sábado, 31 de agosto de 2024

Juan Benet y las tertulias

 

                       Juan Benet y las tertulias por Luis Carandell

 

 Lo primero que quiero decir es que no he encontrado mejor conversador que Juan Benet. He conocido a grandes contertulios pero ninguno superaba a Juan Benet en el arte de hablar y en el arte de escuchar. Esta imagen quizá sorprenda a los lectores de sus novelas. Juan, leído, da la impresión de ser un hombre ensimismado, secreto, creador de un mundo interior que se refleja en el desolado paisaje de Región. Esta imagen es exacta pero hay que añadir que a esta capacidad de introspección, de silencio, podríamos decir, sumaba él una singular facilidad de comunicarse con los demás. Había deslindado los dos campos de expresión del ingenio, de manera que, así como hay muchas personas que cuando escriben parecen que hablan o cuando hablan parece que escriben, él había trazado una divisoria muy bien limitada entre los dos reinos. Yo siempre pensaba que, si Juan hubiera escrito como hablaba, habría sido un escritor mucho más popular de lo que fue, y sus libros se habrían vendido por millares. Pero él no hacía concesiones en materia literaria. Abominaba de lo que él llamaba ‘las estampas’, que pertenecían al género menor del costumbrismo. Solamente un libro suyo se acerca a esta vertiente, digamos, coloquial de la literatura. Me refiero a Otoño en Madrid hacia 1950. Cuando lo leo, me parece escucharle hablar, y de hecho, alguno de los textos que incluye corresponde a una conferencia que dio Benet en un ciclo sobre Madrid en la Cámara de Comercio.

 En este monográfico se estudia su literatura. A mi me toca hablar de este otro aspecto de la personalidad literaria de Juan Benet y agradezco a Santos Sanz Villanueva que haya pensado en esta vertiente, digamos tertuliar, del escritor porque viene a completar su figura; y que me haya encargado hablar de esto a mí, cuyos únicos títulos son el de tener alguna idea de lo que es o debería ser una tertulia y el de haber tenido la suerte de compartir tardes y noches de conversación con Juan Benet.

  Ya saben ustedes lo que se dice de la tertulia. Que un grupo de personas con unos fines y unos objetivos puede ser un partido político, un ejército, un club deportivo o un Ateneo. Mientras que un grupo de personas sin fines ni objetivos de ninguna clase, es una tertulia. Como institución que es, y no mera costumbre, la tertulia tiene unas reglas que nunca son escritas pero que tienen fuerza de ley. Hace falta cierto ánimo constitutivo de la tertulia. No es tertulia la conversación que surge en un encuentro ocasional, aunque en este caso se utilice el verbo estar, máxima riqueza del castellano, estar de tertulia, para definir una situación diferente a la de pertenecer a una tertulia. Hace falta una regularidad de tiempo y de lugar, tales días a tal hora en tal café. Cuando la tertulia se celebra en una casa particular se suele hablar preferentemente de salón y tiene unas reglas muy distintas. Hay otras reglas, con las que no voy a cansarles. Por ejemplo, la licencia de hablar mal de los ausentes, norma ésta que ha redundado en el mantenimiento de la institución porque los contertulios procuran no faltar y son pocos los que abandonan las tertulias antes de que terminen.

  Citaría otras reglas tertuliares pero voy a fijarme en una que acreditados teóricos consideran esencial. Y es que la tertulia es una institución para el despilfarro del ingenio. Ser contertulio exige andar sobrado de ideas, de frases, de anécdotas. Hay, claro, personas que van a las tertulias a ahorrar. Si se les ocurre una frase, se la calla, y anotan las de otros pensando en sacarles partido en forma de artículos de periódicos o programas radiofónicos. Benet era un contertulio perfecto sobre todo porque era un despilfarrador del ingenio en tertulias y salones. Y es que andaba sobrado de ese don que es el arte de hablar y de escuchar. Nórdico en su escritura, podría decirse, era perfectamente meridional en el cultivo del placer de la conversación. Comprendía que la tertulia es una de las pocas cosas que quedan en el mundo que no sirven absolutamente para nada. Y, como persona de talento que era, apreciaba los grandes valores de lo inútil como más específicamente humanos que los derivados del mundo de la Necesidad.

 Ni Juan ni ninguno de nosotros conocimos la época de oro de las tertulias madrileñas- Una frase de Valle-Inclán en los últimos meses de su vida, cuando ya estaba gravemente enfermo, resume muy bien la vocación tertuliar de aquella generación de escritores y artistas. Un día se lo encontró Ramón Gómez de la Serna por la calle y le preguntó: “¿Cómo está Vd., don Ramón?”. Valle-Inclán respondió “Ya ve Vd., del sanatorio al café y del café al sanatorio”. Un contertulio anónimo de la época aconsejaba a los jóvenes: “En la vida hay que hacer tres grandes elecciones: estado, profesión y café”. No se concebía la vida, y menos la vida literaria, sin las tertulias. Así ha venido siendo en España, por lo menos desde fines del XVIII, cuando la botillería cede el paso al café. La primera tertulia conocida es la que don Nicolás Fernández de Moratín mantenía, con Cadalso, Iriarte y otros escritores y políticos en la Fonda de San Sebastián. En las primeras tertulias se citaba mucho a Tertuliano y de ahí parece derivar el nombre de la institución. Larra, Espronceda, el duque de Rivas, Ventura de la Vega se reunían en el café príncipe en lo que se llamaba ya la Tertulia del Parnasillo. En la Fontana de Oro que describió Galdós había tertulia literarias y tertulias políticas que degeneraban en mitines perseguidos por la Policía de Fernando VII.

“Nadie hacía de la botillería una sucursal de su casa”, dice don Ángel Fernández de los Ríos en su Guía de Madrid. Hubo que esperar al nacimiento del café. Don Ángel cita cincuenta cafés madrileños con tertulia. A fines del siglo XIX había arraigado ya definitivamente la costumbre de sentarse en un café para pasar charlando las horas muertas. Ramón Gómez de la Serna expresaba con unos versos aposta ripiosos la vocación cafetera  de los escritores y artistas españoles. “Yo me voy a los cafeses/ y me siento en los sofases/ y me alumbran los quinqueses/ con las luces de sus gases”. Poe el Café de Levante, uno de los de mayor tradición tertuliar, pasaron Picasso, Azorín, Baroja, valle-Inclán, Rubén Darío, Amado Nervo, Rusiñol, Gutiérrez Solana y otros muchos. El Gato Negro, en la calle Príncipe, albergaba la tertulia de Benavente a la que iban a menudo Valle-Inclán y, algunas veces, Juan ramón Jiménez. El Café Nueva Montaña, en la Puerta dl Sol, entre Alcalá y la Carrera, se hizo famoso por la pelea que allí sostuvieron valle-Inclán y el periodista Manuel Bueno. Se hablaba al parecer del duelo que habían concertado un artista portugués y un marqués andaluz después de una discusión acerca del valor de portugueses y españoles. Valle-Inclán era partidario del duelo, una institución esencial para su idea del honor caballeresco. Bueno dijo con sorna que el artista portugués, de nombre Leal da Cámara, era menor de edad y no había lugar al duelo. Don Ramón se enfureció y dijo: “¿Cómo sabe Vd. esto majadero?” Bueno empuñó su bastón, Valle un jarro de agua y se acometieron. Don ramón recibió un bastonazo en la muñeca del Brazo izquierdo. No le dieron importancia y le hicieron una cura de urgencia. Pero el gemelo de la camisa se había incrustado en la muñeca y, al poco tiempo, se declaró la gangrena y tuvieron que amputarle el brazo a Don Ramón. Valle, por cierto, reaccionó muy bien porque cuando Bueno fue a verle para pedirle perdón, le dijo: “No se preocupe, Manuel, ese brazo no me servía para nada”. Sobre este incidente se inventaron en las tertulias numerosas historias acerca de la forma en que el escritor había perdido el brazo. La más notable acaso la inventó Gómez de la Serna en su retrato de Valle. Don ramón era un señor feudal arruinado. Una mañana, su criado se presentaba en el dormitorio de Don Ramón diciéndole que no tenía nada que echar en el puchero. “Trae el hacha que está en el zaguán”, dijo Don Ramón. Y se cortó el brazo diciendo: “Toma, para el puchero”.

 Es fácil de ilustrar la relación entre tertulia y literatura, pero también la que media entre tertulia y filosofía. La Revista de Occidente fue fundada en la tertulia que Ortega presidia en La Granja del henar. También en un café, el Nuevo Lion de la calle de Alcalá, frente a Correos, nació la revista Cruz y Raya, dirigida por José Bergamín. A Nuevo Lion y a la Cervecería de Correos iban muchos de os poetas y escritores de la Generación del 27. Pero quizás la más famosa tertulia que ha tenido el Madrid del primer tercio de siglo fue la Sagrada Cripta de Pombo como la bautizó su fundador Ramón Gómez de la Serna. Sobre esta tertulia escribió su creador un precioso libro. Y aún queda mucho por escribir acerca de lo que Pombo supuso para la vanguardia literaria española. Se cerró en el 36, cuando Ramón se marchó definitivamente a Buenos Aires y le dijo a su mujer, Luisa Sofovich: “Voy a tener que cerrar Pombo porque parece que los españoles quieren matarse unos a otros”. Aún hubo un intento de reabrir la Sagrada cripta. Fracasó porque empezaron a leerse allí poesías patrióticas. Cuando Ramón volvió a España para una breve estancia en 1949, todavía se celebró en Pombo una tertulia de despedida y Ramón recomendó a sus seguidores que no intentaran resucitarla, lo que además venía avalado por el anuncio del cierre del local.

