sábado, 31 de agosto de 2024

Juan Benet y las tertulias, por Luis Carandell

 

                       Juan Benet y las tertulias por Luis Carandell

 

 Lo primero que quiero decir es que no he encontrado mejor conversador que Juan Benet. He conocido a grandes contertulios pero ninguno superaba a Juan Benet en el arte de hablar y en el arte de escuchar. Esta imagen quizá sorprenda a los lectores de sus novelas. Juan, leído, da la impresión de ser un hombre ensimismado, secreto, creador de un mundo interior que se refleja en el desolado paisaje de Región. Esta imagen es exacta pero hay que añadir que a esta capacidad de introspección, de silencio, podríamos decir, sumaba él una singular facilidad de comunicarse con los demás. Había deslindado los dos campos de expresión del ingenio, de manera que, así como hay muchas personas que cuando escriben parecen que hablan o cuando hablan parece que escriben, él había trazado una divisoria muy bien limitada entre los dos reinos. Yo siempre pensaba que, si Juan hubiera escrito como hablaba, habría sido un escritor mucho más popular de lo que fue, y sus libros se habrían vendido por millares. Pero él no hacía concesiones en materia literaria. Abominaba de lo que él llamaba ‘las estampas’, que pertenecían al género menor del costumbrismo. Solamente un libro suyo se acerca a esta vertiente, digamos, coloquial de la literatura. Me refiero a Otoño en Madrid hacia 1950. Cuando lo leo, me parece escucharle hablar, y de hecho, alguno de los textos que incluye corresponde a una conferencia que dio Benet en un ciclo sobre Madrid en la Cámara de Comercio.

 En este monográfico se estudia su literatura. A mi me toca hablar de este otro aspecto de la personalidad literaria de Juan Benet y agradezco a Santos Sanz Villanueva que haya pensado en esta vertiente, digamos tertuliar, del escritor porque viene a completar su figura; y que me haya encargado hablar de esto a mí, cuyos únicos títulos son el de tener alguna idea de lo que es o debería ser una tertulia y el de haber tenido la suerte de compartir tardes y noches de conversación con Juan Benet.

  Ya saben ustedes lo que se dice de la tertulia. Que un grupo de personas con unos fines y unos objetivos puede ser un partido político, un ejército, un club deportivo o un Ateneo. Mientras que un grupo de personas sin fines ni objetivos de ninguna clase, es una tertulia. Como institución que es, y no mera costumbre, la tertulia tiene unas reglas que nunca son escritas pero que tienen fuerza de ley. Hace falta cierto ánimo constitutivo de la tertulia. No es tertulia la conversación que surge en un encuentro ocasional, aunque en este caso se utilice el verbo estar, máxima riqueza del castellano, estar de tertulia, para definir una situación diferente a la de pertenecer a una tertulia. Hace falta una regularidad de tiempo y de lugar, tales días a tal hora en tal café. Cuando la tertulia se celebra en una casa particular se suele hablar preferentemente de salón y tiene unas reglas muy distintas. Hay otras reglas, con las que no voy a cansarles. Por ejemplo, la licencia de hablar mal de los ausentes, norma ésta que ha redundado en el mantenimiento de la institución porque los contertulios procuran no faltar y son pocos los que abandonan las tertulias antes de que terminen.

  Citaría otras reglas tertuliares pero voy a fijarme en una que acreditados teóricos consideran esencial. Y es que la tertulia es una institución para el despilfarro del ingenio. Ser contertulio exige andar sobrado de ideas, de frases, de anécdotas. Hay, claro, personas que van a las tertulias a ahorrar. Si se les ocurre una frase, se la calla, y anotan las de otros pensando en sacarles partido en forma de artículos de periódicos o programas radiofónicos. Benet era un contertulio perfecto sobre todo porque era un despilfarrador del ingenio en tertulias y salones. Y es que andaba sobrado de ese don que es el arte de hablar y de escuchar. Nórdico en su escritura, podría decirse, era perfectamente meridional en el cultivo del placer de la conversación. Comprendía que la tertulia es una de las pocas cosas que quedan en el mundo que no sirven absolutamente para nada. Y, como persona de talento que era, apreciaba los grandes valores de lo inútil como más específicamente humanos que los derivados del mundo de la Necesidad.

