Juan PASCUAL GAY
El Colegio de San Luis (Centro CONACYT)
Juan Benet lleva tres años sin ejercer la ingeniería, una profesión que no sólo no contrapone a sus impulsos literarios sino que la sitúa como fuente primigenia de esa vocación. Lleva tres años divorciados del ingeniero que lleva dentro por la sencilla razón de que “este sector está cada día más en crisis, y cada día le dedico más tiempo a la obra literaria. Y no por afición, ya que por mi gusto seguiría en las presas o en los túneles, para cuidarme de la máquina de escribir sólo los sábados por la tarde”.
Este ingeniero
“volverá a Región” cada vez que, como hizo el miércoles en Sevilla, se vea
obligado a rememorar su “aventura literaria”. Es un personaje de Región, culto
y montaraz, bogartiano en sus salidas de tono, deudor de generaciones y
degeneraciones. Prematuro huérfano de un eminente abogado fusilado durante la
guerra civil, heredó un importante fondo bibliotecario y acompañó a su madre a
un nuevo destino, “un lugar del País Vasco situado junto a un viaducto
construido en mil ochocientos setenta según el diseño de Eiffel. Aquello me
impresionó y decidí ser ingeniero”.
No importa que
después fuera “el último o el penúltimo de mi promoción”, o que hable de
errores genético históricos para explicar esta opción profesional. Aquel
estudiante se doctoró sin despeinarse en la literatura del XIX, con nombres
como Balzac, Tolstoi o Sthendal, pero “no fue eso lo que despertó mi afición
literaria”.
Un buen día cayó en
sus manos de forma azarosa un ejemplar de “Mientras agonizo”, de William
Faulkner, “aquel libro me cambió, me dio la sensación de que tras leerlo la
literatura y la propia vida eran otra cosa”. Se refugiará en este
“santuario” libresco hasta el punto de que “aquellas lecturas de Faulkner
tuvieron para mí efectos casi seminales, empecé por mi mismo a hacer ensayos
que naturalmente no guardé. Mientras tanto, treinta o cuarenta colegas de
carrera iban aumentando su prestigio como futuros ingenieros y los veía pasar
recluido en mi prisión faulkneriana”.
Años posjuveniles en
los que Benet llega a algunas conclusiones. La más importante: “Sólo
hay que tener el dinero suficiente como para no estar preocupado por el dinero”,
de tal forma que el precoz literato encontrará un precioso tiempo libre en esa
estrecha franja que media entre la necesidad y la supervivencia.
Con el título de
ingeniero en el morral, le llega la primera oportunidad laboral. “Me fui a
trabajar al campo”, guiado por un personaje emprendedor, “bastante
insensato y que siempre estaba mal de dinero”. Debuta en tareas de
Ingeniería por zonas perdidas entre Orense y León, una geografía que quedará
reflejada en su posterior obra literaria. “Me contrató por dos o tres meses
y en premio a mis muchos esfuerzos, que consistían en comprar y vender cosechas
de patatas, traficar con mulas y hacer contrabando por Portugal, entré en una
compañía para dirigir la construcción de unos canales en esa misma zona”.
Clásicos
Trabajan con pico y
pala, con procedimientos nada sofisticados, y Benet arrastra a sus
protectores para que se embarquen en la construcción del embalse del Porma,
un ingenio pétreo e hidrológico proyectado a 1300 metros de altitud. Este
pantano, ubicado cronológicamente en los primeros sesenta, es un hijo
consustancial en la gestación de toda una novelística. “Una obra en un
páramo que se cierra a las seis de la tarde. Yo era la única persona con
estudios y fue inevitable que me reencontrara con los viejos hábitos de la
lectura.”
Violín
Entre partidas de dominó
con los capataces y derroches de ebriedad contenidos por la rusticidad del ambiente,
se comienza a gesta el “primer libro digno de ser publicado”, una obra
difícil para Benet, “el primer libro que aterroriza y atormenta al escritor
novel”. Tras no pocos esfuerzos se lo edita Vicente Giner, un hombre entre
cuyos méritos se encontraba haber contraído una deuda de “veinte mil pesetas
en cafés”. El libro obtiene la luz verde, llega a un círculo reducido de
lectores el libro “Nunca llegarás a nada”, “un título bastante
profético que salió de una curiosa colección encerrado entre “Lo que debe usted
saber sobre la letra de cambio” y “El manual de la olla exprés.”
Se aficiona
fugazmente por el violín, espoleado por el magisterio de un factor ferroviario,
y comienza su primera novela. “Una obra muy implicada por la historia de
aquellos pastores, por aquel monte, por aquel ambiente de trabajo en el que
entre mis deberes de ingeniero en cierta ocasión tuve que bajar de la soga a un
obrero que se ahorcó porque su mujer le había abandonado.”
Escribió dos, tres y
hasta cuatro veces esa novela, esbozo de “Volverás a Región”, su
consagración literaria. Envió el original a un escritor de Barcelona “que me
respondió negativamente a través de su secretario”. Hizo lo propio,
arropado por algunas recomendaciones, con un editor. “Fue su secretaria la
que me devolvió la novela. Adolecía de falta de diálogo y pocos personajes.
Aquella secretaria me sirvió de mucho, me recomendaba la supresión de
farragosas páginas de descripciones paisajísticas.”
Benet no se
derrumbó –“el desánimo apenas es nada cuando se vive en la montaña leonesa”—y
volvió a escribirla “por sexta o séptima vez y decidí suprimir los diálogos
y media docena de personajes”. Tendría que llegar la intervención de un
amigo, Dionisio Ridruejo, la benevolencia de un par de críticos, para que
“Región” alcanzara el beneplácito de las librerías y hoy presuma en los
escaparates junto a su continuación, “Herrumbrosas lanzas”.
A Benet no le
gusta hablar de Literatura, le apasiona más el trasvase Tajo-Segura que la
generación del 98 y siempre vuelve a Región, a ese microcosmos de “carrilanos”,
de “proletariado migratorio, procedente de la zona de Sanabria, de Orense,
canteros de Pontevedra, que ejercían su profesión de una manera bastante
medieval, la transmitían hereditariamente y la mantenían como una ciencia
secreta. Y el máximo secreto era desobedecer al superior”. Benet presume de haber creado una
categoría laboral de imparidad para acabar con esa dialéctica y cuando le
hablas de la Academia, se convierte en un carrilano más y se refugia en el
secreto. “¿Por qué no nos vamos ya?”