A la tertulia del Nuevo Lion acudía a mediados de los años cincuenta Juan Benet, junto con otros escritores de la época como Luís Martín-Santos, Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio y otros. Antonio Rodríguez Moñino, que acudía a esta tertulia, había fundado la Revista Española, una publicación que entonces no se vendía pero que ahora es buscadísima por los especialistas de la literatura de aquellos años. Creo que benet publicó en la revista algún texto suyo, si no me equivoco, una pieza teatral titulada “Max”. También frecuentaba Benet la tertulia de Gambrinus, llamada la “universidad libre de Gambrinus”, que se reunía a las horas de la tarde en el restaurante alemán que allí tenía su sede. Allí se leían textos y libros, y contertulios habituales eran José Antonio Llardent, librero y editor, Eva Forest, Víctor Sánchez de Zabala, Miguel Sánchez Mazas, Ferlosio, Luís Martín-Santos, Carmen Martín Gaite y algunos otros. Por la misma época estaba también la tertulia del Café Comercial, con Aldecoa, Eusebio García Luengo, José M. de Quinto, Rafael Sánchez Ferlosio…

Y había más sitios porque estaban los bajos de La Elipa, junto a la iglesia de San José, en Alcalá, donde solía escribir Jardiel Poncela desde que le cerraron el Café Castilla; el Teide, donde César Ruano escribía sus artículos y al que acudía también Juan Benet con Pepín Bello, -superviviente de la residencia de Estudiantes-, Fernando Chueca y Alberto Machimbarrena y el bar del Ateneo, por el que pasó la mayoría de los escritores e intelectuales de la época, lo mismo que los de generaciones anteriores habían pasado por la Cacharrería. En los últimos años, Benet frecuentaba la tertulia de los sábados de “José Luís”, a la que acudía Javier Pradera, Elías Querejeta, Jesús Aguirre y Juan García Hortelano.

En su relato “El Madrid de Eloy”, Juan Benet habla de las tertulias con varios amigos, entre ellos Martín-Santos, celebrada en Cock, en la calle de la Reina y de los extraños personajes que aparecían por el local. Como un caballero que fumaba en boquilla y escribía constantemente. Un día, dejó de llenar cuartillas y se acercó a la mesa de Benet para intervenir en una discusión sobre los sistemas filosóficos. Y se presentó diciendo que era el profesor Félix de la Fuente, “el único español que ha logrado construir su propio sistema filosófico”. Lo había bautizado como el ”absoluto relativismo”. En la tertulia, don Félix de la Fuente había dado algunos barruntos de su teoría. Según noticias que les llegaron, Benet y sus amigos supieron que el profesor de la Fuente había desarrollado su teoría en una conferencia en Valladolid. Entre otras cosas había dicho, y reproduzco aquí el párrafo de Benet, el profesor de la Fuente: “Para que ustedes, sin duda ignorantes de los principios de la ciencia moderna, alcancen las basas de tal sistema de absoluto relativismo, nada mejor que empezar con un ejemplo de fácil comprensión: imaginen ustedes, señoras y caballeros, un hombre dotado con un miembro viril de aquí a Madrid. Todos ustedes exclamarán al unísono. ¡Vaya verga!”. Parece que cerca de la mitad de la audiencia abandonó la sala. Pero el profesor prosiguió. “Ahora bien, imaginen que el tal caballero tuviera una estatura como de aquí a la luna. Estoy seguro que no vacilarían ustedes en exclamar: ¡Menudo desmingado!” Parece ser, dice Benet, que allí concluyó la disertación del profesor de la Fuente sobre el absoluto relativismo.

 Juan Benet hablaba también de otro personaje, Mariano, quien en su juventud había tenido en París amores con una dama que a su vez los había tenido con un aplicado estudiante italiano que, con el tiempo, había llegado al pontificado. Parece que don Mariano robó a su amante un paquete de cartas del ahora Papa y, una vez llegado a España, se personaba a principios de cada mes en la Nunciatura con un juego de fotocopias de las cartas para recibir de un secretario, sin pasar al Zaguán, una módica cantidad que le permitía seguir viviendo.

Otro personaje del que habla Juan Benet en el texto “Barojiana”, incluido asimismo en Otoño en Madrid hacia 1950, es don Gonzalo Gil Delgado, a quien conoció en la tertulia de don Pío Baroja en la calle Ruíz de Alarcón.

De joven, don Gonzalo, un personaje valleinclanesco, se había dedicado a la caza de fieras africanas que vendía a los más importantes zoológicos del mundo. Un día confesó que el negocio se vino abajo como consecuencia de haberse asociado con un sujeto que fabricaba monos mecánicos. Los monos mecánicos eran más caros que los vivos, pero compensaban a los zoos porque requerían menos cuidados que éstos. Los contertulios le pedían explicaciones acerca de cómo se fabricaban los monos mecánicos, cómo surgían, si había que darles cuerda o no. Pero don Gonzalo Gil Delgado se limitaba a mover la cabeza tristemente y a decir: “un desastre, un desastre”.

En alguna ocasión don Gonzalo había confesado a sus contertulios que, cuando hacía mucho frío, se metía en la iglesia de Los Jerónimos, ya calefactada. Y habiendo comprobado que los confesionarios estaban a más alta temperatura que la nave, se metía en uno de ellos. Y comentaba: “Hoy una vieja me ha dicho tal sarta de suciedades que he estado a punto de negarle la absolución”.

Un día se presentó en la tertulia de don Pío, que era totalmente abierta, cualquiera podía ir incluso sin conocer a nadie de la casa, el obispo auxiliar de Madrid Alcalá. Hubo un silencio embarazoso. Nadie sabía qué decir. Y lo resolvió don Gonzalo levantándose ceremoniosamente y diciendo: “Con permiso del señor obispo me voy a comer un higo”.

Escribe Juan Benet que en la tertulia de la casa de Baroja “no se hablaba de cosas del otro mundo ni se hacía gala de gran sabiduría y la mejor lección que se podía obtener de la tertulia era la falta de respeto hacia muchas cosas”.

A su condición de gran escritor unía Benet la de gran contertulio, la de gran conversador y, podríamos decir, narrador oral. Y creo que este reconocimiento sirve para completar su personalidad literaria.

                                                             Revista La Página, nº 30


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                    “La tertulia de los Juanes, en José Luis”, 1997  obra de Eugenio Benet

 Técnica mixta sobre tela 225 x 130 cm.




                                         


                      

EL FRISO Y EL REDONDEL, por Francisco Calvo Serraller

 

En su célebre estudio histórico sobre esa peculiar derivación del retrato de grupo, que se conoce con el termino inglés de Conversation Pieces, Mario Praz analiza antecedentes remotos, aunque reconoce que la configuración de este genero como tal se remonta, en primer término, a la pintura holandesa del siglo XVII, con sus pletóricos grupos de cofrades burgueses mirando, corporativamente satisfechos, como quien dice, a la cámara - la cámara oscura de la que se valía el realismo óptico holandés - para alcanzar su cénit, forma y contenido, en la pintura británica del siglo XVIII, momento en que dicho genero se definió como una suerte de conversación en grupo familiar o en términos semejantes de cordialidad íntima. Entre las características que Praz enuncia como determinantes para identificar un retrato grupal como tal  Conversation Piece están las siguientes: 1. Dos o más personas identificables; 2. Ambiente de fondo que representa el hábitat de la familia o del grupo; 3. Cualquier gesto que indique conversación o comunicación de cualquier tipo; 4. Intimidad, no oficialidad o función pública.

            En todo caso, resulta curioso que, en España a diferencia de otros países europeos, no haya hasta muy tarde, salvo alguna excepción memorable, como probablemente Las Meninas, cuadros de conversación, y, por ello, tampoco exista un reconocimiento de los tales en nuestra literatura artística. Eso no quita el que, si bien fuera del ámbito de la pintura, tengamos un término específico para definir la situación: el de tertulia. De hecho la traducción más exacta del termino Conversation Piece sería el de cuadro o escena de tertulia.

Toda esta somera precisión histórica acerca del género es para contextualizar, como es debido, el cuadro que ha pintado Eugenio Benet con una tertulia madrileña, activa desde aproximadamente los mismos años transcurridos desde la transición democrática española, y entre cuyos componentes hubo, en un determinado momento, algunos muy importantes escritores de nuestro país hoy desaparecidos, como Juan Benet y Juan García Hortelano , pero también otra serie de intelectuales, políticos y profesionales. Quiero decir que todos ellos son personas identificables, aunque, más allá de la importancia que cada cual pudiera tener, no están reunidos por motivos oficiales o de función pública, sino por el hecho simple y amistoso de reunirse para charlar. Forman entonces un genuino grupo de tertulia y cumplen los requisitos para formar parte de un cuadro de conversación. Por lo demás, el hábitat familiar de fondo, que también demandara Praz para caracterizar el género, es el propio y tradicional de este tipo de reuniones en España: el café o su más polivalente derivado actual. En el caso que nos ocupa, y en el momento en que se inspira para hacer el cuadro de la tertulia Eugenio Benet, se trata del local público “José Luis”.

Las tertulias y su correspondiente representación artística comenzaron a generalizarse tan tarde como la implantación histórica de un sistema político de libertades, que, en España, se demoró hasta la década de 1830. Hay algún precedente anterior, de nuestra precaria ilustración, como, sobre todo, el maravilloso de La familia del infante don Luis, de Goya, además del ya citado de Velázquez. En todo caso, la costumbre y su plasmación pictórica se formaliza en España durante el XIX y llega a su apoteosis entre el fin de siglo pasado y la guerra civil. Durante este tiempo, y entre todo lo pintado al respecto, hubo, sin embargo, una obra, cuya singularidad fue tal que prácticamente se convirtió en el prototipo máximo de la forma española de entender el género:  La tertulia del Café de Pombo, de José Gutiérrez Solana.

Su cita aquí es, por tanto, fundamental, ya que ha de servir como punto de referencia y contraste con la que ahora ha realizado Eugenio Benet. Aclaremos que lo que se ha de contrastar no es ni las respectivas calidades de cada uno de los cuadros, ni los personajes que protagonizan ninguna de las dos tertulias, lo que, entre otras cosas, seria un absurdo anacronismo, sino exactamente lo que Praz denomino hábitat y lo que cada hábitat tiene de atmósfera en el mas amplio sentido del término. También lo que, de manera muy libre, podríamos llamar forma del encuadre.