 Ni Juan ni ninguno de nosotros conocimos la época de oro de las tertulias madrileñas- Una frase de Valle-Inclán en los últimos meses de su vida, cuando ya estaba gravemente enfermo, resume muy bien la vocación tertuliar de aquella generación de escritores y artistas. Un día se lo encontró Ramón Gómez de la Serna por la calle y le preguntó: “¿Cómo está Vd., don Ramón?”. Valle-Inclán respondió “Ya ve Vd., del sanatorio al café y del café al sanatorio”. Un contertulio anónimo de la época aconsejaba a los jóvenes: “En la vida hay que hacer tres grandes elecciones: estado, profesión y café”. No se concebía la vida, y menos la vida literaria, sin las tertulias. Así ha venido siendo en España, por lo menos desde fines del XVIII, cuando la botillería cede el paso al café. La primera tertulia conocida es la que don Nicolás Fernández de Moratín mantenía, con Cadalso, Iriarte y otros escritores y políticos en la Fonda de San Sebastián. En las primeras tertulias se citaba mucho a Tertuliano y de ahí parece derivar el nombre de la institución. Larra, Espronceda, el duque de Rivas, Ventura de la Vega se reunían en el café príncipe en lo que se llamaba ya la Tertulia del Parnasillo. En la Fontana de Oro que describió Galdós había tertulia literarias y tertulias políticas que degeneraban en mitines perseguidos por la Policía de Fernando VII.

“Nadie hacía de la botillería una sucursal de su casa”, dice don Ángel Fernández de los Ríos en su Guía de Madrid. Hubo que esperar al nacimiento del café. Don Ángel cita cincuenta cafés madrileños con tertulia. A fines del siglo XIX había arraigado ya definitivamente la costumbre de sentarse en un café para pasar charlando las horas muertas. Ramón Gómez de la Serna expresaba con unos versos aposta ripiosos la vocación cafetera  de los escritores y artistas españoles. “Yo me voy a los cafeses/ y me siento en los sofases/ y me alumbran los quinqueses/ con las luces de sus gases”. Poe el Café de Levante, uno de los de mayor tradición tertuliar, pasaron Picasso, Azorín, Baroja, valle-Inclán, Rubén Darío, Amado Nervo, Rusiñol, Gutiérrez Solana y otros muchos. El Gato Negro, en la calle Príncipe, albergaba la tertulia de Benavente a la que iban a menudo Valle-Inclán y, algunas veces, Juan ramón Jiménez. El Café Nueva Montaña, en la Puerta dl Sol, entre Alcalá y la Carrera, se hizo famoso por la pelea que allí sostuvieron valle-Inclán y el periodista Manuel Bueno. Se hablaba al parecer del duelo que habían concertado un artista portugués y un marqués andaluz después de una discusión acerca del valor de portugueses y españoles. Valle-Inclán era partidario del duelo, una institución esencial para su idea del honor caballeresco. Bueno dijo con sorna que el artista portugués, de nombre Leal da Cámara, era menor de edad y no había lugar al duelo. Don Ramón se enfureció y dijo: “¿Cómo sabe Vd. esto majadero?” Bueno empuñó su bastón, Valle un jarro de agua y se acometieron. Don ramón recibió un bastonazo en la muñeca del Brazo izquierdo. No le dieron importancia y le hicieron una cura de urgencia. Pero el gemelo de la camisa se había incrustado en la muñeca y, al poco tiempo, se declaró la gangrena y tuvieron que amputarle el brazo a Don Ramón. Valle, por cierto, reaccionó muy bien porque cuando Bueno fue a verle para pedirle perdón, le dijo: “No se preocupe, Manuel, ese brazo no me servía para nada”. Sobre este incidente se inventaron en las tertulias numerosas historias acerca de la forma en que el escritor había perdido el brazo. La más notable acaso la inventó Gómez de la Serna en su retrato de Valle. Don ramón era un señor feudal arruinado. Una mañana, su criado se presentaba en el dormitorio de Don Ramón diciéndole que no tenía nada que echar en el puchero. “Trae el hacha que está en el zaguán”, dijo Don Ramón. Y se cortó el brazo diciendo: “Toma, para el puchero”.

