Yo tenía 9 años cuando estalló la Guerra Civil. Todo aquello fué muy complicado para mí y me afectó bastante. Viví los dos bandos, fusilaron a mi padre y, no sé..., mi infancia antes de la guerra no tenía nada que ver con mi infancia después de 1939. Recuerdo que durante tres años creía que la guerra la habíamos desatado mi hermano y yo. Mi padre nos había regalado unas pistolas de juguete que se llamaban "Brownie" y que hacían furor en Madrid. Con 50 cartuchos cada uno, nos subimos a la terraza del chalet en que vivíamos a pegarnos tiros escondidos detrás de las chimeneas. Esto era en la calle Abascal, la que ahora se llama Sanjurjo. Al lado, al aire libre, estaba el Boccaccio, un baile de moda. Habían asesinado a Calvo Sotelo tres días antes; nuestro tiroteo causó una gran conmoción. Llegaron coches de los guardias de asalto con gran ruido y aparato y todo el barrio estuvo toda la noche poco menos que en pie de guerra. Dos días despues fué el 18 de julio y mi hermano y yo empezamos a reprocharnos y a creernos que aquello lo habíamos armado nosotros. Luego nos llevaron a Italia. Estuvimos tres años convencidos de que habíamos provocado la Guerra Civil.
Juan Benet
"Cartografía personal"
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"Antonio Martínez Sarrión, a quien Juan García Hortelano bautizó como "El Moderno", lo recuerda en una de aquellas cenas o tertulias con Juan Benet, que durante más de de veinte años fue su compañero fiel, de juergas y de tenidas , imaginando cómo sería la recepción en la boda de Jesús Aguirre con la duquesa de Alba. Aguirre era un gran amigo de todos ellos, quisieron envolverle primero con la princesa Irene, a la que le gustaba mucho la música, como a su hermana Sofía, pero luego llegaron a la conclusión de que debían apoyar un acercamiento a Cayetana. Los dos Juanes, con la complicidad de otros tertulianos habían organizado la rumorología sobre ese famoso matrimonio a través de una supuesta sociedad, Rumor Corporation, que dejó de exisitir cuando ya tuvo efecto el matrimonio (y pusieron un anuncio en El País, cumplido su objeto social, Rumor Corporation deja de existir). Y aquella noche especulaban sobre quién habría de ir a la boda: allí estaban Pradera, Marías, Chamorro....Benet estimaba que seguramente él sería convidado, por su prestancia aristocrática, e idearon un modo de hacerle hueco a Hortelano para que acudiera a la ceremonia. A Benet se le ocurrió que el otro Juan podía ir como chófer de alto copete, vestido como era debido, con su gorra de plato, y abriéndole con toda pompa la puerta de atrás al aristocrático pasajero. Lo ensayaron en la calle, durante horas, como si estuvieran preparando una película.
Era tiempo de alcohol y de risas. Y de amistad."
Juan Cruz
El País Babelia
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Sumergirse en Benet por Álvaro Colomer
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UNA NOCHE CON BENET
Todo el proyecto narrativo de Benet se presenta como el bosquejo de un mundo destruido.
Jesús Ferrero
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Juan Benet visto por:
Antonio Martínez Sarrión
Yo creo que, cuando rodaban los sesenta, Madrid era una especie de páramo mental, político y ciudadano, roto aquí y allá por alguna eflorescencia cultural de índole entra amistosa y conspiratoria que no le hacía demasiada mella a su condición de Tibet de extremado aislamiento, no ya del mundo, sino de zonas costeras y florecientes de la península como la mítica Barcelona de aquel tiempo.
Una de las cosas más comentadas y de ver en la ciudad, poco después de doblar la década, fue la inauguración del primer pub más o menos a la inglesa que se instaló al principio de la calle Don Ramón de la Cruz. Un poco más arriba se abrió otro local de crasa imitación británica y, sin más preámbulos, aquella anodína vía del anodino barrio de Salamanca fue bautizada por algún chusco como "Moncho Street". Los colores de viva pintura plástica, que recubrían fachada e interiores de tales aguaduchos, acaso eran indicativos de un incipiente sarampión que, mas adelante, sería endémica varicela en otros beaux quartiers de la capital del régimen del señor Franco Bahamonde, el cual, según una filtración de las abarroterías de El Pardo, y para ahorrarse lo más de sueldo y "masita", cenaba todas las santas de las noches guisantes hervidos de lata y una tortilla francesa muy hecha.