Desde esta perspectiva, hay, por de pronto, un contraste contundente entre la negrura y la transparencia de cada una de las tertulias pintadas. Negrura del Pombo de Solana de múltiples significados: la de interior cerrado, la del hieratismo de los personajes, la del uniforme negro que todos portan y, en fin, la del abetunado barniz que tiene como destino natural el opacarse. El negro de Solana, vamos, es un negro que, además, se ennegrece, que busca el negro absoluto como su lógico final. Los pombianos se representan así como una alineación de espectros o ánimas negras fantasmales.

El negro de la tertulia pombiana es, además, un negro reduplicativo, pues a ello ayuda el único recurso cristalino, el del gran espejo horizontal que guarda las espaldas del amistoso grupo, todo el trajeado en negro, a la funerala, como ya señalara Baudelaire que se estilaba en la formal y muy moderna burguesía. Este recurso especular se pierde en la noche de los tiempos de la pintura occidental, cuyo primer orate doctrinario, L. B. Alberti, ya señaló que el pintor era cual un Narciso atrapado por su reflejo en la fuente. Sea como sea, el espejo pombiano es un homenaje que rinde Solana a Manet, el autor de Bar del Folies Bergère , pintado en 1881, el año en que nace Picasso, y cuya imagen reflejada introduce un bombardeo luminoso de globos y arañas que multiplica el espacio del fondo, atestado por una bulliciosa multitud. Lo que refleja el espejo de Solana es, no obstante, bien distinto: apenas la sugerencia de un espacio de fondo muy limitado y que se viene encima, casi una excusa para dar cuenta de una triste pareja de ancianos. Lo que digo: negro sobre negro, negro claustrofóbico.

Lo primero y comparativamente más chocante en el cuadro o en el encuadre de Eugenio Benet no es sólo su composición misma -un círculo inscrito en un rombo, que es como si el circulo fuera lanceolado, y, en cualquier caso, lo que podríamos definir como un espacio atravesado por una diagonal que lo dinamiza-, sino que lo cristalino, que circunda el ámbito habitable se abre por completo al espacio urbano exterior: no refleja o reduplica el interior, sino que transparenta una calle de radiante luminosidad, cuya vibración blanca ha de ser atenuada por unos visillos. En esto hay, por de pronto, dos actitudes contrapuestas: la decimonónica de encerrarse, frente a la de nuestro siglo, que se abre al exterior, que suprime el muro.

En los 77 años que separan los cuadros de Solana y Benet, también parece muy rotundo un cambio sociológico: la desaparición del negro. La España de Eugenio Benet no tiene ya que ver, o habría que rebuscarlo, con la España negra de Solana. Es una mera cuestión de luz y transparencia: una cuestión de que quizá ya no tiene sentido encerrarse. También en este terreno de las actitudes, que ha sido en la sempiterna formal España, se acusa el contraste entre la uniformidad y la formalidad de los contertulios pombianos frente a lo diverso e informal de los contertulios de “José Luis”.

Hierático friso corrido o rueda, podríamos seguir contraponiendo la divergente disposición de ambos cuadros a través de otros detalles. En vez de ello, no quisiera terminar este breve conjunto de sugerencias sin hacer justo lo contrario; esto es: señalando algunos puntos en común. La tertulia pombiana está dominada, sin discusión, por Ramón Gómez de la Serna, que está en pie y en actitud de usar la palabra, algo que hace con contundencia, como se corrobora con el gesto de su mano derecha que da la impresión de golpear la mesa. El papel de Ramón, en la tertulia de “José Luis”, está repartido entre Juan García Hortelano, también en pie y fuera del círculo, pero como figura tutelar más que propiamente dominante, y Juan Benet, sentado, pero cuyo gesto es conminatorio, dejando claro que es quien lleva la voz cantante. Los contertulios de ambas se dividen por igual en aparentar, los unos, que escuchan al oráculo, mientras, los otros, descaradamente miran a la cámara. Existe un reparto de papeles. De todas formas, la alineación horizontal de Solana propende al hieratismo. Tiene algo de catedralicia y, si se me apura, hasta el estatismo jerarquizado de los egipcios. Es un nicho con figuras. La circular de Benet ofrece un mas versátil juego de correspondencias radiales, un orden homogéneo que impide la jerarquía. Es un orden, por así decirlo, más danzarín. Este orden circular da la clave del porqué, completando el recorrido, no sólo se organizan los contertulios alrededor de las mesas redondas, sino que, de hecho, pensando en la esfera de un reloj, las doce, la figura de Juan Benet, está tan de frente, como las seis, la figura de Pedro Moreno, mientras que el resto se van acompasadamente girando. Claro que este círculo de amistad tiene también su cometa: el rostro bifronte de Jesús Aguirre que atraviesa transversalmente la escena en un auténtico sí es-no es. Al fin, ritmo y luz, el realismo y la realidad de Eugenio Benet representa, quién podría dudarlo, a España, pero no a la España negra. Así están las cosas conversacionales en España y no es improductivo echarles una ojeada a través de imágenes, por las que no pasa el tiempo, porque lo fijan.


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Una deuda arrastrada mucho tiempo antes de la muerte de mi padre es la culpable de la exposición cuyas obras, aunque no en su totalidad, recoge este catálogo. En el año 87 don Juan y unos cuantos amigos -aquellos con los que se reunía prácticamente todos los sábados en una tertulia que les ocupaba desde antes de comer hasta bien entrada la tarde- me animaron, medio en broma medio en serio, a pintar un retrato del grupo. Para ello realizaron un encargo en el cual lo menos formal, aparte de quién escribe estas líneas, era la falta de plazo para su realización. Amparándome inconscientemente en esta circunstancia y con la poderosa razón de fondo del abismo que separa el carácter y el estilo de mi pintura con los necesarios para llevar a buen término el encargo, este fue dilatándose en el tiempo de tal manera que el cuadro ha tardado una década en verse acabado, no por minuciosidad sino por inconstancia (no recuerdo, salvo en los dos últimos años, haber trabajado en él más de un mes seguido). Así, la pérdida de don Juan, que se sumaba a la del otro Juan de la tertulia, no vino sino a multiplicar un sentimiento de deuda -para con la tertulia y para con el cuadro- que había anidado en mi hacía ya tiempo. Cuando terminé La tertulia de los Juanes, en José Luis pensé, a bote pronto, hacer una exposición monotemática con el cuadro, acompañándolo de los estudios y fotografías que me sirvieron para hacerlo, antes de caer en la cuenta de la oportunidad de aprovechar la presentación del cuadro para rendir un homenaje más profundo a Juan Benet. Así, decidí aprovechar lo que sería su 70 cumpleaños para reunir en una exposición los frutos de la longeva afición plástica culpable en última instancia de la existencia del cuadro ya que fue don Juan el que, siendo yo niño, animó y alimentó una vocación de la que me responsabilicé sólo cuando acabó mi adolescencia. Decidido a homenajear la afición plástica de don Juan hube de involucrar a todos los amigos que disfrutan de sus obras en casa, recopilando una gran cantidad de piezas que, sumadas a la colección que conservamos sus hijos, superaba con creces la capacidad de la magnífica sala que el Colegio de Ingenieros puso, entusiasmado, a mi disposición y, en consecuencia, he optado por mostrar sobre todo su obra pictórica en detrimento de la gráfica pero sin renunciar a colgar el mayor número posible de obras. Quiero agradecer a todos los propietarios las facilidades que me han dado y las muestras del cariño hacia la figura de mi padre que, originado mucho tiempo atrás, mantienen todavía vigente; al Colegio de Ingenieros la buena acogida del proyecto; a la Editorial Alfaguara y en especial a Juan Cruz su colaboración para la edición de este catálogo; a los autores de los textos su disponibilidad y entusiasmo; y a mis hermanos la confianza con la que me distinguen. Quiero por último disculparme por los previsibles errores y fallos debidos a mi inexperiencia como comisario de exposiciones.

Eugenio Benet


domingo, 26 de mayo de 2024

Juan Benet y la novela corta: espacios y tiempos en Nunca llegarás a nada (1961): Antonio CANDELORO

 



Resumen

Este artículo pretende analizar la primera obra de Juan Benet, la recopilación de novelas
cortas Nunca llegarás a nada, aparecida en 1961, con el objetivo de demostrar como el universo narrativo del autor de Volverás a Región empieza a forjarse ya en este primer experimento literario.
Tanto desde el punto de vista del estilo (o de lo que el mismo Benet definió como grand style), como desde el del contenido, veremos en qué sentido estas novelas cortas plasman un mundo en el que las  mismas categorías de espacio y de tiempo se relativizan, convirtiendo las mismas obras en enigmas irresolubles.


Abstract

This article aims to analyze the first work of Juan Benet, the collection of short novels Nunca llegarás a nada, appeared in 1961, with the aim of demonstrating how the narrative universe of the author of Volverás a Región begins to be forged already in this first literary experiment. Both from the point of view of the style (or from what Benet himself defined as grand style), as from that of the content, we will see in what sense these short novels shape a world in which the same categories of space and time are relativized, turning the works themselves into irresolvable riddles.