 Es fácil de ilustrar la relación entre tertulia y literatura, pero también la que media entre tertulia y filosofía. La Revista de Occidente fue fundada en la tertulia que Ortega presidia en La Granja del henar. También en un café, el Nuevo Lion de la calle de Alcalá, frente a Correos, nació la revista Cruz y Raya, dirigida por José Bergamín. A Nuevo Lion y a la Cervecería de Correos iban muchos de os poetas y escritores de la Generación del 27. Pero quizás la más famosa tertulia que ha tenido el Madrid del primer tercio de siglo fue la Sagrada Cripta de Pombo como la bautizó su fundador Ramón Gómez de la Serna. Sobre esta tertulia escribió su creador un precioso libro. Y aún queda mucho por escribir acerca de lo que Pombo supuso para la vanguardia literaria española. Se cerró en el 36, cuando Ramón se marchó definitivamente a Buenos Aires y le dijo a su mujer, Luisa Sofovich: “Voy a tener que cerrar Pombo porque parece que los españoles quieren matarse unos a otros”. Aún hubo un intento de reabrir la Sagrada cripta. Fracasó porque empezaron a leerse allí poesías patrióticas. Cuando Ramón volvió a España para una breve estancia en 1949, todavía se celebró en Pombo una tertulia de despedida y Ramón recomendó a sus seguidores que no intentaran resucitarla, lo que además venía avalado por el anuncio del cierre del local.

A la tertulia del Nuevo Lion acudía a mediados de los años cincuenta Juan Benet, junto con otros escritores de la época como Luís Martín-Santos, Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio y otros. Antonio Rodríguez Moñino, que acudía a esta tertulia, había fundado la Revista Española, una publicación que entonces no se vendía pero que ahora es buscadísima por los especialistas de la literatura de aquellos años. Creo que benet publicó en la revista algún texto suyo, si no me equivoco, una pieza teatral titulada “Max”. También frecuentaba Benet la tertulia de Gambrinus, llamada la “universidad libre de Gambrinus”, que se reunía a las horas de la tarde en el restaurante alemán que allí tenía su sede. Allí se leían textos y libros, y contertulios habituales eran José Antonio Llardent, librero y editor, Eva Forest, Víctor Sánchez de Zabala, Miguel Sánchez Mazas, Ferlosio, Luís Martín-Santos, Carmen Martín Gaite y algunos otros. Por la misma época estaba también la tertulia del Café Comercial, con Aldecoa, Eusebio García Luengo, José M. de Quinto, Rafael Sánchez Ferlosio…

Y había más sitios porque estaban los bajos de La Elipa, junto a la iglesia de San José, en Alcalá, donde solía escribir Jardiel Poncela desde que le cerraron el Café Castilla; el Teide, donde César Ruano escribía sus artículos y al que acudía también Juan Benet con Pepín Bello, -superviviente de la residencia de Estudiantes-, Fernando Chueca y Alberto Machimbarrena y el bar del Ateneo, por el que pasó la mayoría de los escritores e intelectuales de la época, lo mismo que los de generaciones anteriores habían pasado por la Cacharrería. En los últimos años, Benet frecuentaba la tertulia de los sábados de “José Luís”, a la que acudía Javier Pradera, Elías Querejeta, Jesús Aguirre y Juan García Hortelano.