Por Francisco
Correal, Diario 16, 21 de diciembre de 1984
Aún cuando en la última página de este libro se señala que fue escrito entre 1962 y 1964, entre Madrid y el pantano del Porma, en la provincia de León, la historia y los orígenes del mismo distan de ser tan simples y se remontan a algunos años atrás. Lo cierto es que hacia 1951, y bajo el influjo sufrido por la lectura de La rama dorada, comencé a escribir una novela -que terminaría unos años después- en la que se narraban unos cuantos acontecimientos situados en un mismo medio rural (que a falta de una precisa localización geográfica bauticé con el nombre de Región) dominado por la lejana, nocturna y o omnipotente presencia del guarda de una finca, una suerte de vicario en nuestras tierras del guardián del bosque sagrado de Nemi. La novela se titulaba El guarda, y aparte de tal protagonista -que in absentia atormentaba todas sus páginas sin jamás asomar a ellas, sin llegar a ser algo más que una conjetura- por ella desfilaba una bien surtida serie de personajes anormales: una mujer enloquecida por la pérdida de su marido -picado por la curiosidad de atravesar los límites de la finca maldita- a los dos días de su matrimonio; un viejo aristócrata, asesino de perro, lanzado al maquis por despecho; un joven alcoholizado, último vástago de una gran familia, empeñado en transformar su casa en un laberinto cretense del que ya no acertaría a salir y en lo más recóndito del cual cavaría su sepulcro; una tribu de enriquecidos gitanos que poco a poco se va apropiando de toda la comarca gracias a la destilación de un alcohol repugnante y, en fin, el abogado venal que se engaña a sí mismo con sus propias trapacerías. Como fácilmente se comprenderá, todo un muestrario, un museo atiborrado de toscas reproducciones de Lee Goodwi, de Sarey Gamp, de Bertha Mason, de Pechorin, y hasta del pastelero de Madrigal.
A pesar de hallarme bastante seguro acerca de sus virtudes literarias, estaba tan convencido de que no se podía publicar en España que no me molesté en enviar el original a cualquiera de los premios entonces en boga. En cambio, me las arreglé para hacer llegarlo a algunas casas de Sudamérica y Francia, a las que tenía cierto acceso, y al no obtener ninguna respuesta positiva me permití enviarlo directamente por correo al editor de París que entonces me pareciera más alambicado y exigente, José Corti, de la rue de Medicis. Para mi asombro recibí al poco tiempo una breve carta autógrafa que aún hoy me sigue enterneciendo como un modelo de cortesía; no solo el editor demostraba en ella haber leído el manuscrito sino que, sin necesidad de recurrir a los elogios tópicos, hacía gala de toda clase de excusas ante la imposibilidad de encajar en su catálogo un libro semejante. En aquellas fechas ya había terminado ya mi carrera y estaba decidido no solo a ejercerla fuera de Madrid, sino a considerar aquella aventura literaria como el frustrado, cancelado y ocioso empeño de un estudiante descontento y sobrado de tiempo. Pero, con todo, a la hora de hacer las maletas guardé con cuidado todos mis manuscritos -tenía cuatro de cierta entidad- con el propósito de volver a leerlos el día que el olvido me pudiera deparar alguna sorpresa.
No lo volví a ojear hasta 1962, cuando trabajaba en el pantano del Porma. Pero durante ocho años había estado recorriendo una buena parte del noroeste de la península y en cada comarca, en cada tierra, en los arrinconados y podridos burgos y en los quejumbrosos monasterios, había seguido espiando la presencia de aquel guarda maldito, el fundador de la lúgubre dinastía que mantenía a raya tantas extraviadas comunidades sujetas a su depauperada tierra por su propio temor. Semejante experiencia viajera me llevó a aclarar algunas ideas y -antes de abrir las carpetas- a entenebrecer otras que, por demasiado contundentes, se me antojaban inexactas. Entonces llegué a la conclusión de que rara vez la verdad alumbra; o, en otras palabras, que de semejarse a algo es a las tinieblas que se cierran tras el relámpago del error.
En aquella circunstancia encontré tiempo y disposición de ánimo no tanto para volver sobre el texto antiguo cuanto para escribir otro nuevo cuyo parentesco con el primero se limitaba a la personalidad del guarda, a ciertas toponimias y descriptorias locales y a algunas anécdotas de carácter ornamental. De forma que, entre 1962 y 1964, escribí otra novela que titulé La vuelta a Región, apoyada en un trípode (como la Iglesia de Cristo) de patas perfectamente heterogéneas, a saber: el mito del guarda y del bosque prohibido, el desarrollo y las consecuencias de la guerra civil en una comunidad apartada y los desórdenes causados por un pseudomatrimonio frustrado en el corazón de la montaña. Con todo, el texto seguía siendo demasiado extenso, prolijo e impertinente aun cuando un buen número de insolencias habían sido mitigadas y edulcoradas a fin de hacer posible la publicación. Y gozaba de una particularidad, se trataba de un discurso seguido, con muy escasos diálogos y sin otras cesuras que unos cuantos -no muchos- puntos y aparte.
