Juan Benet y las tertulias por Luis Carandell
Lo primero que quiero decir es que no he encontrado mejor
conversador que Juan Benet. He conocido a grandes contertulios pero ninguno
superaba a Juan Benet en el arte de hablar y en el arte de escuchar. Esta
imagen quizá sorprenda a los lectores de sus novelas. Juan, leído, da la
impresión de ser un hombre ensimismado, secreto, creador de un mundo interior
que se refleja en el desolado paisaje de Región. Esta imagen es exacta pero hay
que añadir que a esta capacidad de introspección, de silencio, podríamos decir,
sumaba él una singular facilidad de comunicarse con los demás. Había deslindado
los dos campos de expresión del ingenio, de manera que, así como hay muchas
personas que cuando escriben parecen que hablan o cuando hablan parece que
escriben, él había trazado una divisoria muy bien limitada entre los dos
reinos. Yo siempre pensaba que, si Juan hubiera escrito como hablaba, habría
sido un escritor mucho más popular de lo que fue, y sus libros se habrían
vendido por millares. Pero él no hacía concesiones en materia literaria.
Abominaba de lo que él llamaba ‘las estampas’, que pertenecían al género menor
del costumbrismo. Solamente un libro suyo se acerca a esta vertiente, digamos,
coloquial de la literatura. Me refiero a Otoño en Madrid hacia 1950.
Cuando lo leo, me parece escucharle hablar, y de hecho, alguno de los textos
que incluye corresponde a una conferencia que dio Benet en un ciclo sobre
Madrid en la Cámara de Comercio.
En este monográfico
se estudia su literatura. A mi me toca hablar de este otro aspecto de la
personalidad literaria de Juan Benet y agradezco a Santos Sanz Villanueva que
haya pensado en esta vertiente, digamos tertuliar, del escritor porque viene a
completar su figura; y que me haya encargado hablar de esto a mí, cuyos únicos
títulos son el de tener alguna idea de lo que es o debería ser una tertulia y
el de haber tenido la suerte de compartir tardes y noches de conversación con
Juan Benet.
Ya saben ustedes lo
que se dice de la tertulia. Que un grupo de personas con unos fines y unos
objetivos puede ser un partido político, un ejército, un club deportivo o un
Ateneo. Mientras que un grupo de personas sin fines ni objetivos de ninguna
clase, es una tertulia. Como institución que es, y no mera costumbre, la
tertulia tiene unas reglas que nunca son escritas pero que tienen fuerza de
ley. Hace falta cierto ánimo constitutivo de la tertulia. No es tertulia la
conversación que surge en un encuentro ocasional, aunque en este caso se
utilice el verbo estar, máxima riqueza del castellano, estar de tertulia, para
definir una situación diferente a la de pertenecer a una tertulia. Hace falta
una regularidad de tiempo y de lugar, tales días a tal hora en tal café. Cuando
la tertulia se celebra en una casa particular se suele hablar preferentemente
de salón y tiene unas reglas muy distintas. Hay otras reglas, con las
que no voy a cansarles. Por ejemplo, la licencia de hablar mal de los ausentes,
norma ésta que ha redundado en el mantenimiento de la institución porque los
contertulios procuran no faltar y son pocos los que abandonan las tertulias
antes de que terminen.
Citaría otras reglas
tertuliares pero voy a fijarme en una que acreditados teóricos consideran
esencial. Y es que la tertulia es una institución para el despilfarro del
ingenio. Ser contertulio exige andar sobrado de ideas, de frases, de anécdotas.
Hay, claro, personas que van a las tertulias a ahorrar. Si se les ocurre una
frase, se la calla, y anotan las de otros pensando en sacarles partido en forma
de artículos de periódicos o programas radiofónicos. Benet era un contertulio
perfecto sobre todo porque era un despilfarrador del ingenio en tertulias y
salones. Y es que andaba sobrado de ese don que es el arte de hablar y de
escuchar. Nórdico en su escritura, podría decirse, era perfectamente meridional
en el cultivo del placer de la conversación. Comprendía que la tertulia es una
de las pocas cosas que quedan en el mundo que no sirven absolutamente para
nada. Y, como persona de talento que era, apreciaba los grandes valores de lo
inútil como más específicamente humanos que los derivados del mundo de la Necesidad.