En su relato “El Madrid de Eloy”, Juan Benet habla de las tertulias con varios amigos, entre ellos Martín-Santos, celebrada en Cock, en la calle de la Reina y de los extraños personajes que aparecían por el local. Como un caballero que fumaba en boquilla y escribía constantemente. Un día, dejó de llenar cuartillas y se acercó a la mesa de Benet para intervenir en una discusión sobre los sistemas filosóficos. Y se presentó diciendo que era el profesor Félix de la Fuente, “el único español que ha logrado construir su propio sistema filosófico”. Lo había bautizado como el ”absoluto relativismo”. En la tertulia, don Félix de la Fuente había dado algunos barruntos de su teoría. Según noticias que les llegaron, Benet y sus amigos supieron que el profesor de la Fuente había desarrollado su teoría en una conferencia en Valladolid. Entre otras cosas había dicho, y reproduzco aquí el párrafo de Benet, el profesor de la Fuente: “Para que ustedes, sin duda ignorantes de los principios de la ciencia moderna, alcancen las basas de tal sistema de absoluto relativismo, nada mejor que empezar con un ejemplo de fácil comprensión: imaginen ustedes, señoras y caballeros, un hombre dotado con un miembro viril de aquí a Madrid. Todos ustedes exclamarán al unísono. ¡Vaya verga!”. Parece que cerca de la mitad de la audiencia abandonó la sala. Pero el profesor prosiguió. “Ahora bien, imaginen que el tal caballero tuviera una estatura como de aquí a la luna. Estoy seguro que no vacilarían ustedes en exclamar: ¡Menudo desmingado!” Parece ser, dice Benet, que allí concluyó la disertación del profesor de la Fuente sobre el absoluto relativismo.

 Juan Benet hablaba también de otro personaje, Mariano, quien en su juventud había tenido en París amores con una dama que a su vez los había tenido con un aplicado estudiante italiano que, con el tiempo, había llegado al pontificado. Parece que don Mariano robó a su amante un paquete de cartas del ahora Papa y, una vez llegado a España, se personaba a principios de cada mes en la Nunciatura con un juego de fotocopias de las cartas para recibir de un secretario, sin pasar al Zaguán, una módica cantidad que le permitía seguir viviendo.

Otro personaje del que habla Juan Benet en el texto “Barojiana”, incluido asimismo en Otoño en Madrid hacia 1950, es don Gonzalo Gil Delgado, a quien conoció en la tertulia de don Pío Baroja en la calle Ruíz de Alarcón.

De joven, don Gonzalo, un personaje valleinclanesco, se había dedicado a la caza de fieras africanas que vendía a los más importantes zoológicos del mundo. Un día confesó que el negocio se vino abajo como consecuencia de haberse asociado con un sujeto que fabricaba monos mecánicos. Los monos mecánicos eran más caros que los vivos, pero compensaban a los zoos porque requerían menos cuidados que éstos. Los contertulios le pedían explicaciones acerca de cómo se fabricaban los monos mecánicos, cómo surgían, si había que darles cuerda o no. Pero don Gonzalo Gil Delgado se limitaba a mover la cabeza tristemente y a decir: “un desastre, un desastre”.

En alguna ocasión don Gonzalo había confesado a sus contertulios que, cuando hacía mucho frío, se metía en la iglesia de Los Jerónimos, ya calefactada. Y habiendo comprobado que los confesionarios estaban a más alta temperatura que la nave, se metía en uno de ellos. Y comentaba: “Hoy una vieja me ha dicho tal sarta de suciedades que he estado a punto de negarle la absolución”.

Un día se presentó en la tertulia de don Pío, que era totalmente abierta, cualquiera podía ir incluso sin conocer a nadie de la casa, el obispo auxiliar de Madrid Alcalá. Hubo un silencio embarazoso. Nadie sabía qué decir. Y lo resolvió don Gonzalo levantándose ceremoniosamente y diciendo: “Con permiso del señor obispo me voy a comer un higo”.

Escribe Juan Benet que en la tertulia de la casa de Baroja “no se hablaba de cosas del otro mundo ni se hacía gala de gran sabiduría y la mejor lección que se podía obtener de la tertulia era la falta de respeto hacia muchas cosas”.

A su condición de gran escritor unía Benet la de gran contertulio, la de gran conversador y, podríamos decir, narrador oral. Y creo que este reconocimiento sirve para completar su personalidad literaria.

                                                             Revista La Página, nº 30


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                    “La tertulia de los Juanes, en José Luis”, 1997  obra de Eugenio Benet

 Técnica mixta sobre tela 225 x 130 cm.