Haciendo uso de los buenos oficios de algunos amigos lo envié a algunas editoriales que por aquellas fechas jugaban al papel de vanguardia, si no literaria, al menos ideológica. No tengo noticia de que despertara la menor atención. En algunos casos traté de facilitar la gestión enviando al asesor de la cas un volumen de relatos que yo ya había publicado a mi costa en 1961 y que, por lo menos en ese aspecto, demostró ser ese embajador de pésimas dotes que tanto echaba de menos Talleyrand. Lo mejor que obtuve fue un par de cartas (bien distintas de la de Corti) firmadas por señoritas que no contentas con dictaminar la imposibilidad de la publicación se recreaban en señalarme los vicios en que yo había incurrido como narrador. "Su novela -decía una- carece de diálogos. No olvide que el público lee casi exclusivamente los diálogos que suelen ser además los mejores exponentes del arte de un novelista". Creo que a principios de 1965 pasé el original a dos amigos, Dionisio Ridruejo y José Suárez Carreño, quienes sorprendidos por algunas de sus páginas insistentemente me animaron a corregirlo y aligerarlo. Recuerdo que al principio me opuse con toda la vehemencia de quien seguro de su obra empero ha llegado al límite de su paciencia con ella; no en balde, entre unas cosas y otras, el texto había sido escrito cuatro veces. Y sin embargo, me decidí a hacerlo por quinta y última, buena prueba de que mi paciencia aún podía aguantar una exigencia más por parte del apetito de gloria. En aquella última transcripción las modificaciones fueron mínimas, suprimí todo un pasaje que resultaba muy dudoso (la historia de un niño que abandonado en un internado de religiosas para entretenerse creaba tal cizaña que toda la comunidad terminaba por morder el polvo o ahorcar los hábitos o caer en brazos de los más abominables pecados), dividí el conjunto en cuatro capítulos y -no pudiendo apartar de la mente la censura de aquella secretaria que tan bien conocía los deberes de un escritor- eliminé todos los diálogos salvo uno. Y sustituí el título por otro un poco más dinámico. En una agenda de 1965, en la entrada correspondiente al día 14 de septiembre, tengo anotado: "Hoy he acabado la transcripción de Volverás a Región. Espero que sea la última". Hallándome en Barcelona un día de aquel verano entregué personalmente el manuscrito en la oficina de recepción de un conocido premio literario, donde fue recibido y registrado con el número 51. Aguardé durante tres meses el fallo, convencido de que si no el premio al menos lograría llamar la atención del Jurado y conseguiría la tan ansiada publicación. Ni conseguí el premio ni el texto logró alinearse entre aquellos veinte más sobresalientes que habían merecido una calificación previa y sobre los que exclusivamente deliberaría el Jurado . No tomé la precaución (porque ignoraba esa triquiñuela) de introducir entre sus páginas un apenas perceptible virgo para deducir luego si había sido desflorado, pero ciertos indicios me llevan a sospechar que nadie lo leyó cabalmente. A partir de entonces mi decepción fue tan supina que decidí no tomarme más molestias con aquella novela que parecía tan maldita como la tierra que describía y a la que ninguna intervención sacaría del marasmo en que había sido engendrada; así que empecé otra nueva.
Un año después, en febrero de 1967, y gracias a la insistencia y capacidad de persuasión de Dionisio Ridruejo, Ediciones Destino se decidió a lanzar al mercado Volverás a Región, con un tiraje muy modesto. Las consecuencias, de muy distinto orden, de semejante decisión no viene al caso; solo diré que para hacerlo posible tuve que sacrificar las últimas impertinencias palmarias. Hacia finales de 1968 el libro llamó la atención de dos personas -Pere Gimferrer y Rafael Conte- que repararon en él cada cual por su lado. Y ahí empezó otra historia.
Para esta segunda edición me he limitado a corregir y subsanar dentro de lo posible unos cuantos errores de dicción demasiado elementales como para ser respetados y a reponer unos pocos hiatos que incomprensiblemente pasaron inadvertidos en 1967.
Juan Benet, Madrid, febrero de 1974
Cómo entré en Región
Me encargaron fotografiar un lugar que no existe: Región,
el territorio mítico creado por Juan Benet. El escritor e
ingeniero desarrolló la mayor parte de su obra en este espacio que la crítica
especializada —y en parte el propio autor— ha situado en León, probablemente en
el Bierzo, pero también en los alrededores del pantano del Porma. Para mí era
un reto materializar a través de la cámara, de mi mirada, un espacio de tan
profunda huella literaria.
Los años que Benet pasó instalado en una caseta situada en
el camino que conducía a la construcción del embalse que él mismo proyectó
fueron decisivos no solo en su carrera como ingeniero, sino también en la
creación, realizada durante las solitarias noches invernales, de la novena
versión, y última, de su obra magna Volverás a Región.
Recorrí el norte de León hasta llegar a la presa que
contiene las aguas del río Porma, conocida como la Presa Juan Benet desde
la muerte del escritor. Aquello era un vergel luminoso, lleno de vida, sin
ninguna relación con aquella Región en la que el autor situó a su personaje más
enigmático: el Numa. La idea de mi proyecto era transitar hasta el presente ese
poso de rudeza, misterio y desorientación que contiene su obra, para de este
modo recrear cómo sería la vida en ese lugar imaginario.
Y mi pregunta era: ¿Cómo entro en Región, si es un lugar que
no existe?
"Salí con la impresión de haber cruzado un oscuro
territorio y, a partir de ahí, me adentré en Región. Allá donde miraba
todo era en blanco y negro"
A través de una portezuela atravesé un muro de hormigón y me
adentré en el laberinto benetiano que compone las tripas de la presa que él
mismo construyó. Las paredes sudaban negrura y se podía sentir la presión de
toneladas de agua en la espalda de la inmensa pared. En las profundidades del
pantano, siete pueblos sumergidos.
Salí con la impresión de haber cruzado un oscuro territorio
y, a partir de ahí, me adentré en Región. Allá donde miraba
todo era en blanco y negro. La luz se tornaba brumosa, tamizada por una neblina
que bajaba por la ladera de la montaña. El ambiente sombrío que estaba buscando
llegó… y comencé a fotografiar.
En Camposolillo, al lado del pantano, se alzaba media
iglesia coronada por un nido de cigüeñas. Alrededor, más ruinas. Este es un
pueblo fantasma que se mantiene en pie para recordarnos que no hay nada seguro.
Tras él, el bosque de Mantua.
Entré por una senda. El camino se volvió impracticable y
oscuro. Allá donde miraba solo veía troncos de altísimos abetos. Encuadré en
horizontal para recoger la masa de madera tupida que formaban los troncos.
Estaba en el territorio del Numa, el guardián que nadie ha visto
pero al que todos temen.
Como una turista acechada, seguí adentrándome en el
laberinto, completamente desorientada. Estaba tan inmersa en Región que
el simple crujido de la hojarasca bajo las botas me espantaba. Apunté con la
cámara hacia las copas de los árboles que se entrelazaban en las alturas
formando un tupido tejido vegetal. Otra foto más.
