendedor, “bastante insensato y que siempre estaba mal de dinero”. Debuta en tareas de Ingeniería por zonas perdidas entre Orense y León, una geografía que quedará reflejada en su posterior obra literaria. “Me contrató por dos o tres meses y en premio a mis muchos esfuerzos, que consistían en comprar y vender cosechas de patatas, traficar con mulas y hacer contrabando por Portugal, entré en una compañía para dirigir la construcción de unos canales en esa misma zona”.

Clásicos

 Trabajan con pico y pala, con procedimientos nada sofisticados, y Benet arrastra a sus protectores para que se embarquen en la construcción del embalse del Porma, un ingenio pétreo e hidrológico proyectado a 1300 metros de altitud. Este pantano, ubicado cronológicamente en los primeros sesenta, es un hijo consustancial en la gestación de toda una novelística. “Una obra en un páramo que se cierra a las seis de la tarde. Yo era la única persona con estudios y fue inevitable que me reencontrara con los viejos hábitos de la lectura.

 Violín

 Entre partidas de dominó con los capataces y derroches de ebriedad contenidos por la rusticidad del ambiente, se comienza a gesta el “primer libro digno de ser publicado”, una obra difícil para Benet, “el primer libro que aterroriza y atormenta al escritor novel”. Tras no pocos esfuerzos se lo edita Vicente Giner, un hombre entre cuyos méritos se encontraba haber contraído una deuda de “veinte mil pesetas en cafés”. El libro obtiene la luz verde, llega a un círculo reducido de lectores el libro Nunca llegarás a nada”,un título bastante profético que salió de una curiosa colección encerrado entre “Lo que debe usted saber sobre la letra de cambio” y “El manual de la olla exprés.

 Se aficiona fugazmente por el violín, espoleado por el magisterio de un factor ferroviario, y comienza su primera novela. “Una obra muy implicada por la historia de aquellos pastores, por aquel monte, por aquel ambiente de trabajo en el que entre mis deberes de ingeniero en cierta ocasión tuve que bajar de la soga a un obrero que se ahorcó porque su mujer le había abandonado.

 Escribió dos, tres y hasta cuatro veces esa novela, esbozo de “Volverás a Región”, su consagración literaria. Envió el original a un escritor de Barcelona “que me respondió negativamente a través de su secretario”. Hizo lo propio, arropado por algunas recomendaciones, con un editor. “Fue su secretaria la que me devolvió la novela. Adolecía de falta de diálogo y pocos personajes. Aquella secretaria me sirvió de mucho, me recomendaba la supresión de farragosas páginas de descripciones paisajísticas.

 Benet no se derrumbó –“el desánimo apenas es nada cuando se vive en la montaña leonesa”—y volvió a escribirla “por sexta o séptima vez y decidí suprimir los diálogos y media docena de personajes”. Tendría que llegar la intervención de un amigo, Dionisio Ridruejo, la benevolencia de un par de críticos, para que “Región” alcanzara el beneplácito de las librerías y hoy presuma en los escaparates junto a su continuación, “Herrumbrosas lanzas”.

 A Benet no le gusta hablar de Literatura, le apasiona más el trasvase Tajo-Segura que la generación del 98 y siempre vuelve a Región, a ese microcosmos de “carrilanos”, de “proletariado migratorio, procedente de la zona de Sanabria, de Orense, canteros de Pontevedra, que ejercían su profesión de una manera bastante medieval, la transmitían hereditariamente y la mantenían como una ciencia secreta. Y el máximo secreto era desobedecer al superior”. Benet presume de haber creado una categoría laboral de imparidad para acabar con esa dialéctica y cuando le hablas de la Academia, se convierte en un carrilano más y se refugia en el secreto. “¿Por qué no nos vamos ya?”