1. COMPRENDER SIN LLEGAR A COMPRENDER DEL TODO NADA

En su ensayo sobre estética Senso e paradosso, el filósofo italiano Emilio Garroni, tras preguntarse por el sentido de la filosofía y, paralelamente, por el de la estética en cuanto filosofía “no especializada”, afirma que: “Paradójicamente, se comprende de verdad, solo cuando no se comprende todo”. Curiosamente, el mismo mismo Juan Benet, y casi diez años antes que Garroni, llegará a aplicar una misma visión filosófica a la interpretación de las obras literarias que, según él, merecen nuestra atención de lectores en cuanto ‘amantes’ de las mismas: “El verdadero amante de la obra literaria […] comprende que no la comprenderá nunca de forma cabal y absoluta, que siempre podrá volver sobre ella para encontrar un detalle desconocido –y a veces desagradable– y que su relación con ella no tiene fin”. Si miramos la obra literaria de Juan Benet en su conjunto (desde el teatro a la novela, pasando por las fábulas, los relatos, las novelas cortas y los ensayos), podríamos afirmar que esta propuesta filosófica de “comprender solo cuando no se comprende todo” es clave para poder acercarnos al universo multifacético del ingeniero madrileño.
 No hay obra de Benet que no implique una actitud activa y despierta por parte del lector. Al mismo tiempo, y paradójicamente, no se puede leer a Benet atendiendo exclusivamente a los ingredientes básicos de los mundos ficticios: es más, en muchos casos (pensemos en Volverás a Región, que es el epítome del universo benetiano), ni hay una trama que reconstruir, ni hay personajes definidos, ni hay narradores omniscientes (o subjetivos y en primera persona singular) que nos permitan seguir esa trama ni ahondar en la psicología de esos fantasmas hechos de palabras (o “hechos palabra”) que son, muchas veces, los personajes benetianos, ni hay un final definitivo y resolutivo que nos permita sacar a la luz el verdadero mensaje que el autor ha pretendido enviarle al lector a través de las múltiples voces y máscaras (ambas escurridizas) de sus narradores.
 Partiendo de estas premisas, el objetivo de este artículo es intentar aclarar cómo funciona la escritura benetiana en Nunca llegarás a nada a partir de dos categorías fundamentales de la narración (de cualquier narración, por desarticulada o difusa que esta sea): el espacio y el tiempo. Sin embargo, antes de empezar el análisis, es oportuno recordar que Nunca llegarás a nada es la primera obra de corte narrativo publicada por el escritor en 1961 y que pasó casi del todo desapercibida hasta la publicación de Volverás a Región (novela escrita entre 1962 y 1964 y publicada, tras cuatro revisiones y muchos
avatares, en 1968). Veremos, entonces, cómo lo que el mismo Benet define como gran style en su ensayo La inspiración y el estilo (de 1966) –entendiendo con esta expresión el estilo que cada escritor tiene que saber encontrar y hacer propio y dominar hasta las últimas consecuencias, independientemente del tema o del argumento que quisiera tratar literariamente–, permea también esta obra de escritor novel. Además, veremos cómo el afán de experimentación ya caracteriza este primer intento de crear un universo ficticio sin parangón en la producción literaria española de aquellos años5. Se mostrará, así, como el género (siempre escurridizo y de compleja definición) ‘novela corta’ se presenta como la herramienta perfecta para la experimentación que el autor lleva a cabo tanto en relación con el espacio como en relación con el tiempo.


2. NUNCA LLEGARÁS A NADA: VIAJES SIN RUMBO (EN EL ESPACIO Y EN EL TIEMPO)

La novela corta que da nombre al primer libro publicado por Juan Benet toma su título de la frase que la tía del joven protagonista (Juana se llama la tía y Juan se llama el sobrino) le repite reiteradamente para subrayar su poca constancia y su carácter débil frente a las responsabilidades que implica la vida adulta: “Calamidad, nunca llegarás a nada”. La trama se articula alrededor de los múltiples intentos del narrador y protagonista de rememorar un viaje por Europa empezado casi por azar junto con su
amigo Vicente, un compañero de facultad con dinero, y con la idea de tomar un respiro del ambiente asfixiante de su familia, ambiente encarnado por la ya citada (y muy devota) tía Juana y por el tío Alfredo, un militar (se supone que franquista) “muerto en acto de servicio”, como se especifica con humor negro en la descripción de su muerte en un baño el día de su despedida de soltero. La incertidumbre –eje filosófico central del universo narrativo benetiano– se explicita ya desde el íncipit de la novela corta: "Un inglés borracho al que encontramos no recuerdo dónde, y que nos acompañó durante varios días y quizá semanas enteras de aquella desenfrenada locura ferroviaria, llegó a decir –tras muchas noches de poco dormir y en el curso de cualquiera sabe qué mortecina, nocturna e interminable conversación– que no éramos sino unos pobres deterrent tratando en vano de sobrevivir."
 La trama se desarrollará de forma fragmentada a través de reiteradas repeticiones del ámbito semántico de lo incierto y lo inclasificable (tanto desde el punto de vista espacial –¿dónde se desarrolla el viaje?– como desde el temporal –¿cuánto dura el viaje?–): a los “no recuerdo” y los “quizá”, se unirán los “a lo mejor”, “tal vez”, “cualquiera sabe qué”, y se repetirán hasta el final, sin permitirle al lector esclarecer nada de los eventos rememorados por el narrador. Es más, cuando el lector llegue al punto final, tras cincuenta páginas de ‘trama sin trama’ (o sin hilos entramados), descubrirá que el arranque de las tres secciones (no numeradas) en las que se puede dividir el texto empezará casi con las mismas palabras del íncipit (una especie de ritornello del narrador que se siente incapaz de rememorar su pasado): “Nunca me acordaré de por qué emprendimos aquel viaje. Es decir, he olvidado el pretexto” rima con la siguiente oración de la tercera y última sección: “Por más que he intentado reconstruirlo jamás he logrado desentrañar el itinerario de nuestro viaje”. Así, a pesar de los esfuerzos mnemónicos del protagonista, la escritura declara (y denuncia) la imposibilidad de volver a aquel viaje (realizado en el espacio, pero también y sobre todo en el tiempo, cuando la escritura se convierte en herramienta poco viable de anamnesis) según los principios de no contradicción y de la concatenación lógico- causal. Es como si Benet se acordara del estilo altamente lírico de Proust para desmentir la capacidad de la memoria de permitirnos revivir el pasado. Es más: hay fragmentos que precisamente por ser muy proustianos, demuestran cómo es imposible volver atrás en el tiempo de la juventud. Es lo que ocurre, de entre muchos ejemplos que se podrían sacar a colación, en la rememoración de la casa de Vera, una joven por la que tanto Juan como Vicente sienten una fuerte atracción física:
     "Habíamos hecho todos los esfuerzos imaginables para encender la chimenea de Vera; apenas logramos otra cosa que prender unas astillas y atufar la habitación con humo agrio cuando, con el vuelo de unas cenizas de papel, cortando la narración, el tiempo falso se hincha y nos lleva al apartamento de París. Apenas encontré otra diferencia que la mota de ceniza y el vacío a nuestra espalda, mucho más incómodo, de aquel sinnúmero de enamorados que, sin prestar atención a la narración, abandonaron la casa. Ella era divorciada –de un noble italiano, creo que me dijo– “atrozmente sacudida por el destino”.
  La ceniza se convierte en el elemento visual que une paradójicamente y en el mismo párrafo dos espacios contrapuestos: de la habitación de Vera en Madrid el narrador nos empuja a trasladarnos instantáneamente a París. El tiempo se convierte en un elemento flexible y del todo subjetivo: esas mismas cenizas de papel que entorpecen la visión (y contemplación) de la amada siguen revoloteando en otra habitación, pero esta vez en Francia. El vuelo mismo de las cenizas “corta la narración” (como si de un fundido en negro se tratara, en términos cinematográficos) para permitir que el “tiempo falso” de la misma narración “se hinche” y provoque la mudanza inmediata de Madrid a París. También es llamativo el hecho de que aquí el narrador, justamente en este momento, cambie el tiempo verbal: del universo del pretérito pluscuamperfecto de indicativo (“habíamos hecho…”) y del pretérito perfecto de indicativo (“apenas logramos…”, “Apenas encontré…”) se pasa al presente de indicativo (“el tiempo falso se hincha y nos lleva…”) para volver al pasado (el tiempo verbal típico de la narración, según los análisis de Herald Heinrich. Irónica es, en cambio, la referencia a "aquel sinnúmero de enamorados” que, “sin prestar atención a la narración” abandonan la casa (como si de repente la casa se vaciara por la presencia de los dos nuevos amantes, Juan y Vicente, y la narración mismo no tuviera espacio para los amantes del pasado de Vera).
  Si hablamos de Marcel Proust y de estilo proustiano, tampoco podemos pasar por alto la ironía y el sutil humorismo que Juan Benet adopta cuando, a través de narradores como Juan, rememora líricamente el pasado. Es lo que queda patente analizando este otro fragmento, musical, rítmico y lleno de efectos sinestésicos:
       "Una de las últimas noches tuve la sensación de que se había producido un cruce de mujeres. A las gentes como Vicente les ocurre con frecuencia equivocarse de mujer algunas noches de lluvia, cuando la visibilidad es difícil con el goteo interminable de barbarie educada y los brillos de las espaldas desnudas junto a las lámparas bajas de luz polvorienta."
 A los efectos luminosos y brillantes de las “espaldas desnudas de las mujeres” se unen los efectos dramáticos de “la luz polvorienta” producida por “las lámparas” de la habitación; al “goteo” de la lluvia se contrapone acústicamente el ruido indefinido de las charlas de la “barbarie educada” (a lo mejor, esos mismos enamorados sinnúmeros citados en el párrafo anterior y que “no prestan atención” a lnarración, convirtiéndose en ruido de fondo e indistinto). El narrador vuelve a jugar con la sinestesia en otro párrafo de raigambre proustiano y, al mismo tiempo, cinematográfico: tras haber rememorado algunos diálogos con algunos personajes esperpénticos conocidos en París, Juan se centra en los efectos de la luz eléctrica que aparece tras la puerta de la cocina de su piso en un hostal de dudosa naturaleza:
      "En la cocina encendieron la luz eléctrica y debajo de la puerta surgió la raya de luz amarilla que había de terminar con la incertidumbre de una larga, ambigua y cerrada tarde prolongada en la penumbra; esa línea de luz fue capaz de metamorfosear los susurros intermedios y los ruidos de
goznes y la monotonía de la lluvia en la recortada, lenta y detallada conversación de dos sirvientas en un cuarto de costura".
   Nunca sabrá el lector quiénes son esas dos sirvientas ni qué se dirán en el cuarto de costura; vuelve, en cambio, tanto “la luz amarilla” evocada anteriormente, como el “goteo” de la lluvia que, aquí, se une tanto a los “susurros” de las dos mujeres como a los “ruidos de goznes” de la puerta por debajo de la cual se filtra la luz. Esta misma imagen, como por arte de magia, se amplía de forma hiperbólica en otro fragmento, pocas páginas después; se trata de un triple salto mortal porque, esta vez, el narrador incluirá la evocación sinestésica dentro de un largo paréntesis y en una única oración en la que, de hecho, vuelven a aparecer también aquellas cenizas que permiten el traslado exprés de la casa de Vera en Madrid a la casa de la misma en París: (la puerta se había entreabierto introduciendo una cierta claridad en todo aquel ámbito donde ahora se extendía un antiguo, pero instantáneo, silencio acentuado por unos ruidos de loza en una habitación próxima y el sonido de una gota cayendo en la pila trayendo el olor de la madera fregada con agua y lejía precipitando esa antinómica materialización del vacío por las puertas abiertas y las paredes cadavéricas, esa definitiva claudicación ante el vacío que toda habitación parece llevar consigo cuando más allá de las puertas entreabiertas alguien ha olvidado la luz encendida y entre la fortaleza donde irrumpen triunfalmente las cenizas, el silencio y el horror y las tinieblas intemporales con sus harapientos estandartes envueltos en una gasa de materializada y fatal temporalidad)