Fui componiendo un cuerpo narrativo que surgía de un estado
de percepciones irracionales. El bosque cambió de aspecto, se abrió un claro y
entró la luz a chorro. En el cielo, pájaros negros volando en círculos.
Llegué al corazón del bosque y tenía que regresar. El que
ronda la sierra estaba cerca. Al salir, el monte perdió sus árboles. Lejos, en
lo alto de la ladera, desaparecía la figura de un hombre. Encuadré la imagen.
Dos tercios monte, al fondo, el Numa bajo un cielo crepuscular
que se tornaba oscuro y pesado. El día acababa, el sol se adentraba entre
brumas densas que adelantaban la noche. Apagué la cámara.
********
Este proyecto fotográfico forma parte del capítulo «Región»,
escrito por Álvaro Colomer, del libro Regiones Imaginarias, editado
recientemente por Ediciones Menguantes. El volumen recorre regiones míticas de
la literatura universal, como Macondo, Comala, Vigata o Yoknapatawpha, y se
adentra en otras menos conocidas como Malgudi, Umuofia o Babakua. Territorios
vívidos, pero de bordes resbaladizos; lugares que pertenecen al ámbito de la
ficción, pero que, indudablemente, existen más allá de lo imaginado.
"Todos los textos huelen a viaje, pero sus estilos y
registros son muy diversos: crónica periodística y literaria, relato de viaje,
autoficción..."
Faulkner, García Márquez, Rulfo, Benet, Camilleri, Onetti,
Munif, Narayan, Achebe y la misteriosa Lima-Mendes son los creadores originales
de estos lugares míticos. Regiones imaginarias es la búsqueda
de las geografías inventadas por estos grandes autores contemporáneos.
Diez relatos, diez fotografías y diez mapas componen esta
aventura. Todos los textos huelen a viaje, pero sus estilos y registros son muy
diversos: crónica periodística y literaria, relato de viaje, autoficción… Los
autores de estos textos son Chelo Alvarez-Stehle, Álvaro Colomer, Luis
Fernández Zaurín, Bernardo Gutiérrez, Use Lahoz, Gabi Martínez, Valentino
Necco, Elisa Reche, Chika Unigwe y Enrique Vila-Matas.
Cada una de las regiones está también representada con una
imagen realizada en el propio territorio gracias a la mirada de fotógrafos como
Sandra Balsells, Guillermo Barberà, Oscar Bonilla, Rex Miller, Albert Ferrer,
Jaime León, Daniel Loewe, Kim Manresa, Patricia Martisa y Marta Calvo.
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Autor: Varios. Título: Regiones imaginarias. Editorial: Ediciones Menguantes.
Juan Benet y las tertulias por Luis Carandell
Lo primero que quiero decir es que no he encontrado mejor
conversador que Juan Benet. He conocido a grandes contertulios pero ninguno
superaba a Juan Benet en el arte de hablar y en el arte de escuchar. Esta
imagen quizá sorprenda a los lectores de sus novelas. Juan, leído, da la
impresión de ser un hombre ensimismado, secreto, creador de un mundo interior
que se refleja en el desolado paisaje de Región. Esta imagen es exacta pero hay
que añadir que a esta capacidad de introspección, de silencio, podríamos decir,
sumaba él una singular facilidad de comunicarse con los demás. Había deslindado
los dos campos de expresión del ingenio, de manera que, así como hay muchas
personas que cuando escriben parecen que hablan o cuando hablan parece que
escriben, él había trazado una divisoria muy bien limitada entre los dos
reinos. Yo siempre pensaba que, si Juan hubiera escrito como hablaba, habría
sido un escritor mucho más popular de lo que fue, y sus libros se habrían
vendido por millares. Pero él no hacía concesiones en materia literaria.
Abominaba de lo que él llamaba ‘las estampas’, que pertenecían al género menor
del costumbrismo. Solamente un libro suyo se acerca a esta vertiente, digamos,
coloquial de la literatura. Me refiero a Otoño en Madrid hacia 1950.
Cuando lo leo, me parece escucharle hablar, y de hecho, alguno de los textos
que incluye corresponde a una conferencia que dio Benet en un ciclo sobre
Madrid en la Cámara de Comercio.
En este monográfico
se estudia su literatura. A mi me toca hablar de este otro aspecto de la
personalidad literaria de Juan Benet y agradezco a Santos Sanz Villanueva que
haya pensado en esta vertiente, digamos tertuliar, del escritor porque viene a
completar su figura; y que me haya encargado hablar de esto a mí, cuyos únicos
títulos son el de tener alguna idea de lo que es o debería ser una tertulia y
el de haber tenido la suerte de compartir tardes y noches de conversación con
Juan Benet.
Ya saben ustedes lo
que se dice de la tertulia. Que un grupo de personas con unos fines y unos
objetivos puede ser un partido político, un ejército, un club deportivo o un
Ateneo. Mientras que un grupo de personas sin fines ni objetivos de ninguna
clase, es una tertulia. Como institución que es, y no mera costumbre, la
tertulia tiene unas reglas que nunca son escritas pero que tienen fuerza de
ley. Hace falta cierto ánimo constitutivo de la tertulia. No es tertulia la
conversación que surge en un encuentro ocasional, aunque en este caso se
utilice el verbo estar, máxima riqueza del castellano, estar de tertulia, para
definir una situación diferente a la de pertenecer a una tertulia. Hace falta
una regularidad de tiempo y de lugar, tales días a tal hora en tal café. Cuando
la tertulia se celebra en una casa particular se suele hablar preferentemente
de salón y tiene unas reglas muy distintas. Hay otras reglas, con las
que no voy a cansarles. Por ejemplo, la licencia de hablar mal de los ausentes,
norma ésta que ha redundado en el mantenimiento de la institución porque los
contertulios procuran no faltar y son pocos los que abandonan las tertulias
antes de que terminen.
Citaría otras reglas
tertuliares pero voy a fijarme en una que acreditados teóricos consideran
esencial. Y es que la tertulia es una institución para el despilfarro del
ingenio. Ser contertulio exige andar sobrado de ideas, de frases, de anécdotas.