                                         


                      

EL FRISO Y EL REDONDEL, por Francisco Calvo Serraller

 

En su célebre estudio histórico sobre esa peculiar derivación del retrato de grupo, que se conoce con el termino inglés de Conversation Pieces, Mario Praz analiza antecedentes remotos, aunque reconoce que la configuración de este genero como tal se remonta, en primer término, a la pintura holandesa del siglo XVII, con sus pletóricos grupos de cofrades burgueses mirando, corporativamente satisfechos, como quien dice, a la cámara - la cámara oscura de la que se valía el realismo óptico holandés - para alcanzar su cénit, forma y contenido, en la pintura británica del siglo XVIII, momento en que dicho genero se definió como una suerte de conversación en grupo familiar o en términos semejantes de cordialidad íntima. Entre las características que Praz enuncia como determinantes para identificar un retrato grupal como tal  Conversation Piece están las siguientes: 1. Dos o más personas identificables; 2. Ambiente de fondo que representa el hábitat de la familia o del grupo; 3. Cualquier gesto que indique conversación o comunicación de cualquier tipo; 4. Intimidad, no oficialidad o función pública.

            En todo caso, resulta curioso que, en España a diferencia de otros países europeos, no haya hasta muy tarde, salvo alguna excepción memorable, como probablemente Las Meninas, cuadros de conversación, y, por ello, tampoco exista un reconocimiento de los tales en nuestra literatura artística. Eso no quita el que, si bien fuera del ámbito de la pintura, tengamos un término específico para definir la situación: el de tertulia. De hecho la traducción más exacta del termino Conversation Piece sería el de cuadro o escena de tertulia.

Toda esta somera precisión histórica acerca del género es para contextualizar, como es debido, el cuadro que ha pintado Eugenio Benet con una tertulia madrileña, activa desde aproximadamente los mismos años transcurridos desde la transición democrática española, y entre cuyos componentes hubo, en un determinado momento, algunos muy importantes escritores de nuestro país hoy desaparecidos, como Juan Benet y Juan García Hortelano , pero también otra serie de intelectuales, políticos y profesionales. Quiero decir que todos ellos son personas identificables, aunque, más allá de la importancia que cada cual pudiera tener, no están reunidos por motivos oficiales o de función pública, sino por el hecho simple y amistoso de reunirse para charlar. Forman entonces un genuino grupo de tertulia y cumplen los requisitos para formar parte de un cuadro de conversación. Por lo demás, el hábitat familiar de fondo, que también demandara Praz para caracterizar el género, es el propio y tradicional de este tipo de reuniones en España: el café o su más polivalente derivado actual. En el caso que nos ocupa, y en el momento en que se inspira para hacer el cuadro de la tertulia Eugenio Benet, se trata del local público “José Luis”.

Las tertulias y su correspondiente representación artística comenzaron a generalizarse tan tarde como la implantación histórica de un sistema político de libertades, que, en España, se demoró hasta la década de 1830. Hay algún precedente anterior, de nuestra precaria ilustración, como, sobre todo, el maravilloso de La familia del infante don Luis, de Goya, además del ya citado de Velázquez. En todo caso, la costumbre y su plasmación pictórica se formaliza en España durante el XIX y llega a su apoteosis entre el fin de siglo pasado y la guerra civil. Durante este tiempo, y entre todo lo pintado al respecto, hubo, sin embargo, una obra, cuya singularidad fue tal que prácticamente se convirtió en el prototipo máximo de la forma española de entender el género:  La tertulia del Café de Pombo, de José Gutiérrez Solana.

Su cita aquí es, por tanto, fundamental, ya que ha de servir como punto de referencia y contraste con la que ahora ha realizado Eugenio Benet. Aclaremos que lo que se ha de contrastar no es ni las respectivas calidades de cada uno de los cuadros, ni los personajes que protagonizan ninguna de las dos tertulias, lo que, entre otras cosas, seria un absurdo anacronismo, sino exactamente lo que Praz denomino hábitat y lo que cada hábitat tiene de atmósfera en el mas amplio sentido del término. También lo que, de manera muy libre, podríamos llamar forma del encuadre.