  Es fácil comprobar cómo la espacialización del tiempo se realiza, aquí, a través de una “mirada hacia el pasado” que juega con la posibilidad de cruzar las puertas: pasamos de una puerta, en singular, la del principio del paréntesis (“la puerta se había entreabierto”), a “las puertas abiertas” asociadas a las “paredes cadavéricas” de las habitaciones vacías, del centro del paréntesis; para terminar con “las puertas entreabiertas” detrás de las cuales “alguien ha olvidado una luz encendida” del final del mismo paréntesis. Es un triple intento o esfuerzo hermenéutico de un narrador que utiliza en vano la memoria como herramienta de anamnesis: el problema es que tampoco la memoria involuntaria (la que Marcel utilizará como clave fundamental para recuperar el pasado en su personal “búsqueda del tiempo perdido”) puede conseguir abrir esas puertas entreabiertas para captar o decodificar el secreto que se esconde detrás de las mismas. En ningún momento se activa este segundo tipo de memoria; quizá porque Juan no puede ni sabe rememorar su pasado a través de ninguna “escena-Madeleine”;
quizá porque el mismo Juan está envuelto en la metafórica “gasa de materializada y fatal temporalidad” que cierra el largo paréntesis. La cuestión del espacio en relación con el tiempo (la posibilidad de ubicar los hechos dentro del espacio a partir de la temporalidad que implica el acto de escritura) se repite de nuevo en la parte conclusiva de la novela corta, cuando el narrador llegará a preguntarse “si un día sería posible dejar de preguntarse por la clave de un porvenir que por fuerza había de estar en alguna parte”.
Nunca llegarás a nada viene a demostrar que ni hay futuro ni hay pasado; el viaje en el espacio que realiza Juan junto con Vicente (del que solo en la parte final sabremos que está probablemente involucrado en un asunto de espionaje y de acción política revolucionaria) es una especie de “falso movimiento” o de “Odisea cíclica” que no lleva a ningún sitio ni a ningún descubrimiento decisivo; al mismo tiempo, el viaje en el tiempo que el narrador y protagonista realiza a través del acto de escritura solo es una “mirada hacia el pasado” (o “a través del pasado”) que no permite ver mejor o más claramente qué es lo que pasó realmente (a diferencia de lo que sí ocurre en la Recherche proustiana).   Las puertas siguen o cerradas o entreabiertas y, en este último caso, la luz que filtra tampoco sirve para esclarecer nada ni permite ver la habitación en su integridad ni permite escuchar las voces que nos llegan bajo forma de susurros. Se trata de las condiciones fenomenológicas que están en la base de la estructura de las otras tres novelas cortas que componen el libro.

3. BAALBEC, UNA MANCHA: LA FUNDACIÓN DE REGIÓN

Baalbec, una mancha evoca ya desde el título la obra de Marcel Proust: como notado por Epícteto Díaz Navarro, “Balbec es el balneraio en que el protagonista de la Recherche encuentra a Albertine, a las ‘jeunes filles en fleurs’. Ya esto tendría que ofrecer al lector una posible hipótesis interpretativa: el enigma del pasado interpretado o revisitado o rememorado a través de la memoria volverá a estar en el centro de la narración (menos extensa de la de Nunca llegarás a nada: casi cuarenta páginas en la edición que manejamos, en comparación con las cincuenta de la otra). Lo más llamativo, en realidad, es que a lo largo de la narración el narrador (esta vez externo) hará referencia a Baalbec (con dos ‘a’) solo una vez, y en passant, como si se tratara de una ciudad invisible y sí, en cambio, hará constante referencia a la que irá configurándose (sobre todo a partir de Volverás a Región) como la geografía mítica de Región, el no-lugar en el que transcurren la mayor parte de las obras narrativas del ingeniero-escritor madrileño y a la que el mismo Benet llegó a dar visos de realidad publicando un mapa de Región en la primera edición de Herrumbrosas lanzas (su trilogía inacabada aparecida entre 1983 y 1986).
   Antes de ver en detalle cómo funciona la relación entre el espacio y el tiempo en esta segunda novela corta, y cómo se espacializa el tiempo y, paralelamente, se temporaliza el espacio, conviene empezar por el íncipit: de nuevo, el lector sigue la narración llena de lagunas, de recuerdos borrosos y de acciones inconexas a partir del ‘yo’ de un narrador que comparte algunos rasgos con el Juan de Nunca llegarás a nada:
         "Cuando yo era niño mi madre nunca tuvo necesidad de invocar una recompensa para reducirme a su autoridad. Fui educado en una casa cuyo gobierno estaba en manos de mujeres, habitada casi exclusivamente por mujeres –la más joven era mi madre– que apenas salían al aire libre […]"
 Es evidente cómo el ambiente asfixiante de una familia tradicionalista de la que intenta huir el Juan de la primera novela corta se refleja en este nuevo núcleo familiar en el que el orden y las normas vienen dictadas por parte de una especie de matriarcado. El narrador vuelve con su memoria a la época infantil en el momento en el que se le ofrece la ocasión de emprender un viaje de vuelta a los orígenes, a Región, la ciudad que abandona siendo adulto, para arreglar unos documentos que ha descubierto el nuevo propietario de su casa en la zona de San Quintín a partir del testamento de su abuela:
        “Quería volver a Región, aunque estuviera deshabitada y agonizante”, dice el narrador en la p. 20, adelantando implícitamente el que será el título de la famosa novela (pero esta vez en segunda persona singular y en modo imperativo: “Volverás a Región”, que suena como condena y mandato). Y esto es lo que se encuentra el protagonista, tras casi cuarenta años de ausencia:
        "Hacía tiempo que en Región había desaparecido la oficina de Correos […] y no quedaba más sistema de comunicación que el antiguo teléfono del ferrocarril que algunas noches […] descolgaban los aburridos ferroviarios de Macerta para oír silbidos, ayes y lamentaciones; historias cavernosas de fantasmas malheridos, y guardas vigilantes, y entrecortados disparos en la noche, y ronquidos de camionetas perdidas en una vereda de la Sierra, sin dejar huellas en la hierba ni rastro de sus ocupantes."
     La ruina permea la geografía del lugar en todos sus ámbitos: los regionatos se presentan aquí como seres atrapados en un espacio inhóspito y totalmente alejado de los demás y de la civilización; para colmo, la única manera de entrar en contacto con el mundo externo es un vetusto teléfono de la estación de Macerta del que, sin embargo, solo se perciben voces fantasmales. Benet adopta aquí el tono de la novela gótica para adelantar algunas escenas y figuras centrales de Volverás a Región, una novela y un universo ficticio en el que ni los fantasmas de los personajes ni sus acciones dejan huella; como si no hubieran existido nunca, de hecho.
   El tono proustiano vuelve en el momento en el que el narrador ve con sus ojos como el mismo paisaje natural ya no se corresponde con el que él recordaba y guardaba en su memoria de niño:
    "Todo había cambiado. Todo era mucho más pequeño de lo que yo había imaginado. […] Casi todos los árboles de mi niñez habían desaparecido; comprendí entonces qué difícil me iba a ser localizar los recuerdos: era como volver a una casa sin muebles, cuyas habitaciones, de dimensiones irreales, se suceden en un caos de paredes de color irreal, de luces irreales, de ventanas y pasillos que nunca debieron existir."
     He aquí el efecto distorsionador de la memoria cuando el pasado se choca con el presente o, mejor dicho, cuando el presente nos obliga a reubicarnos en el pasado y, en el solapamiento, asistimos a la consecuente falta de coincidencia entre los dos espacios. La memoria no consigue “localizar los recuerdos”, el tiempo “espacializado”: el narrador, en el momento en el que empieza a entrar en su casa de la infancia, nota, obviamente, que las dimensiones no son las mismas; pero no es solo esto el problema: es que las dimensiones de la casa de su infancia parecen, ahora, del todo irreales; ya no están sus muebles; y aparecen luces, ventanas y pasillos “que nunca debieron existir”
  La desazón del narrador es total y absoluta, sobre todo si tenemos en cuenta que vuelve a Región después de la guerra civil: telón de fondo de muchas obras de Benet, la guerra civil aparece en Baalbec, una mancha en cuanto elemento primordial que determina la ruina de Región:
     "la guerra civil había talado todos los árboles de la llanura y no había desde entonces más que desordenados macizos de arbustos y tallos torcidos, incapaces de sostener su propio peso, bosques de cardos, azaleas venenosas y herrumbrosos saltaojos, declives y lomas cubiertos por la retama".
    El paisaje infantil ha cambiado tanto, tras la guerra civil (aquí personificada y culpable de la tala de los árboles) y los cuarenta años de su ausencia, que el narrador llegará a comparar Región con un mundo casi mítico, literario y del todo fantasmal (o que solo puede vivir en la imaginación del hipotético viajero):
    Me había levantado por segunda vez, acercándome a la ventana: toda la llanura de Región aparecía
bañada en una claridad plateada, fosforescente en el horizonte, en ese silencio y ese aroma –sin viento ni susurros nocturnos ni ruidos de árboles– de las atlántidas sumergidas, última aureola de todas las llanuras quiméricas donde un día existió y dejó de existir una civilización.
   El lirismo de la descripción contrasta con el dramatismo de la anterior por partida doble: la ruina de Región ya no se atribuye a la guerra civil; ni tampoco se hace referencia a la soledad y al aislamiento que sufren los habitantes de Región, cuyo único medio de comunicación es el teléfono de Macerta (teléfono que solo deja entrar en contacto con los fantasmas del pasado, como vimos). En este caso, la mirada del narrador hacia el espacio que lo rodea y en el que está inmerso se centra en una comparación de corte literario y mitológico: Región es una ciudad desaparecida del mapa de la geografía ‘real’ porque –como sugiere el narrador– se parece a la Atlántida, la isla platónica por excelencia. En un contexto como este, la visita al cementerio indica el volver a los orígenes familiares: el narrador, en la VI y última parte de la novela corta, contemplará las tumbas de sus allegados: la ruina sigue siendo el elemento unificador del paisaje; las inscripciones en las lápidas “habían sido hechas por una mano tosca y descuidada, que había tratado de imitar al original y que, a medida que pasaban los años, se iba haciendo más temblona e insegura”. De nuevo, no hay memoria voluntaria o involuntaria que permita entrar en contacto con el pasado; el narrador tendrá que cerrar los ojos para imaginar ver a su abuela muerta “liberada de la miseria que la rodeaba sin sentido” en el momento en que empiece a llover y se aleje del cementerio en compañía del señor Huesca (el nuevo propietario de la casa materna). Baalbec, una mancha, entonces, encarna verdaderamente el núcleo del que Benet partirá para fundar ese mundo decadente y en decadencia constante que es Volverás a Región.
   Pero Región ya está presente en Duelo, una novela corta que se remonta a 1956, como veremos en seguida.