Pues bien, prima hermana de aquellos pubs en la variante librería moderna --self-service-- sala de exposiciones funcionó, ya al final de los años, un local igualmente colorista y desinhibido en Bravo Murillo,, cerca de la Glorieta de Quevedo, donde solía yo acudir a presentaciones de libros y tenidas culturales diversas. Allí, José María Guelbenzu, entonces estrella ascendente de la novelería hispana, tras aquella estupenda crónica generacional bajo tutelas cortazarianas que tituló El mercurio, entre el humazo, los vinos y las sonoras conversaciones, fue y me plantó ante un individuo cuarentón, altísimo, desgarbado, con perfil de águila real y un mechón, todavía negro entonces, cuidadosamente despeinado sobre la frente, que sostenía con languidez un vaso de whisky, sujetando su boca con dos largos dedos. El ejemplar vestía una entallada chaqueta de terciopelo violeta y, mientras enarcaba las cejas, se soplaba el referido y coqueto mechón o lo alisaba con la mano que le quedaba libre, que apartaba para la ocasión de las lejas de una estantería con libros tan rutilantes y coloreados como los nuevos locales.
Con su habitual reticencia verbal y una sonrisa de sabio mandarín, Guelbenzu, indicándome con un gesto, le espetó muy rápido a aquel displicente: "Juan, aquí este joven es el "novísimo" que te faltaba por conocer. Por la frase calculo que la fecha debía ser unos meses antes o después de publicarse, me parece que en mayo del setenta, la azacaneada, festiva y mal entendida antología de Castellet. Benet me miró como desde la cúspide del Himalaya contemplaría sir Edmund Hillary el sherpa Tensing, y no a la distancia de una cordada, sino hallándose el nativo a en las lejanas llanuras del Punjab. Era, como luego comprendería, su estrategia de tímido a la defensiva, timidez que le llevaba ipso facto a dibujar la primera finta de florete, signada siempre de una rara mezcla de provocación y ahincada esperanza de que el interlocutor alcanzara la estatura moral (y sobre todo mental) que él juzgaba indispensable para entablar un trato, más allá de los saludos de observancia entre personas con educación.
De las cargadas frases que intercambiamos, sin que Benet permitiera a sus cejas el más remoto movimiento de solicitud y acogimiento, recuerdo con absoluta acuidad un envenenado aserto suyo: "Si, si, lo que quieras, pero tengo para mí que lo que ocurre es tan sencillo como esto: todos vosotros no pasáis de tener una cultura de supermercado". Ahí señaló la estocada, envainó la hoja y como el valentón de marras "miró al soslayo, fuese y no hubo nada". Sí lo hubo poco tiempo después en que, empujado por una amiga tesinanda, Marisa Martínez-Lázaro, que pretendía desbrozar Una meditación y cuya timidez y la ya extendida fama de altivo e inalcanzable del novelista la frenaban en su asalto, tal amiga, que lo era también de Eduardo Chamorro, entonces mi inseparable, nos rogó que la arropáramos en una más que problemática petición de entrevista al ingeniero de presas en su domicilio de los altos de Serrano. Chamorro, jovencísimo y brillante crítico literario de Triunfo, el magazine de la progresía, llevaba a todos lados y ponía, no sólo sobre su cabeza, sino cada noche sobre sus gafas en la mesilla, un ejemplar manchado de café irlandés y otros detritus, de aquella primera y magnífica edición de La inspiración y el estilo, tal vez el mejor ensayo de Juan.