Hay, claro, personas que van a las tertulias a ahorrar. Si se les ocurre una
frase, se la calla, y anotan las de otros pensando en sacarles partido en forma
de artículos de periódicos o programas radiofónicos. Benet era un contertulio
perfecto sobre todo porque era un despilfarrador del ingenio en tertulias y
salones. Y es que andaba sobrado de ese don que es el arte de hablar y de
escuchar. Nórdico en su escritura, podría decirse, era perfectamente meridional
en el cultivo del placer de la conversación. Comprendía que la tertulia es una
de las pocas cosas que quedan en el mundo que no sirven absolutamente para
nada. Y, como persona de talento que era, apreciaba los grandes valores de lo
inútil como más específicamente humanos que los derivados del mundo de la Necesidad.
Ni Juan ni ninguno de
nosotros conocimos la época de oro de las tertulias madrileñas- Una frase de
Valle-Inclán en los últimos meses de su vida, cuando ya estaba gravemente
enfermo, resume muy bien la vocación tertuliar de aquella generación de
escritores y artistas. Un día se lo encontró Ramón Gómez de la Serna por la
calle y le preguntó: “¿Cómo está Vd., don Ramón?”. Valle-Inclán respondió “Ya
ve Vd., del sanatorio al café y del café al sanatorio”. Un contertulio anónimo
de la época aconsejaba a los jóvenes: “En la vida hay que hacer tres grandes
elecciones: estado, profesión y café”. No se concebía la vida, y menos la vida
literaria, sin las tertulias. Así ha venido siendo en España, por lo menos
desde fines del XVIII, cuando la botillería cede el paso al café. La primera
tertulia conocida es la que don Nicolás Fernández de Moratín mantenía, con
Cadalso, Iriarte y otros escritores y políticos en la Fonda de San Sebastián.
En las primeras tertulias se citaba mucho a Tertuliano y de ahí parece derivar
el nombre de la institución. Larra, Espronceda, el duque de Rivas, Ventura de
la Vega se reunían en el café príncipe en lo que se llamaba ya la Tertulia del
Parnasillo. En la Fontana de Oro que describió Galdós había tertulia literarias
y tertulias políticas que degeneraban en mitines perseguidos por la Policía de
Fernando VII.
“Nadie hacía de la botillería una sucursal de su casa”, dice
don Ángel Fernández de los Ríos en su Guía de Madrid. Hubo que esperar
al nacimiento del café. Don Ángel cita cincuenta cafés madrileños con tertulia.
A fines del siglo XIX había arraigado ya definitivamente la costumbre de
sentarse en un café para pasar charlando las horas muertas. Ramón Gómez de la
Serna expresaba con unos versos aposta ripiosos la vocación cafetera de los escritores y artistas españoles. “Yo
me voy a los cafeses/ y me siento en los sofases/ y me alumbran los quinqueses/
con las luces de sus gases”. Poe el Café de Levante, uno de los de mayor
tradición tertuliar, pasaron Picasso, Azorín, Baroja, valle-Inclán, Rubén
Darío, Amado Nervo, Rusiñol, Gutiérrez Solana y otros muchos. El Gato Negro, en
la calle Príncipe, albergaba la tertulia de Benavente a la que iban a menudo
Valle-Inclán y, algunas veces, Juan ramón Jiménez. El Café Nueva Montaña, en la
Puerta dl Sol, entre Alcalá y la Carrera, se hizo famoso por la pelea que allí sostuvieron
valle-Inclán y el periodista Manuel Bueno. Se hablaba al parecer del duelo que
habían concertado un artista portugués y un marqués andaluz después de una
discusión acerca del valor de portugueses y españoles. Valle-Inclán era
partidario del duelo, una institución esencial para su idea del honor
caballeresco. Bueno dijo con sorna que el artista portugués, de nombre Leal da
Cámara, era menor de edad y no había lugar al duelo. Don Ramón se enfureció y
dijo: “¿Cómo sabe Vd. esto majadero?” Bueno empuñó su bastón, Valle un jarro de
agua y se acometieron. Don ramón recibió un bastonazo en la muñeca del Brazo
izquierdo. No le dieron importancia y le hicieron una cura de urgencia. Pero el
gemelo de la camisa se había incrustado en la muñeca y, al poco tiempo, se
declaró la gangrena y tuvieron que amputarle el brazo a Don Ramón. Valle, por
cierto, reaccionó muy bien porque cuando Bueno fue a verle para pedirle perdón,
le dijo: “No se preocupe, Manuel, ese brazo no me servía para nada”. Sobre este
incidente se inventaron en las tertulias numerosas historias acerca de la forma
en que el escritor había perdido el brazo. La más notable acaso la inventó Gómez
de la Serna en su retrato de Valle. Don ramón era un señor feudal arruinado.
Una mañana, su criado se presentaba en el dormitorio de Don Ramón diciéndole
que no tenía nada que echar en el puchero. “Trae el hacha que está en el
zaguán”, dijo Don Ramón. Y se cortó el brazo diciendo: “Toma, para el puchero”.
Es fácil de ilustrar
la relación entre tertulia y literatura, pero también la que media entre
tertulia y filosofía. La Revista de Occidente fue fundada en la tertulia
que Ortega presidia en La Granja del henar. También en un café, el Nuevo Lion
de la calle de Alcalá, frente a Correos, nació la revista Cruz y Raya,
dirigida por José Bergamín. A Nuevo Lion y a la Cervecería de Correos iban muchos
de os poetas y escritores de la Generación del 27. Pero quizás la más famosa
tertulia que ha tenido el Madrid del primer tercio de siglo fue la Sagrada
Cripta de Pombo como la bautizó su fundador Ramón Gómez de la Serna. Sobre esta
tertulia escribió su creador un precioso libro. Y aún queda mucho por escribir
acerca de lo que Pombo supuso para la vanguardia literaria española. Se cerró
en el 36, cuando Ramón se marchó definitivamente a Buenos Aires y le dijo a su
mujer, Luisa Sofovich: “Voy a tener que cerrar Pombo porque parece que los
españoles quieren matarse unos a otros”. Aún hubo un intento de reabrir la
Sagrada cripta. Fracasó porque empezaron a leerse allí poesías patrióticas.
Cuando Ramón volvió a España para una breve estancia en 1949, todavía se
celebró en Pombo una tertulia de despedida y Ramón recomendó a sus seguidores
que no intentaran resucitarla, lo que además venía avalado por el anuncio del
cierre del local.