Ni Juan ni ninguno de
nosotros conocimos la época de oro de las tertulias madrileñas- Una frase de
Valle-Inclán en los últimos meses de su vida, cuando ya estaba gravemente
enfermo, resume muy bien la vocación tertuliar de aquella generación de
escritores y artistas. Un día se lo encontró Ramón Gómez de la Serna por la
calle y le preguntó: “¿Cómo está Vd., don Ramón?”. Valle-Inclán respondió “Ya
ve Vd., del sanatorio al café y del café al sanatorio”. Un contertulio anónimo
de la época aconsejaba a los jóvenes: “En la vida hay que hacer tres grandes
elecciones: estado, profesión y café”. No se concebía la vida, y menos la vida
literaria, sin las tertulias. Así ha venido siendo en España, por lo menos
desde fines del XVIII, cuando la botillería cede el paso al café. La primera
tertulia conocida es la que don Nicolás Fernández de Moratín mantenía, con
Cadalso, Iriarte y otros escritores y políticos en la Fonda de San Sebastián.
En las primeras tertulias se citaba mucho a Tertuliano y de ahí parece derivar
el nombre de la institución. Larra, Espronceda, el duque de Rivas, Ventura de
la Vega se reunían en el café príncipe en lo que se llamaba ya la Tertulia del
Parnasillo. En la Fontana de Oro que describió Galdós había tertulia literarias
y tertulias políticas que degeneraban en mitines perseguidos por la Policía de
Fernando VII.
“Nadie hacía de la botillería una sucursal de su casa”, dice
don Ángel Fernández de los Ríos en su Guía de Madrid. Hubo que esperar
al nacimiento del café. Don Ángel cita cincuenta cafés madrileños con tertulia.
A fines del siglo XIX había arraigado ya definitivamente la costumbre de
sentarse en un café para pasar charlando las horas muertas. Ramón Gómez de la
Serna expresaba con unos versos aposta ripiosos la vocación cafetera de los escritores y artistas españoles. “Yo
me voy a los cafeses/ y me siento en los sofases/ y me alumbran los quinqueses/
con las luces de sus gases”. Poe el Café de Levante, uno de los de mayor
tradición tertuliar, pasaron Picasso, Azorín, Baroja, valle-Inclán, Rubén
Darío, Amado Nervo, Rusiñol, Gutiérrez Solana y otros muchos. El Gato Negro, en
la calle Príncipe, albergaba la tertulia de Benavente a la que iban a menudo
Valle-Inclán y, algunas veces, Juan ramón Jiménez. El Café Nueva Montaña, en la
Puerta dl Sol, entre Alcalá y la Carrera, se hizo famoso por la pelea que allí sostuvieron
valle-Inclán y el periodista Manuel Bueno. Se hablaba al parecer del duelo que
habían concertado un artista portugués y un marqués andaluz después de una
discusión acerca del valor de portugueses y españoles. Valle-Inclán era
partidario del duelo, una institución esencial para su idea del honor
caballeresco. Bueno dijo con sorna que el artista portugués, de nombre Leal da
Cámara, era menor de edad y no había lugar al duelo. Don Ramón se enfureció y
dijo: “¿Cómo sabe Vd. esto majadero?” Bueno empuñó su bastón, Valle un jarro de
agua y se acometieron. Don ramón recibió un bastonazo en la muñeca del Brazo
izquierdo. No le dieron importancia y le hicieron una cura de urgencia. Pero el
gemelo de la camisa se había incrustado en la muñeca y, al poco tiempo, se
declaró la gangrena y tuvieron que amputarle el brazo a Don Ramón. Valle, por
cierto, reaccionó muy bien porque cuando Bueno fue a verle para pedirle perdón,
le dijo: “No se preocupe, Manuel, ese brazo no me servía para nada”. Sobre este
incidente se inventaron en las tertulias numerosas historias acerca de la forma
en que el escritor había perdido el brazo. La más notable acaso la inventó Gómez
de la Serna en su retrato de Valle. Don ramón era un señor feudal arruinado.