                                             

                                      Por Francisco Correal, Diario 16, 21 de diciembre de 1984

sábado, 22 de marzo de 2025

Breve historia de 'Volverás a Región'

 Aún cuando en la última página de este libro se señala que fue escrito entre 1962 y 1964, entre Madrid y el pantano del Porma, en la provincia de León, la historia y los orígenes del mismo distan de ser tan simples y se remontan a algunos años atrás. Lo cierto es que hacia 1951, y bajo el influjo sufrido por la lectura de La rama dorada, comencé a escribir una novela -que terminaría unos años después- en la que se narraban unos cuantos acontecimientos situados en un mismo medio rural (que a falta de una precisa localización geográfica bauticé con el nombre de Región) dominado por la lejana, nocturna y o omnipotente presencia del guarda de una finca, una suerte de vicario en nuestras tierras del guardián del bosque sagrado de Nemi. La novela se titulaba El guarda, y aparte de tal protagonista -que in absentia atormentaba todas sus páginas sin jamás asomar a ellas, sin llegar a ser algo más que una conjetura- por ella desfilaba una bien surtida serie de personajes anormales: una mujer enloquecida por la pérdida de su marido -picado por la curiosidad de atravesar los límites de la finca maldita- a los dos días de su matrimonio; un viejo aristócrata, asesino de perro, lanzado al maquis por despecho; un joven alcoholizado, último vástago de una gran familia, empeñado en transformar su casa en un laberinto cretense del que ya no acertaría a salir y en lo más recóndito del cual cavaría su sepulcro; una tribu de enriquecidos gitanos que poco a poco se va apropiando de toda la comarca gracias a la destilación de un alcohol repugnante y, en fin, el abogado venal que se engaña a sí mismo con sus propias trapacerías. Como fácilmente se comprenderá, todo un muestrario, un museo atiborrado de toscas reproducciones de Lee Goodwi, de Sarey Gamp, de Bertha Mason, de Pechorin, y hasta del pastelero de Madrigal.

 A pesar de hallarme bastante seguro acerca de sus virtudes literarias, estaba tan convencido de que no se podía publicar en España que no me molesté en enviar el original a cualquiera de los premios entonces en boga. En cambio, me las arreglé para hacer llegarlo a algunas casas de Sudamérica y Francia, a las que tenía cierto acceso, y al no obtener ninguna respuesta positiva me permití enviarlo directamente por correo al editor de París que entonces me pareciera más alambicado y exigente, José Corti, de la rue de Medicis. Para mi asombro recibí al poco tiempo una breve carta autógrafa que aún hoy me sigue enterneciendo como un modelo de cortesía; no solo el editor demostraba en ella haber leído el manuscrito sino que, sin necesidad de recurrir a los elogios tópicos, hacía gala de toda clase de excusas ante la imposibilidad de encajar en su catálogo un libro semejante. En aquellas fechas ya había terminado ya mi carrera y estaba decidido no solo a ejercerla fuera de Madrid, sino a considerar aquella aventura literaria como el frustrado, cancelado y ocioso empeño de un estudiante descontento y sobrado de tiempo. Pero, con todo, a la hora de hacer las maletas guardé con cuidado todos mis manuscritos -tenía cuatro de cierta entidad- con el propósito de volver a leerlos el día que el olvido me pudiera deparar alguna sorpresa.

 No lo volví a ojear hasta 1962, cuando trabajaba en el pantano del Porma. Pero durante ocho años había estado recorriendo una buena parte del noroeste de la península y en cada comarca, en cada tierra, en los arrinconados y podridos burgos y en los quejumbrosos monasterios, había seguido espiando la presencia de aquel guarda maldito, el fundador de la lúgubre dinastía que mantenía a raya tantas extraviadas comunidades sujetas a su depauperada tierra por su propio temor. Semejante experiencia viajera me llevó a  aclarar algunas ideas y -antes de abrir las carpetas- a entenebrecer otras que, por demasiado contundentes, se me antojaban inexactas. Entonces llegué a la conclusión de que rara vez la verdad alumbra; o, en otras palabras, que de semejarse a algo es a las tinieblas que se cierran tras el relámpago del error.

 En aquella circunstancia encontré tiempo y disposición de ánimo no tanto para volver sobre el texto antiguo cuanto para escribir otro nuevo cuyo parentesco con el primero se limitaba a la personalidad del guarda, a ciertas toponimias y descriptorias locales y a algunas anécdotas de carácter ornamental. De forma que, entre 1962 y 1964, escribí otra novela que titulé La vuelta a Región, apoyada en un trípode (como la Iglesia de Cristo) de patas perfectamente heterogéneas, a saber: el mito del guarda y del bosque prohibido, el desarrollo y las consecuencias de la guerra civil en una comunidad apartada y los desórdenes causados por un pseudomatrimonio frustrado en el corazón de la montaña. Con todo, el texto seguía siendo demasiado extenso, prolijo e impertinente aun cuando un buen número de insolencias habían sido mitigadas y edulcoradas a fin de hacer posible la publicación. Y gozaba de una particularidad, se trataba de un discurso seguido, con muy escasos diálogos y sin otras cesuras que unos cuantos -no muchos- puntos y aparte.