A la tertulia del Nuevo Lion acudía a mediados de los años
cincuenta Juan Benet, junto con otros escritores de la época como Luís
Martín-Santos, Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio y otros.
Antonio Rodríguez Moñino, que acudía a esta tertulia, había fundado la Revista
Española, una publicación que entonces no se vendía pero que ahora es
buscadísima por los especialistas de la literatura de aquellos años. Creo que
benet publicó en la revista algún texto suyo, si no me equivoco, una pieza
teatral titulada “Max”. También frecuentaba Benet la tertulia de Gambrinus,
llamada la “universidad libre de Gambrinus”, que se reunía a las horas de la
tarde en el restaurante alemán que allí tenía su sede. Allí se leían textos y
libros, y contertulios habituales eran José Antonio Llardent, librero y editor,
Eva Forest, Víctor Sánchez de Zabala, Miguel Sánchez Mazas, Ferlosio, Luís
Martín-Santos, Carmen Martín Gaite y algunos otros. Por la misma época estaba
también la tertulia del Café Comercial, con Aldecoa, Eusebio García Luengo,
José M. de Quinto, Rafael Sánchez Ferlosio…
Y había más sitios porque estaban los bajos de La Elipa,
junto a la iglesia de San José, en Alcalá, donde solía escribir Jardiel Poncela
desde que le cerraron el Café Castilla; el Teide, donde César Ruano escribía
sus artículos y al que acudía también Juan Benet con Pepín Bello,
-superviviente de la residencia de Estudiantes-, Fernando Chueca y Alberto
Machimbarrena y el bar del Ateneo, por el que pasó la mayoría de los escritores
e intelectuales de la época, lo mismo que los de generaciones anteriores habían
pasado por la Cacharrería. En los últimos años, Benet frecuentaba la tertulia
de los sábados de “José Luís”, a la que acudía Javier Pradera, Elías Querejeta,
Jesús Aguirre y Juan García Hortelano.
En su relato “El Madrid de Eloy”, Juan Benet habla de
las tertulias con varios amigos, entre ellos Martín-Santos, celebrada en Cock,
en la calle de la Reina y de los extraños personajes que aparecían por el
local. Como un caballero que fumaba en boquilla y escribía constantemente. Un
día, dejó de llenar cuartillas y se acercó a la mesa de Benet para intervenir en
una discusión sobre los sistemas filosóficos. Y se presentó diciendo que era el
profesor Félix de la Fuente, “el único español que ha logrado construir su
propio sistema filosófico”. Lo había bautizado como el ”absoluto relativismo”.
En la tertulia, don Félix de la Fuente había dado algunos barruntos de su
teoría. Según noticias que les llegaron, Benet y sus amigos supieron que
el profesor de la Fuente había desarrollado su teoría en una conferencia en Valladolid.
Entre otras cosas había dicho, y reproduzco aquí el párrafo de Benet, el
profesor de la Fuente: “Para que ustedes, sin duda ignorantes de los principios
de la ciencia moderna, alcancen las basas de tal sistema de absoluto
relativismo, nada mejor que empezar con un ejemplo de fácil comprensión:
imaginen ustedes, señoras y caballeros, un hombre dotado con un miembro viril
de aquí a Madrid. Todos ustedes exclamarán al unísono. ¡Vaya verga!”. Parece
que cerca de la mitad de la audiencia abandonó la sala. Pero el profesor
prosiguió. “Ahora bien, imaginen que el tal caballero tuviera una estatura como
de aquí a la luna. Estoy seguro que no vacilarían ustedes en exclamar: ¡Menudo
desmingado!” Parece ser, dice Benet, que allí concluyó la disertación del
profesor de la Fuente sobre el absoluto relativismo.
Juan Benet
hablaba también de otro personaje, Mariano, quien en su juventud había tenido
en París amores con una dama que a su vez los había tenido con un aplicado
estudiante italiano que, con el tiempo, había llegado al pontificado. Parece
que don Mariano robó a su amante un paquete de cartas del ahora Papa y, una vez
llegado a España, se personaba a principios de cada mes en la Nunciatura con un
juego de fotocopias de las cartas para recibir de un secretario, sin pasar al
Zaguán, una módica cantidad que le permitía seguir viviendo.
Otro personaje del que habla Juan Benet en el texto “Barojiana”,
incluido asimismo en Otoño en Madrid hacia 1950, es don Gonzalo Gil
Delgado, a quien conoció en la tertulia de don Pío Baroja en la calle Ruíz de
Alarcón.
De joven, don Gonzalo, un personaje valleinclanesco, se
había dedicado a la caza de fieras africanas que vendía a los más importantes zoológicos
del mundo. Un día confesó que el negocio se vino abajo como consecuencia de
haberse asociado con un sujeto que fabricaba monos mecánicos. Los monos
mecánicos eran más caros que los vivos, pero compensaban a los zoos porque
requerían menos cuidados que éstos. Los contertulios le pedían explicaciones
acerca de cómo se fabricaban los monos mecánicos, cómo surgían, si había que
darles cuerda o no. Pero don Gonzalo Gil Delgado se limitaba a mover la cabeza
tristemente y a decir: “un desastre, un desastre”.
En alguna ocasión don Gonzalo había confesado a sus
contertulios que, cuando hacía mucho frío, se metía en la iglesia de Los
Jerónimos, ya calefactada. Y habiendo comprobado que los confesionarios estaban
a más alta temperatura que la nave, se metía en uno de ellos. Y comentaba: “Hoy
una vieja me ha dicho tal sarta de suciedades que he estado a punto de negarle
la absolución”.
Un día se presentó en la tertulia de don Pío, que era
totalmente abierta, cualquiera podía ir incluso sin conocer a nadie de la casa,
el obispo auxiliar de Madrid Alcalá. Hubo un silencio embarazoso. Nadie sabía
qué decir. Y lo resolvió don Gonzalo levantándose ceremoniosamente y diciendo: “Con
permiso del señor obispo me voy a comer un higo”.
Escribe Juan Benet que en la tertulia de la casa de Baroja “no
se hablaba de cosas del otro mundo ni se hacía gala de gran sabiduría y la
mejor lección que se podía obtener de la tertulia era la falta de respeto hacia
muchas cosas”.