Desde esta perspectiva, hay, por de pronto, un contraste contundente entre la negrura y la transparencia de cada una de las tertulias pintadas. Negrura del Pombo de Solana de múltiples significados: la de interior cerrado, la del hieratismo de los personajes, la del uniforme negro que todos portan y, en fin, la del abetunado barniz que tiene como destino natural el opacarse. El negro de Solana, vamos, es un negro que, además, se ennegrece, que busca el negro absoluto como su lógico final. Los pombianos se representan así como una alineación de espectros o ánimas negras fantasmales.

El negro de la tertulia pombiana es, además, un negro reduplicativo, pues a ello ayuda el único recurso cristalino, el del gran espejo horizontal que guarda las espaldas del amistoso grupo, todo el trajeado en negro, a la funerala, como ya señalara Baudelaire que se estilaba en la formal y muy moderna burguesía. Este recurso especular se pierde en la noche de los tiempos de la pintura occidental, cuyo primer orate doctrinario, L. B. Alberti, ya señaló que el pintor era cual un Narciso atrapado por su reflejo en la fuente. Sea como sea, el espejo pombiano es un homenaje que rinde Solana a Manet, el autor de Bar del Folies Bergère , pintado en 1881, el año en que nace Picasso, y cuya imagen reflejada introduce un bombardeo luminoso de globos y arañas que multiplica el espacio del fondo, atestado por una bulliciosa multitud. Lo que refleja el espejo de Solana es, no obstante, bien distinto: apenas la sugerencia de un espacio de fondo muy limitado y que se viene encima, casi una excusa para dar cuenta de una triste pareja de ancianos. Lo que digo: negro sobre negro, negro claustrofóbico.

Lo primero y comparativamente más chocante en el cuadro o en el encuadre de Eugenio Benet no es sólo su composición misma -un círculo inscrito en un rombo, que es como si el circulo fuera lanceolado, y, en cualquier caso, lo que podríamos definir como un espacio atravesado por una diagonal que lo dinamiza-, sino que lo cristalino, que circunda el ámbito habitable se abre por completo al espacio urbano exterior: no refleja o reduplica el interior, sino que transparenta una calle de radiante luminosidad, cuya vibración blanca ha de ser atenuada por unos visillos. En esto hay, por de pronto, dos actitudes contrapuestas: la decimonónica de encerrarse, frente a la de nuestro siglo, que se abre al exterior, que suprime el muro.

En los 77 años que separan los cuadros de Solana y Benet, también parece muy rotundo un cambio sociológico: la desaparición del negro. La España de Eugenio Benet no tiene ya que ver, o habría que rebuscarlo, con la España negra de Solana. Es una mera cuestión de luz y transparencia: una cuestión de que quizá ya no tiene sentido encerrarse. También en este terreno de las actitudes, que ha sido en la sempiterna formal España, se acusa el contraste entre la uniformidad y la formalidad de los contertulios pombianos frente a lo diverso e informal de los contertulios de “José Luis”.