4. DUELO: UN MUNDO ATEMPORAL
Duelo representa una de las obras más violentas de Benet; y también una de las primeras que redactó, si tomamos al pie de la letra la indicación cronológica que aparece en la parte conclusiva: “[marzo de 1956]”, esto es, cinco años antes de la publicación de Nunca llegarás a nada y tres después de la publicación de Max. Sin embargo, vuelven a aparecer el mismo estilo y algunas de las figuras y de los personajes que ya hemos analizado hablando de las novelas cortas de 1961: siendo el lugar imaginario el mismo (Región), aquí Benet ahonda en la narración desarticulada y casi desquiciante de la relación ambigua entre “el indiano”, Don Lucas, y su acompañante, una especie de criado o esclavo enano, llamado Blanco. La relación es de predominio absoluto y coercitivo del uno contra el otro; y, paralelamente, de supina subordinación del criado hacia el amo. Tanto es así que en la sección III (casi integralmente desarrollada a través del diálogo directo entre los dos personajes) asistimos al absurdo combate de boxeo al que Don Lucas obliga a Blanco despertándolo en el corazón de la noche. Es como si en Región la violencia fuera la única forma de comunicación aceptada y aceptable entre seres humanos condenados al fracaso; lo mismo ocurre en las relaciones de Don Lucas con Rosa, la mujer de la que se enamora y que pretende llevar al altar y que, tras altibajos y desventuras, llevará a la muerte (nunca del todo esclarecida en el curso de la narración). También cambia la técnica narrativa, porque, si –como hemos dicho– prevalece aquí el diálogo entre los personajes, también es verdad que cambia el narrador: de la primera pasamos a la tercera persona singular. Se trata de un narrador omnisciente que no escatima detalles a la hora de describir la fealdad moral y física de Don Lucas y de Blanco
y que, al mismo tiempo, parece interpretar el papel del cronista histórico, como se deduce del íncipit:
  En el silencio, en la mañana instantáneamente más tranquila, clara y remota, coloreada de nuevo y vivificada año tras año por el sonido impersonal de una lacónica mención necrológica, un mismo instante intemporal parecía perdurar cristalizado en el gesto de severa, ostensible y al parecer sincera memoria, cuando el indiano doblaba con cuidado el papel para volver a guardarlo en la cartera.
  En realidad, más que de un cronista histórico podemos hablar de un cronista que mira la realidad oscura de Región desde un punto de vista intemporal o atemporal (el gesto de Don Lucas “parecía perdurar cristalizado” a lo largo de los años). Es lo que podemos comprobar en las descripciones que este mismo narrador le dedica a Rosa: No tenía edad, exenta del paso de los días y los años por obra y gracia de un eterno hábito negro y un delgado cinturón de cuero negro, un buen número de rosarios y triduos que la hicieron acreedora de la plena indulgencia terrenal.
  Lo mismo vale para Amelia, una soltera que se apoyará en Rosa para seguir sobreviviendo tras la caída en desgracia de su familia: “Parecía que su misión en esta vida era coser y bordar indefinidamente, deshaciendo y reanudando con la ciega energía de un Sísifo la labor de 1930 o 40 o 50”. En realidad, y como ya hemos comprobado en Baalbec, una mancha, todos los personajes regionatos están condenados a repetir los mismos gestos, a ser Sísifos sin descanso ni pausas. Tanto es así que, en un
párrafo sucesivo, el narrador afirma que la memoria de Amelia se transfiere “de los débiles pliegues cerebrales a los blancos pliegues de la ropa impoluta” que está condenada a coser indefinidamente para ganar algo de dinero y poder sustentarse al lado de Rosa. Esto es: el cerebro de Amelia no da para más que para coser; los pliegues cerebrales se reflejan en los pliegues de la ropa que cose; y su memoria está vacía (“Sin duda, su cabeza estaba hueca”, afirma despiadadamente el narrador poco antes, en la p.
65).
   El espacio es receptáculo del tiempo, como vimos en el caso de Baalbec, una mancha; pero también puede ser receptáculo del pasado colectivo de Región: en un largo paréntesis en el que el narrador sigue ahondando en la descripción de Amelia y de su tarea (y condena) eterna, se nos especifica que la ropa viene guardada en dos grandes arcas de madera. El zoom del narrador nos permite ver incluso qué hay dentro de esas arcas: ([…] centenarias bolitas de alcanfor y papeles de periódicos y anacrónicas y descaradas maculaturas que aún voceaban en el fondo de la caja todas sus guerras y victorias y sus crisis y sus catástrofes; y todas sus solemnes aperturas, y homenajes sin fin, y récords de velocidad y ecos de la provincia, y discursos inaugurales que aún trataban de salir a la superficie y abandonar el vergonzoso cautiverio de un arca arrinconada, destacando sus letras sobre las planchadas sábanas).
     El pasado vuelve al presente a través de esta enumeración (y a través del polisíndeton) y se resiste a desaparecer del todo (como si de una mancha indeleble se tratara –la mancha ‘familiar’ con la que tendrá que saldar sus cuentas el narrador y protagonista anónimo de Baalbec, una mancha–) bajo la forma de esas hojas de periódicos atrasados y papeles viejos que siguen “voceando” en el fondo de las arcas en las que Amelia guarda su trabajo de sastre eterno. Y es precisamente este zoom visual el que le permite al narrador evocar las “voces” y los “ruidos” de un pasado ahora percibido como totalmente anacrónico y provincial. Así como a Amelia no le interesa leer esos restos impresos del pasado colectivo, del mismo modo los periódicos caducados no consiguen atrapar la atención de los demás; solo al narrador de los eventos violentos de Región le compete percatarse de tal fenómeno a-histórico y atemporal en cuanto cronista de este mundo distópico. Tanto Amelia como Rosa están encerradas en un
mundo interior que nada tiene que ver ni nada tiene que compartir con el mundo exterior, como se deduce de este otro párrafo en el que vuelve, igual que en Baalbec, una mancha, la sombra de la guerra civil:
         "para no ver [Amelia] ni mañanas ni tardes, ni la llegada de los pájaros ni el vuelo de las semillas ni el paso de los carros mañaneros ni las procesiones ni las manifestaciones sindicales ni los camiones
nocturnos que quemaban gas-oil, ni las familias que un día huyeron subidas a los carros, ni las tropas harapientas que entraron victoriosas por la calle con la bayoneta calada y una manta enrollada al pecho, ni grupos silenciosos de hombres que no comían desde tres días atrás, ni grupos de segadores errantes que dormían al sereno con la mano en el segur, pero sí un hombre que todos los años por la misma fecha subía por el camino de Macerta montado en un borrico para fumarse un cigarro a su vera, partido en dos por el sol, y el ala del sombrero negro ladeado en su cabeza con un deje rotundo y chulesco.
    Si antes el polisíndeton se articulaba alrededor de la “y”, aquí se desarrolla y amplía a partir de la negativa “ni”. El narrador nos ofrece una serie de ‘estampas’ que funcionan como fotografías (o fotogramas, en el sentido cinematográfico) que encuadran algunos de los aspectos más lúgubres y cotidianos de la guerra civil (procesiones, manifestaciones sindicales, tropas, milicianos victoriosos y republicanos harapientos, familias en fuga: víctimas y verdugos comparten, en realidad, la misma atmósfera de decadencia ancestral). El único elemento del mundo exterior que no pasa desapercibido a los ojos de Amelia es precisamente Don Lucas, aquí retratado según la misma descripción inicial del íncipit (con el color negro como tónica dominante, tanto en su ropa como en sus ademanes).
     El narrador sigue siendo cronista atemporal de un mundo distópico precisamente cuando subraya que la visita de Don Lucas a la tumba de Rosa se repite reiteradamente años tras año. Tampoco el ‘malo’ de la película puede evitar el impulso de repetir los mismos actos y los mismos gestos. Es, en parte, lo que ocurre también en Después, la última novela corta de Nunca llegarás a nada.