A su condición de gran escritor unía Benet la de gran
contertulio, la de gran conversador y, podríamos decir, narrador oral. Y creo
que este reconocimiento sirve para completar su personalidad literaria.
Revista La Página, nº 30
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“La tertulia de los Juanes, en José Luis”, 1997 obra de Eugenio Benet
EL FRISO Y EL REDONDEL, por Francisco Calvo Serraller
En su célebre
estudio histórico sobre esa peculiar derivación del retrato de grupo, que se
conoce con el termino inglés de Conversation
Pieces, Mario Praz analiza antecedentes remotos, aunque reconoce que la
configuración de este genero como tal se remonta, en primer término, a la
pintura holandesa del siglo XVII, con sus pletóricos grupos de cofrades
burgueses mirando, corporativamente satisfechos, como quien dice, a la cámara -
la cámara oscura de la que se valía el realismo óptico holandés - para alcanzar
su cénit, forma y contenido, en la pintura británica del siglo XVIII, momento
en que dicho genero se definió como una suerte de conversación en grupo
familiar o en términos semejantes de cordialidad íntima. Entre las
características que Praz enuncia como determinantes para identificar un retrato
grupal como tal Conversation Piece están las siguientes: 1. Dos o más
personas identificables; 2. Ambiente de fondo que representa el hábitat de la
familia o del grupo; 3. Cualquier gesto que indique conversación o comunicación
de cualquier tipo; 4. Intimidad, no oficialidad o función pública.
En
todo caso, resulta curioso que, en España a diferencia de otros países
europeos, no haya hasta muy tarde, salvo alguna excepción memorable, como
probablemente Las Meninas,
cuadros de conversación, y, por ello, tampoco exista un reconocimiento de los
tales en nuestra literatura artística. Eso no quita el que, si bien fuera del
ámbito de la pintura, tengamos un término específico para definir la situación:
el de tertulia. De hecho la traducción más exacta del termino Conversation Piece sería el de cuadro o
escena de tertulia.
Toda esta
somera precisión histórica acerca del género es para contextualizar, como es
debido, el cuadro que ha pintado Eugenio Benet con una tertulia madrileña,
activa desde aproximadamente los mismos años transcurridos desde la transición
democrática española, y entre cuyos componentes hubo, en un determinado
momento, algunos muy importantes escritores de nuestro país hoy desaparecidos,
como Juan Benet y Juan García Hortelano , pero también otra serie de
intelectuales, políticos y profesionales. Quiero decir que todos ellos son
personas identificables, aunque, más allá de la importancia que cada cual
pudiera tener, no están reunidos por motivos oficiales o de función pública,
sino por el hecho simple y amistoso de reunirse para charlar. Forman entonces un
genuino grupo de tertulia y cumplen los requisitos para formar parte de un
cuadro de conversación. Por lo demás, el hábitat familiar de fondo, que también
demandara Praz para caracterizar el género, es el propio y tradicional de este
tipo de reuniones en España: el café o su más polivalente derivado actual. En
el caso que nos ocupa, y en el momento en que se inspira para hacer el cuadro
de la tertulia Eugenio Benet, se trata del local público “José Luis”.
Las tertulias y
su correspondiente representación artística comenzaron a generalizarse tan
tarde como la implantación histórica de un sistema político de libertades, que,
en España, se demoró hasta la década de 1830. Hay algún precedente anterior, de
nuestra precaria ilustración, como, sobre todo, el maravilloso de La familia del infante don Luis, de
Goya, además del ya citado de Velázquez. En todo caso, la costumbre y su
plasmación pictórica se formaliza en España durante el XIX y llega a su
apoteosis entre el fin de siglo pasado y la guerra civil. Durante este tiempo,
y entre todo lo pintado al respecto, hubo, sin embargo, una obra, cuya
singularidad fue tal que prácticamente se convirtió en el prototipo máximo de
la forma española de entender el género: La tertulia del Café de Pombo, de José
Gutiérrez Solana.
Su cita aquí
es, por tanto, fundamental, ya que ha de servir como punto de referencia y
contraste con la que ahora ha realizado Eugenio Benet. Aclaremos que lo que se
ha de contrastar no es ni las respectivas calidades de cada uno de los cuadros,
ni los personajes que protagonizan ninguna de las dos tertulias, lo que, entre
otras cosas, seria un absurdo anacronismo, sino exactamente lo que Praz
denomino hábitat y lo que cada hábitat tiene de atmósfera en el mas
amplio sentido del término. También lo que, de manera muy libre, podríamos
llamar forma del encuadre.
Desde esta
perspectiva, hay, por de pronto, un contraste contundente entre la negrura y la
transparencia de cada una de las tertulias pintadas. Negrura del Pombo de
Solana de múltiples significados: la de interior cerrado, la del hieratismo de
los personajes, la del uniforme negro que todos portan y, en fin, la del
abetunado barniz que tiene como destino natural el opacarse. El negro de
Solana, vamos, es un negro que, además, se ennegrece, que busca el negro
absoluto como su lógico final. Los pombianos se representan así como una
alineación de espectros o ánimas negras fantasmales.
El negro de la
tertulia pombiana es, además, un negro reduplicativo, pues a ello ayuda el
único recurso cristalino, el del gran espejo horizontal que guarda las espaldas
del amistoso grupo, todo el trajeado en negro, a la funerala, como ya señalara
Baudelaire que se estilaba en la formal y muy moderna burguesía. Este recurso
especular se pierde en la noche de los tiempos de la pintura occidental, cuyo
primer orate doctrinario, L. B. Alberti, ya señaló que el pintor era cual un
Narciso atrapado por su reflejo en la fuente. Sea como sea, el espejo pombiano
es un homenaje que rinde Solana a Manet, el autor de Bar del Folies Bergère , pintado en 1881, el año en que nace
Picasso, y cuya imagen reflejada introduce un bombardeo luminoso de globos y
arañas que multiplica el espacio del fondo, atestado por una bulliciosa
multitud. Lo que refleja el espejo de Solana es, no obstante, bien distinto:
apenas la sugerencia de un espacio de fondo muy limitado y que se viene encima,
casi una excusa para dar cuenta de una triste pareja de ancianos. Lo que digo:
negro sobre negro, negro claustrofóbico.