Hierático friso corrido o rueda, podríamos seguir contraponiendo la divergente disposición de ambos cuadros a través de otros detalles. En vez de ello, no quisiera terminar este breve conjunto de sugerencias sin hacer justo lo contrario; esto es: señalando algunos puntos en común. La tertulia pombiana está dominada, sin discusión, por Ramón Gómez de la Serna, que está en pie y en actitud de usar la palabra, algo que hace con contundencia, como se corrobora con el gesto de su mano derecha que da la impresión de golpear la mesa. El papel de Ramón, en la tertulia de “José Luis”, está repartido entre Juan García Hortelano, también en pie y fuera del círculo, pero como figura tutelar más que propiamente dominante, y Juan Benet, sentado, pero cuyo gesto es conminatorio, dejando claro que es quien lleva la voz cantante. Los contertulios de ambas se dividen por igual en aparentar, los unos, que escuchan al oráculo, mientras, los otros, descaradamente miran a la cámara. Existe un reparto de papeles. De todas formas, la alineación horizontal de Solana propende al hieratismo. Tiene algo de catedralicia y, si se me apura, hasta el estatismo jerarquizado de los egipcios. Es un nicho con figuras. La circular de Benet ofrece un mas versátil juego de correspondencias radiales, un orden homogéneo que impide la jerarquía. Es un orden, por así decirlo, más danzarín. Este orden circular da la clave del porqué, completando el recorrido, no sólo se organizan los contertulios alrededor de las mesas redondas, sino que, de hecho, pensando en la esfera de un reloj, las doce, la figura de Juan Benet, está tan de frente, como las seis, la figura de Pedro Moreno, mientras que el resto se van acompasadamente girando. Claro que este círculo de amistad tiene también su cometa: el rostro bifronte de Jesús Aguirre que atraviesa transversalmente la escena en un auténtico sí es-no es. Al fin, ritmo y luz, el realismo y la realidad de Eugenio Benet representa, quién podría dudarlo, a España, pero no a la España negra. Así están las cosas conversacionales en España y no es improductivo echarles una ojeada a través de imágenes, por las que no pasa el tiempo, porque lo fijan.


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Una deuda arrastrada mucho tiempo antes de la muerte de mi padre es la culpable de la exposición cuyas obras, aunque no en su totalidad, recoge este catálogo. En el año 87 don Juan y unos cuantos amigos -aquellos con los que se reunía prácticamente todos los sábados en una tertulia que les ocupaba desde antes de comer hasta bien entrada la tarde- me animaron, medio en broma medio en serio, a pintar un retrato del grupo. Para ello realizaron un encargo en el cual lo menos formal, aparte de quién escribe estas líneas, era la falta de plazo para su realización. Amparándome inconscientemente en esta circunstancia y con la poderosa razón de fondo del abismo que separa el carácter y el estilo de mi pintura con los necesarios para llevar a buen término el encargo, este fue dilatándose en el tiempo de tal manera que el cuadro ha tardado una década en verse acabado, no por minuciosidad sino por inconstancia (no recuerdo, salvo en los dos últimos años, haber trabajado en él más de un mes seguido). Así, la pérdida de don Juan, que se sumaba a la del otro Juan de la tertulia, no vino sino a multiplicar un sentimiento de deuda -para con la tertulia y para con el cuadro- que había anidado en mi hacía ya tiempo. Cuando terminé La tertulia de los Juanes, en José Luis pensé, a bote pronto, hacer una exposición monotemática con el cuadro, acompañándolo de los estudios y fotografías que me sirvieron para hacerlo, antes de caer en la cuenta de la oportunidad de aprovechar la presentación del cuadro para rendir un homenaje más profundo a Juan Benet. Así, decidí aprovechar lo que sería su 70 cumpleaños para reunir en una exposición los frutos de la longeva afición plástica culpable en última instancia de la existencia del cuadro ya que fue don Juan el que, siendo yo niño, animó y alimentó una vocación de la que me responsabilicé sólo cuando acabó mi adolescencia. Decidido a homenajear la afición plástica de don Juan hube de involucrar a todos los amigos que disfrutan de sus obras en casa, recopilando una gran cantidad de piezas que, sumadas a la colección que conservamos sus hijos, superaba con creces la capacidad de la magnífica sala que el Colegio de Ingenieros puso, entusiasmado, a mi disposición y, en consecuencia, he optado por mostrar sobre todo su obra pictórica en detrimento de la gráfica pero sin renunciar a colgar el mayor número posible de obras. Quiero agradecer a todos los propietarios las facilidades que me han dado y las muestras del cariño hacia la figura de mi padre que, originado mucho tiempo atrás, mantienen todavía vigente; al Colegio de Ingenieros la buena acogida del proyecto; a la Editorial Alfaguara y en especial a Juan Cruz su colaboración para la edición de este catálogo; a los autores de los textos su disponibilidad y entusiasmo; y a mis hermanos la confianza con la que me distinguen. Quiero por último disculparme por los previsibles errores y fallos debidos a mi inexperiencia como comisario de exposiciones.

Eugenio Benet