Nos jugamos a los chinos a quién le tocaría telefonear y, cumplido el trámite, el lobo feroz nos dio una cita al atardecer y nos plantamos en su estudio de piso bajo por cuya ventana se filtraba el fulgor verdoso de los castaños de la amplia y ruidosa calle. Juan, en aquel espacio atiborrado de libros y profundos sillones, muy lentamente, al ritmo que el whisky trasegado y la apasionante conversación marcaban, fue distendiendo la frente, desmayando el acero y desde entonces,, en ese sentido, yo no he tenido ni una queja. Al cabo de la larga tarde comprendí que disfrutaba de un nuevo amigo y que ese amigo era un arcón fabuloso de tesoros de todo aquello que siempre me fascinara: una inteligencia deslumbrante, más profunda, un gusto inatacable y una cultura y erudición en las antípodas de lo inerte y polvoriento. Los siguientes y, al menos para mí, riquísimos avatares del trato que se iniciaba hay que dejarlos ahora para otra ocasión y otro relato.
"De mis primeros pasos con Benet"
El Urogallo, nº. 35, marzo 1989
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Rosa Regás
"... Otear la llanura donde a la hora propicia habrían de llevar la devastación del temporal y transmutarse poco a poco en la sombra de un recio y..."
En el piso bajo suena el teléfono. Se detiene el tecleo de la máquina de escribir y Juan Benet se levanta con dificultad por la estrechez del banco en el cubículo donde escribe. Se endereza, da unos pasos hacia la puerta y su largo cuerpo delgado, rectilíneo, se curva de nuevo al pasar bajo el dintel, más por costumbre y prevención que por necesidad. Baja despacio los peldaños de la escalera que gruñen bajo la alfombra, mientras el timbre del teléfono continúa impertérrito su llamada.
- Diga.
Del otro lado del hilo alguien, un amigo probablemente, propone un viaje. Ha de estar en Zamora mañana por la mañana, pero no tiene por qué volver a Madrid en seguida. ¿Te animas?
- ¿Saldríamos cuando?
Es ahora. Juan podría recogerlo en el coche y esta noche dormirían en aquel parador de carretera que ya conocen, a unos 150 kilómetros de Madrid.
Juan Benet sube los peldaños de dos en dos, entra en su cuarto, saca del armario una bolsa, mete en ella un par de camisas, alfo de ropa, pasa por el baño del mismo piso, llena un neceser a toda prisa y ya está por bajar de nuevo las escaleras cuando retrocede, entra en el estudio y sin dar otra mirada a la hoja a medio escribir que lo acusa desde la máquina, apaga la luz y sale. Antes de cerrar la puerta de la calle ha cogido del perchero la americana de tweed, siempre un punto estrecha, siempre de mangas algo cortas, y se echa al cuello una bufanda de rayas grises y granates que se trajo años ha de una universidad inglesa.
Estará un día, dos, tal vez una semana rodando por las carreteras de España. Se detendrá con un amigo unos instantes en Zamora o en el lugar que haya sido pretexto para el viaje, y durante el resto de las horas y de los días, si el amigo es tal y sabe aprovecharlo, todo será posible. La visita a una iglesia, la entrada en una carretera de segundo o tercer orden en busca de un castillo o de un pinar umbroso o de un altozano desde donde contemplar las tierras más bajas, el baño en un río de aguas someras, la siesta bajo los chopos, una cena de cordero y vino y después una noche en un local anunciado por neones en cualquier punto de la carretera para bailar con la más guapa o una partida de dominó en la mesa de mármol del bar contiguo o el lento desmoronarse en la barra al ritmo de los whiskies. Y al amanecer, con la mente triturada y casi descabalgada la voluntad, cogerán aún el coche para encaramarse a una loma de tierra oscura y roja con las primeras luces, y ver asomar el sol mientras le acucia el inmitigable deseo de verter complicadas y confusas disertaciones sobre las diferencias y concumitancias de las rocas eruptivas, las sedimentarias o las calizas, entre el granito y las las margas y las arcillas, o los fenómenos tectónicos y los plegamientos, o valles y glaciares y las cavernas, que se prolongan hasta un segundo antes de caer tendidos en las camas de sábanas ásperas y blancas de sol de una fonda a la entrada del próximo pueblo.