Lo primero y
comparativamente más chocante en el cuadro o en el encuadre de Eugenio Benet no
es sólo su composición misma -un círculo inscrito en un rombo, que es como si
el circulo fuera lanceolado, y, en cualquier caso, lo que podríamos definir
como un espacio atravesado por una diagonal que lo dinamiza-, sino que lo
cristalino, que circunda el ámbito habitable se abre por completo al espacio
urbano exterior: no refleja o reduplica el interior, sino que transparenta una
calle de radiante luminosidad, cuya vibración blanca ha de ser atenuada por
unos visillos. En esto hay, por de pronto, dos actitudes contrapuestas: la
decimonónica de encerrarse, frente a la de nuestro siglo, que se abre al
exterior, que suprime el muro.
En los 77 años
que separan los cuadros de Solana y Benet, también parece muy rotundo un cambio
sociológico: la desaparición del negro. La España de Eugenio Benet no tiene ya
que ver, o habría que rebuscarlo, con la España negra de Solana. Es una mera
cuestión de luz y transparencia: una cuestión de que quizá ya no tiene sentido
encerrarse. También en este terreno de las actitudes, que ha sido en la
sempiterna formal España, se acusa el contraste entre la uniformidad y la
formalidad de los contertulios pombianos frente a lo diverso e informal de los
contertulios de “José Luis”.
Hierático friso
corrido o rueda, podríamos seguir contraponiendo la divergente disposición de
ambos cuadros a través de otros detalles. En vez de ello, no quisiera terminar
este breve conjunto de sugerencias sin hacer justo lo contrario; esto es:
señalando algunos puntos en común. La tertulia pombiana está dominada, sin
discusión, por Ramón Gómez de la Serna, que está en pie y en actitud de usar la
palabra, algo que hace con contundencia, como se corrobora con el gesto de su
mano derecha que da la impresión de golpear la mesa. El papel de Ramón, en la
tertulia de “José Luis”, está repartido entre Juan García Hortelano, también en
pie y fuera del círculo, pero como figura tutelar más que propiamente
dominante, y Juan Benet, sentado, pero cuyo gesto es conminatorio, dejando
claro que es quien lleva la voz cantante. Los contertulios de ambas se dividen
por igual en aparentar, los unos, que escuchan al oráculo, mientras, los otros,
descaradamente miran a la cámara. Existe un reparto de papeles. De todas
formas, la alineación horizontal de Solana propende al hieratismo. Tiene algo
de catedralicia y, si se me apura, hasta el estatismo jerarquizado de los
egipcios. Es un nicho con figuras. La circular de Benet ofrece un mas versátil
juego de correspondencias radiales, un orden homogéneo que impide la jerarquía.
Es un orden, por así decirlo, más danzarín. Este orden circular da la clave del
porqué, completando el recorrido, no sólo se organizan los contertulios
alrededor de las mesas redondas, sino que, de hecho, pensando en la esfera de
un reloj, las doce, la figura de Juan Benet, está tan de frente, como las seis,
la figura de Pedro Moreno, mientras que el resto se van acompasadamente
girando. Claro que este círculo de amistad tiene también su cometa: el rostro
bifronte de Jesús Aguirre que atraviesa transversalmente la escena en un
auténtico sí es-no es. Al fin, ritmo y luz, el realismo y la realidad de
Eugenio Benet representa, quién podría dudarlo, a España, pero no a la España
negra. Así están las cosas conversacionales en España y no es improductivo
echarles una ojeada a través de imágenes, por las que no pasa el tiempo, porque
lo fijan.
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Una deuda arrastrada mucho tiempo antes de la muerte de mi padre
es la culpable de la exposición cuyas obras, aunque no en su totalidad, recoge
este catálogo. En el año 87 don Juan y unos cuantos amigos -aquellos con los
que se reunía prácticamente todos los sábados en una tertulia que les ocupaba
desde antes de comer hasta bien entrada la tarde- me animaron, medio en broma
medio en serio, a pintar un retrato del grupo. Para ello realizaron un encargo
en el cual lo menos formal, aparte de quién escribe estas líneas, era la falta
de plazo para su realización. Amparándome inconscientemente en esta
circunstancia y con la poderosa razón de fondo del abismo que separa el
carácter y el estilo de mi pintura con los necesarios para llevar a buen
término el encargo, este fue dilatándose en el tiempo de tal manera que el
cuadro ha tardado una década en verse acabado, no por minuciosidad sino por
inconstancia (no recuerdo, salvo en los dos últimos años, haber trabajado en él
más de un mes seguido). Así, la pérdida de don Juan, que se sumaba a la del
otro Juan de la tertulia, no vino sino a multiplicar un sentimiento de deuda -para
con la tertulia y para con el cuadro- que había anidado en mi hacía ya tiempo.
Cuando terminé La tertulia de los Juanes, en José Luis pensé, a bote
pronto, hacer una exposición monotemática con el cuadro, acompañándolo de los
estudios y fotografías que me sirvieron para hacerlo, antes de caer en la
cuenta de la oportunidad de aprovechar la presentación del cuadro para rendir
un homenaje más profundo a Juan Benet. Así, decidí aprovechar lo que sería su
70 cumpleaños para reunir en una exposición los frutos de la longeva afición
plástica culpable en última instancia de la existencia del cuadro ya que fue
don Juan el que, siendo yo niño, animó y alimentó una vocación de la que me
responsabilicé sólo cuando acabó mi adolescencia. Decidido a homenajear la
afición plástica de don Juan hube de involucrar a todos los amigos que
disfrutan de sus obras en casa, recopilando una gran cantidad de piezas que, sumadas
a la colección que conservamos sus hijos, superaba con creces la capacidad de
la magnífica sala que el Colegio de Ingenieros puso, entusiasmado, a mi
disposición y, en consecuencia, he optado por mostrar sobre todo su obra
pictórica en detrimento de la gráfica pero sin renunciar a colgar el mayor
número posible de obras. Quiero agradecer a todos los propietarios las
facilidades que me han dado y las muestras del cariño hacia la figura de mi
padre que, originado mucho tiempo atrás, mantienen todavía vigente; al Colegio
de Ingenieros la buena acogida del proyecto; a
Eugenio Benet