5. DESPUÉS: EL PASADO QUE VUELVE
A diferencia de los demás prólogos que hemos analizado, el de Después empieza con una frase lapidaria, muy alejada de los periodos largos y llenos de incisos, paréntesis y digresiones aparentemente sin rumbo de las demás novelas cortas: “Llamaron de nuevo”. El misterio está, obviamente, en averiguar (si es que se puede tras la lectura de la obra) quiénes son los que llevan a cabo la acción de llamar, además de en desentrañar el significado simbólico de la puerta que dará acceso (o lo negará) al mundo (o inframundo) de los responsables de las llamadas:
      "Rara vez se había abierto aquella puerta del jardín de atrás que permanecía todo el año cerrada con un candado enmohecido y atrancada con una barra de fundición. Empero casi todas las tardes de domingo –y algunos días festivos– los cascabeles colgados de una cinta negra al final del pasillo eran repentina y violentamente sacudidos por llamadas perentorias y fugaces que dejaban agonizar por los corredores en penumbra de la casa". 
  Igual que en Nunca llegarás a nada, también en Después la cuestión del enigma temporal se espacializa a partir de un elemento arquitectónico cotidiano: la puerta, (cerrada a cal y canto) de un jardín de una casa que se nos presenta “en la penumbra” según los rasgos tópicos (y típicos) de las casas de fantasmas de la tradición gótica. La casa está poblada por hombres que pasan el tiempo ahogando en el alcohol una vida sin objetivos claros; una vida estancada que, ante el sonido de los cascabeles,
o campanillazos, advierte lo que el narrador califica de “próximo peligro”. También aparece otro elemento que pauta el paso del tiempo: un “viejo reloj de pesas” que, como detalla el narrador en un típico paréntesis benetiano:
    "jamás había marcado la hora convencional pero cuyo silencio era capaz de llenarlos de inquietud; muchas noches se paraba de repente, pero fuera cual fuera el grado de borrachera levantaban la cabeza y tiraban los vasos; el más viejo de ellos, conservando mejor el equilibrio, se encaramaba a una silla y le daba cuerda: si, por casualidad, sonaba el carillón, se reclinaban despiertos para entrar en un breve éxtasis de amor y pena por la infancia) […]. "
       Los habitantes de la casa, entonces, actúan como autómatas que, tras sufrir cierta inquietud por el tic-tac del reloj que marca una hora equivocada, sí son capaces de despertar y de sentir cierta nostalgia hacia su infancia si se activa el carillón del mismo. Tampoco podemos pasar por alto que este paréntesis se incrusta en una frase en que se rompe el sintagma “saltando por encima de mil y mil odiosos […] tictacs”. Esto implica la idea de que esos sonidos de la marcha (del movimiento físico) del tiempo pautan de forma casi atemporal la vida de los hombres de la casa. Aunque el reloj no marque nunca la hora exacta. Estamos en un ámbito casi beckettiano: igual que en Waiting for Godot, entre los tic-tacs del reloj equivocado y los campanillazos de los cascabeles de la puerta del jardín, síntoma acústico de las “llamadas” de los “otros”, los hombres esperan; es más, uno de ellos, llamado “el viejo” afirma que hay que saber esperar (“si han de venir, ya vendrán”, se dice en otro paréntesis)porque “si se está esperando y se sabe esperar más de lo que se debe puede incluso que no pase nada y se encuentre uno… con la eternidad”, esto es, la inmovilidad absoluta puede dar acceso a una realidad atemporal y, por ende, eterna. La narración se complica en el momento en el que el viejo evoca el enterramiento del padre de otro personaje anónimo: “Ven. Vamos a enterrar a tu padre. Vas a ver” se repite a lo largo de varias páginas; páginas en las que se evoca una escena de violencia hacia una mujer que parece una prostituta y que siempre se evoca con la misma expresión: un “brillo del hombro desnudo”, con ligeras
variantes), hasta desembocar en la evocación de un encuentro sexual donde predomina nuevamente la misma violencia que hemos visto en el Don Lucas de Duelo (violencia de este hacia Blanco y de ambos hacia Rosa y Amelia), aunque, en este caso, la mujer parece enfrentarse al hombre con desdén e indiferencia absoluta:
        "Ella se había sentado nuevamente en la cama, se había quitado las medias y toda la ropa interior de luto y sólo cubierta con una ligera combinación transparente, cruzada de brazos y sosteniendo un cigarrillo, cuya ceniza se extendía por las sábanas, le miraba fija y tranquilamente, sin un gesto de aprobación, pero también sin fastidio, sin una sonrisa ni una expresión definida ni una elemental actitud de interés, o miedo, o admiración, o desdén, o aburrimiento, tan sólo fija y tranquilamente, como si hubiera sido depositado dentro de la urna en aquel estado semivirginal para seguir mirando eternamente o al menos toda la eternidad de aquel cigarrillo, tan aislada del tiempo y del sol y de las tardes de invierno y de las próximas nubes como el pez boquiabierto y mirón en la cisterna azulina del acuario subterráneo."
     De nuevo, e igual que en Nunca llegarás a nada, la ceniza se convierte en metonimia del tiempo que (no) pasa; en este fragmento, la ceniza esparcida en las sábanas de una cama de lo que parece un prostíbulo es metonimia de una eternidad en la que incluso el acto sexual evoca la muerte o sabe a muerto; la indiferencia de la mujer hacia el hombre que está a punto de violarla (“le apretó el cuello y empezó a clavarle las uñas pero ella se mantuvo inmóvil, sin alterar ni desviar su mirada del techo”, se afirma más adelante, en la misma página) es el síntoma de que en Región ningún acto, por instintivo y
pulsional que sea, consigue realizarse de forma plena y vitalista (y el polisíndeton que esta vez juega con la ‘o’ denota que la mirada de la mujer tampoco encarna la de una víctima; se trata, más bien, de un autómata, igual que el cliente violento, igual que el “pez boquiabierto y mirón” con el que el narrador compara la mirada de la joven). Eros se une a Thanatos, en un lugar como es Región, y no hay manera de separar estas pulsiones contrapuestas. El viejo, de hecho, intervendrá para afirmar con rotundidad (y hacia el joven cuyo padre le anuncia que acaba de morir) que “ser hombre significa haber adquirido la fuerza o el cansancio o el hastío suficientes para no dar un paso hacia ella”.
      La parte conclusiva parece contener la resolución del misterio; en realidad, nunca se nos explicará quién es el viejo, quién es el joven que este instruye a través de la ‘prueba’ del burdel con la joven indiferente a sus gestos violentos; ni tampoco quiénes son los que llaman desde la puerta de atrás del jardín del íncipit. Un día en concreto en el que las llamadas parecen más insistentes que de costumbre “la puerta de atrás se abrió”: los testigos ven como el agua que sale de esa puerta empieza a inundar toda la casa; el viejo incita a los “otros” a pasar (“Pasen, pasen. Pueden ustedes pasar”), pero no hay nadie, aunque se sigan oyendo los campanillazos.
    Como en un cuento del terror a lo Edgar Allan Poe, el narrador nos dice que “una vez más la mano –salida de las aguas– tiró del cordón y sonó la campanilla”. ¿De quién es esa mano? ¿A qué se debe la presencia del agua? ¿Se inundará la casa? ¿Quién es el niño que entra corriendo en la casa hasta la puerta abierta del jardín? Son todas preguntas que el narrador dejará en el aire, determinando así el suspense en el lector cuando, al llegar a la última línea del relato, se nos especificará que en el agua
flotaba “una pequeña pelota de goma blanca, del tamaño de una naranja”
    En Después el pasado vuelve bajo forma de presencias misteriosas y sobrenaturales de las que el narrador no puede, no sabe o no quiere darnos más detalles: tanto es así que este narrador bien pudiera recordarnos el que inventa Henry James para narrar The Turn of the Screw, donde las fronteras entre el mundo de los vivos y el de los muertos son bastante difusas. Tampoco podemos evitar señalar cómo en Región los gestos se paralizan o se repiten de forma indefinida, nadie está a salvo o se salva, entre otras cosas porque –igual que en la casa de esta novela corta– los relojes no funcionan al marcar siempre la hora equivocada. Se trata de una parálisis colectiva de la que no hay escapatoria; y la pelota de goma, en lugar de evocar los recuerdos de la infancia (probablemente de ese mismo personaje instruido por el viejo en la habitación de la prostituta), provoca el miedo y la incertidumbre del lector que, precisamente por la evocación borrosa del tiempo y del espacio en el que se mueve el narrador, no sabe a qué atenerse ni puede encontrar una interpretación clara y unívoca a lo que se le ha
contado.