 Haciendo uso de los buenos oficios de algunos amigos lo envié a algunas editoriales que por aquellas fechas jugaban al papel de vanguardia, si no literaria, al menos ideológica. No tengo noticia de que despertara la menor atención. En algunos casos traté de facilitar la gestión enviando al asesor de la cas un volumen de relatos que yo ya había publicado a mi costa en 1961 y que, por lo menos en ese aspecto, demostró ser ese embajador de pésimas dotes que tanto echaba de menos Talleyrand. Lo mejor que obtuve fue un par de cartas (bien distintas de la de Corti) firmadas por señoritas que no contentas con dictaminar la imposibilidad de la publicación se recreaban en señalarme los vicios en que yo había incurrido como narrador. "Su novela -decía una- carece de diálogos. No olvide que el público lee casi exclusivamente los diálogos que suelen ser además los mejores exponentes del arte de un novelista". Creo que a principios de 1965 pasé el original a dos amigos, Dionisio Ridruejo y José Suárez Carreño, quienes sorprendidos por algunas de sus páginas insistentemente me animaron a corregirlo y aligerarlo. Recuerdo que al principio me opuse con toda la vehemencia de quien seguro de su obra empero ha llegado al límite de su paciencia con ella; no en balde, entre unas cosas y otras, el texto había sido escrito cuatro veces. Y sin embargo, me decidí a hacerlo por quinta y última, buena prueba de que mi paciencia aún podía aguantar una exigencia más por parte del apetito de gloria. En aquella última transcripción las modificaciones fueron mínimas, suprimí todo un pasaje que resultaba muy dudoso (la historia de un niño que abandonado en un internado de religiosas para entretenerse creaba tal cizaña que toda la comunidad terminaba por morder el polvo o ahorcar los hábitos o caer en brazos de los más abominables pecados), dividí el conjunto en cuatro capítulos y -no pudiendo apartar de la mente la censura de aquella secretaria que tan bien conocía los deberes de un escritor- eliminé todos los diálogos salvo uno. Y sustituí el título por otro un poco más dinámico. En una agenda de 1965, en la entrada correspondiente  al día 14 de septiembre, tengo anotado: "Hoy he acabado la transcripción de Volverás a Región. Espero que sea la última". Hallándome en Barcelona un día de aquel verano entregué personalmente el manuscrito en la oficina de recepción de un conocido premio literario, donde fue recibido y registrado con el número 51. Aguardé durante tres meses el fallo, convencido de que si no el premio al menos lograría llamar la atención del Jurado y conseguiría la tan ansiada publicación. Ni conseguí el premio ni el texto logró alinearse entre aquellos veinte más sobresalientes que habían merecido una calificación previa y sobre los que exclusivamente deliberaría el Jurado . No tomé la precaución (porque ignoraba esa triquiñuela) de introducir entre sus páginas un apenas perceptible virgo para deducir luego si había sido desflorado, pero ciertos indicios me llevan a sospechar que nadie lo leyó cabalmente. A partir de entonces mi decepción fue tan supina que decidí no tomarme más molestias con aquella novela que parecía tan maldita como la tierra que describía y a la que ninguna intervención sacaría del marasmo en que había sido engendrada; así que empecé otra nueva.

 Un año después, en febrero de 1967, y gracias a la insistencia y capacidad de persuasión de Dionisio Ridruejo, Ediciones Destino se decidió a lanzar al mercado Volverás a Región, con un tiraje muy modesto. Las consecuencias, de muy distinto orden, de semejante decisión no viene al caso; solo diré que para hacerlo posible tuve que sacrificar las últimas impertinencias palmarias. Hacia finales de 1968 el libro llamó la atención de dos personas -Pere Gimferrer y Rafael Conte- que repararon en él cada cual por su lado. Y ahí empezó otra historia.

 Para esta segunda edición me he limitado a corregir y subsanar dentro de lo posible unos cuantos errores de dicción demasiado elementales como para ser respetados y a reponer unos pocos hiatos que incomprensiblemente pasaron inadvertidos en 1967.

                                                                                  Juan Benet, Madrid, febrero de 1974