Al día siguiente o al otro, tal vez tres días más tarde, entrará en casa, colgará la chaqueta y la bufanda en el perchero, dejará las llaves del coche sobre la mesilla junto al correo y los mensajes del teléfono a los que apenas echará un vistazo, hablará con quién haya en la casa, tal vez se sentará a la mesa a cenar tras haberse servido un whisky con hielo para paliar un cansancio que de ningún modo le impedirá alargar la velada tumbado en el diván de la biblioteca con un cuarteto de Schubert o un aria de Monteverdi. Y cuando, tarde ya, apague las luces y suba las escaleras de nuevo, no será para entrar en su cuarto y meterse en la cama, sino para abrir la puerta del estudio, encender la lamparilla sobre la hoja a medio escribir, meterse en el cubículo, embutirse en el banquillo de madera y, sin detenerse a recordar o reflexionar, teclear en la máquina:
"...continuo escarpe a todo lo largo del horizonte para augurar que en cualquier dirección habría un límite para la osadía, mientras las estrellas avivadas por un viento de altura..."
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Javier Marías
En casi veinte años de trato muy regular y frecuentes visitas a sus diferentes casas, a Juan Benet yo no le he visto jamás escribiendo una línea. O quizá sólo una vez, pero en seguida me aclaró con satisfacción que se trataba de una proposición matemática de gran trascendencia que luego, como debía ser, nunca he visto publicada. lo más llamativo es, sin embargo, que ni siquiera lo he pillado recién salido de la escritura, a menos que sea secretamente como Vicente Aleixandre, quien sólo cogía la pluma en posición horizontal. Pues Juan Benet suele recibir con un dedo metido entre las páginas de un libro y el tocadiscos a todo volumen, y sobre una otomana que siempre le he envidiado se ve aún fresca la huella de su figura larga. Luego, entre protestas, va y viene del office continuamente, las manos ocupadas por latas de cerveza extranjera destinados a la visita pero que no acaba de depositar -va perorando mientras tanto-, o por botellas de oporto y whisky que no acaba de abrir -sigue perorando mientras tanto-. A Juan Benet también es posible verlo conduciendo su coche con volante a la derecha, o probándose diversos sombreros de los que su casa está repleta (Aunque siempre he echado en falta un salacot en regla), o -eso si- discutiendo alguna cuestión literaria más como si fuera un técnico o un teórico que un novelista. Pero es imposible verlo con la huella de la escritura.
Por eso, para quienes lo hemos tratado, el Benet escritor sólo existe en el libro impreso, y lo que en éste se lee es una prosa tan inimitable que -como la de Kafka, Beckett o Bernhard- permite la admiración pero no el seguimiento. La influencia de Benet sobre quien esto firma (como, creo yo, sobre otros compañeros de generación y visita) es eminentemente personal y se produce mientras recibe. Benet sabe ver sobre todo, hasta el punto de que logra ver en la música. Más de una vez, mientras el tocadiscos seguía sonando a todo volumen y la cerveza tardaba en llegar a mis manos, Benet me ha narrado un movimiento de una sinfonía de Sibelius o de un cuarteto de Haydn que ya no he podido volver a oír sin ver lo que él estaba viendo mientras pasaba interminablemente del office al salón y del salón al office, perorando siempre. Lo mismo me ha sucedido con los cuadros (preferentemente del XIX, su gran debilidad) que he visto en su compañía o que me ha descrito al anunciarle yo que iba a viajar a tal o cual ciudad: resultaban mucho menos divertidos en carne y hueso. Y ahora hace tiempo que remoloneo a la hora de decidirme a leer las obras que él recomienda, pues ya sé que su lectura va a resultarme decepcionante en comparación con el benetiano avance.
Del mismo modo, lo que sus libros despliegan no puede tener prolongación fuera de ellos, aunque cualquier escritor español actual, joven o de mediana edad, debería estudiarlos concienzudamente para aprender a resolver en su lengua problemas de orden técnico descomunales (justamente uno de los órdenes en que los escritores españoles actuales, jóvenes y de mediana edad, se muestran más pedestres y rudimentarios). En cuanto a lo demás -la imagen, el pensamiento, la metáfora, la sintaxis (y la inconmensurable episteme de todos sus libros)-, hay que verlo pero no tocarlo, como las más apreciadas piezas de museos, sin siquiera permitir una leve huella como la de su figura larga sobre la envidiada otomana cuando Benet recibe.
Pasiones pasadas
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