6. A MODO DE CONCLUSIÓN
   
     Al final del recorrido por las cuatro novelas cortas que componen Nunca llegarás a
nada,
y teniendo en cuenta nuestra premisa de que no hay verdadero conocimiento si este no se caracteriza por lagunas y huecos que nunca podremos llenar del todo, podemos concluir nuestro análisis subrayando algunos aspectos que el texto literario presenta más allá de lo que se cuenta en la superficie.
   Ante todo, no podemos no subrayar como el así denominado grand style de Benet ncarna uno de los rasgos centrales de la poética del autor. La frase se construye de una forma muy cuidada desde el punto de vista de la retórica (de las figuras retóricas propias del género lírico, más que del género narrativo): los largos periodos benetianos funcionan a menudo a través de metáforas, comparaciones y enumeraciones hiperbólicas que tienden a ensanchar el aliento mismo de la oración, como hemos podido comprobar ya desde el íncipit de Nunca llegarás a nada, y esto es así sobre todo cuando el narrador va en búsqueda de la ‘verdad’ (o de ‘una verdad’ relativa a su propio pasado, como es el caso tanto de la primera novela corta citada como de Baalbec, una mancha), sin conseguir atraparla. De ahí que la incertidumbre sea uno de los ejes. Sin embargo, el gran style no es nunca solo un puro formali
alrededor de los cuales se construye el universo narrativo de Región.
     Sin embargo, el gran style no es nunca solo un puro formalismo o una mera exhibición de la capacidad del narrador de ‘complicar’ la reconstrucción de los hechos a través de un estilo complejo, alambicado u oscuro (que lo es, sin duda ninguna, sobre todo en algunos párrafos, tal y como lo habían notado ya dos escritores ‘amigos’ como Luis Martín Santos, en el 1961, y Carmen Martín Gaite, en el 1964).
    Por un lado, el grand style sirve también para rescatar en el plano formal lo tétrico o lo trágico de lo que se narra en el plano del plot: es como si Benet confiriera rango de lírico’ y ‘poético’ a temas tópicos como los de la ruina, de la decadencia moral y física, de la guerra, de la violencia entre los hombres y las mujeres, o del ser humano, en general, a través de un tipo de prosa que exalta lo poético de lo más feo, más tétrico, más enigmático del vivir humano en la Tierra a partir de algunos lugares ‘privilegiados’ o de algunos elementos ‘visuales’ como son: la ceniza y las puertas de Nunca llegarás a nada; la casa, junto con sus habitaciones y los árboles del paisaje externo, de Baalbec, una mancha; las arcas del ajuar donde Amelia guarda sus bordados en Duelo; de nuevo las puertas (o mejor dicho: una puerta, en concreto, la que da acceso al jardín de otra casa regionata) en Después, además de la ceniza de un cigarrillo y de los relojes de pared que señalan horas equivocadas en el mismo texto. En este sentido podemos afirmar que el gran style cultivado (y rotundamente experimentado) en Nunca llegarás a nada adelanta, en parte, el tiempo y el espacio de Volverás a Región, obra en la que, según García de la Concha, es el Tiempo (con mayúscula) el verdadero narrador de los hechos (por deshilvanados y deshilachados que estos sean o parezcan).
   Por otro lado, la novela corta en cuanto género ambiguo y moldeable permite, evidentemente, la experimentación tanto formal como de contenido: si volviéramos a releer las cuatro obras seguidamente, nos daríamos cuenta de que ninguno de los cuatro narradores responsables de “contar los hechos” consigue acometer su mandato (autoimpuesto, a veces, como es el caso de las dos primeras piezas). Ni siquiera cuando este narrador se presenta como “cronista atemporal” o “a-histórico” de lo acontecido (como es el caso de Duelo o de Después), novelas cortas que contienen ecos de la escritura de William Faulkner, como justamente notado por la crítica, pero también de Edgar Allan Poe y de Henry James, como hemos vislumbrado en nuestro recorrido.
   Por último, hay que subrayar que Nunca llegarás a nada no tuvo apenas eco mediático en los lectores de su época. Juan Benet, ingeniero civil de profesión, siempre ha tendido a considerar la literatura como un pasatiempo o un juego; es lo que le dice a Carmen Martín Gaite en una de sus cartas el día 17 de marzo de 1965:
     "yo ocupo mi tiempo actuando como ingeniero y jugando como escritor. Y de esta forma, si bien parece que he alcanzado en el ejercicio de la profesión ingenieril un grado satisfactorio de madurez que me permite vivir gracias a ello, no puedo por menos de pensar que en cuanto escritor nunca dejaré de ser un irresponsable."
   Quizás sea esta forma de irresponsabilidad lo que le permitió escribir lo que escribió con un estilo tan peculiar narradores de Nunca llegarás a nada: en buscar fórmulas alternativas para no llegar nunca a ningún sitio en concreto; para no llegar nunca a captar ninguna verdad establecida; o para no llega nunca a comprender del todo nada: de ahí que tanto el espacio como el tiempo se conviertan en materiales del todo inestables y flexibles. Paradójicamente, esesto lo que nos empuja a volver sobre los textos de Juan Benet: su pluralidad de mensajes; su oscuridad intrínseca; su capacidad de llamar la atención del lector que comprende que no comprende del todo nada. Esto es también lo que Emilio Garroni entiende por “estética” (y, por ende, por “filosofía”): un saber “mirar-a través” de nuestros propios fallos y errores interpretativos.


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domingo, 21 de abril de 2024

Jorge, el caballero de Sajonia

 


        

Jorge, el caballero de Sajonia

 



Portada del libro 'El caballero de Sajonia'.

Eduardo Moyano

20 de abril de 2024 

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El próximo martes 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro, fecha que coincide con la del fallecimiento en 1616 de Cervantes y de Shakespeare, dos genios de la literatura universal. Con motivo de dicha celebración, publico en mi blog la reseña de una de esas pequeñas joyas literarias que de vez en cuando encontramos en los tenderetes de libros viejos y de ocasión.

En este caso me refiero a la novela El caballero de Sajonia de Juan Benet, publicada en 1991, poco más de un año antes de la muerte del escritor madrileño, y uno de sus libros menos conocidos. La encontré hace unas semanas en los tenderetes de la célebre Cuesta Moyano, sita junto al Parque del Retiro de Madrid.

Era una edición ya usada, de segunda mano, pues tenía anotaciones a lápiz escritas a buen seguro por su último lector. Además, al abrirlo se desprendió como un pétalo de sus hojas el dibujo a carboncillo del rostro de una mujer joven. Al dorso del dibujo había una firma ilegible y una extraña declaración de amor, que decía “por ti daría la vida, pero no mis ideas”, frase muy adecuada al contenido del libro.

Con el estilo inconfundible de Juan Benet, la novela El caballero de Sajonia narra el encuentro que tuvieron en secreto el emperador Carlos V y Martín Lutero en la ciudad bávara de Pottmes, en pleno conflicto político y religioso. Ese encuentro se produce dos años después del edicto de Worms (1521) por el que Lutero, tras haber sido excomulgado por el papa León X, es declarado proscrito, siendo objeto de persecución por las tropas imperiales.

Protegido por el príncipe elector Federico de Sajonia, se recluye en el castillo de Wartburg durante varios meses, donde, por seguridad, Lutero cambia su nombre por el de “Caballero Jorge”. De allí, vestido de indigente y a lomos de una mula para pasar desapercibido, el Caballero Jorge parte hacia Pottmes, donde se aloja a la espera de la llegada del Emperador.

El joven Carlos llega sin séquito y acompañado sólo por su leal consejero Gattinara. Carlos intenta convencer a Lutero de que acepte apartarse de la vida política para no ser utilizado, como estaba sucediendo, por los príncipes alemanes como instrumento de división del imperio. A cambio, le ofrece paralizar la aplicación del edicto de Worms para que Lutero pudiera así recuperar la libertad de movimiento.

El Emperador no le pide a Lutero que se retracte de sus ideas reformadoras, pues entiende que no debe inmiscuirse en lo que es parte esencial de la conciencia. Sólo le pide que se retire de la primera fila de la lucha política que entonces socavaba por dentro el Sacro Imperio Germánico, y en la que Lutero y sus seguidores estaban siendo utilizados por los príncipes alemanes.

El encuentro termina en fracaso, dado que ambas cosas: la difusión de las ideas reformadoras y sus implicaciones políticas, eran inseparables. Ambas formaban parte de un mismo proyecto, y ambas se retroalimentaban, a saber: cuestionar la autoridad del Papa, en el caso de Lutero, y cuestionar la figura del Emperador, en el caso de los príncipes alemanes. Además, la estrecha conexión entre el poder imperial y el poder del papado, convertía en imposible el acuerdo entre Carlos y Lutero, dado que el reformador ponía como condición la ruptura del Emperador con Roma, algo que Carlos no podía asumir.

Al salir del lugar del encuentro, Carlos le ofrece su anillo para que lo bese en señal de obediencia y de acatamiento de su autoridad y de la política imperial, pero Lutero no lo besa, confirmando así su rebeldía y obstinación. El Caballero Jorge (Lutero) se asoma a la ventana de su habitación de Pottmes y ve alejarse al emperador acompañado de Gattinara como dos sombras en la noche. Entonces, se vuelve a su escritorio y dice en voz baja compadeciéndolo: “que el Señor ayude al piadoso Carlos, una oveja entre los lobos. Amén”

El texto está escrito con la maestría y el genio de Benet, quien aprovecha la ficción para reflexionar sobre la relación entre el poder religioso y el poder secular. También sobre la lucha entre el mal y el bien, entre la salvación y la condenación eternas, que anida en las almas de los creyentes.

En este sentido es muy interesante el capítulo en el que Benet narra cómo el Caballero Jorge (Lutero), persona atormentada como pocas al decir de sus biógrafos, recibe una noche la visita de Satanás durante su reclusión en Watburg. Ambos mantienen una dura lucha dialéctica, que incluso lleva a Lutero a arrojarle a Satanás el tintero donde mojaba la pluma con la que escribía la versión alemana del Nuevo Testamento. Las manchas de tinta en la pared han estado hasta hace poco a la vista de los turistas que visitan con regularidad la celda donde estuvo Lutero recluido en el castillo de Wartburg, siendo mostrada por los guías como huella de aquel episodio más cercano a la ficción que a la realidad.

La historia del encuentro entre Lutero y el emperador Carlos en un intento por evitar lo inevitable, es narrada magistralmente por Benet con su estilo singular e irrepetible. Es un estilo, el benetiano, que dio luz a obras fundamentales de la narrativa española contemporánea, tales como “Volverás a Región”, “Una meditación” o “Herrumbrosas lanzas”, y que, transcurridos más de 30 años desde su muerte, aún sirve de inspiración a muchos escritores de nuestro país.