Una mañana, su criado se presentaba en el dormitorio de Don Ramón diciéndole
que no tenía nada que echar en el puchero. “Trae el hacha que está en el
zaguán”, dijo Don Ramón. Y se cortó el brazo diciendo: “Toma, para el puchero”.
Es fácil de ilustrar
la relación entre tertulia y literatura, pero también la que media entre
tertulia y filosofía. La Revista de Occidente fue fundada en la tertulia
que Ortega presidia en La Granja del henar. También en un café, el Nuevo Lion
de la calle de Alcalá, frente a Correos, nació la revista Cruz y Raya,
dirigida por José Bergamín. A Nuevo Lion y a la Cervecería de Correos iban muchos
de os poetas y escritores de la Generación del 27. Pero quizás la más famosa
tertulia que ha tenido el Madrid del primer tercio de siglo fue la Sagrada
Cripta de Pombo como la bautizó su fundador Ramón Gómez de la Serna. Sobre esta
tertulia escribió su creador un precioso libro. Y aún queda mucho por escribir
acerca de lo que Pombo supuso para la vanguardia literaria española. Se cerró
en el 36, cuando Ramón se marchó definitivamente a Buenos Aires y le dijo a su
mujer, Luisa Sofovich: “Voy a tener que cerrar Pombo porque parece que los
españoles quieren matarse unos a otros”. Aún hubo un intento de reabrir la
Sagrada cripta. Fracasó porque empezaron a leerse allí poesías patrióticas.
Cuando Ramón volvió a España para una breve estancia en 1949, todavía se
celebró en Pombo una tertulia de despedida y Ramón recomendó a sus seguidores
que no intentaran resucitarla, lo que además venía avalado por el anuncio del
cierre del local.
A la tertulia del Nuevo Lion acudía a mediados de los años
cincuenta Juan Benet, junto con otros escritores de la época como Luís
Martín-Santos, Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio y otros.
Antonio Rodríguez Moñino, que acudía a esta tertulia, había fundado la Revista
Española, una publicación que entonces no se vendía pero que ahora es
buscadísima por los especialistas de la literatura de aquellos años. Creo que
benet publicó en la revista algún texto suyo, si no me equivoco, una pieza
teatral titulada “Max”. También frecuentaba Benet la tertulia de Gambrinus,
llamada la “universidad libre de Gambrinus”, que se reunía a las horas de la
tarde en el restaurante alemán que allí tenía su sede. Allí se leían textos y
libros, y contertulios habituales eran José Antonio Llardent, librero y editor,
Eva Forest, Víctor Sánchez de Zabala, Miguel Sánchez Mazas, Ferlosio, Luís
Martín-Santos, Carmen Martín Gaite y algunos otros. Por la misma época estaba
también la tertulia del Café Comercial, con Aldecoa, Eusebio García Luengo,
José M. de Quinto, Rafael Sánchez Ferlosio…
Y había más sitios porque estaban los bajos de La Elipa,
junto a la iglesia de San José, en Alcalá, donde solía escribir Jardiel Poncela
desde que le cerraron el Café Castilla; el Teide, donde César Ruano escribía
sus artículos y al que acudía también Juan Benet con Pepín Bello,
-superviviente de la residencia de Estudiantes-, Fernando Chueca y Alberto
Machimbarrena y el bar del Ateneo, por el que pasó la mayoría de los escritores
e intelectuales de la época, lo mismo que los de generaciones anteriores habían
pasado por la Cacharrería. En los últimos años, Benet frecuentaba la tertulia
de los sábados de “José Luís”, a la que acudía Javier Pradera, Elías Querejeta,
Jesús Aguirre y Juan García Hortelano.
En su relato “El Madrid de Eloy”, Juan Benet habla de
las tertulias con varios amigos, entre ellos Martín-Santos, celebrada en Cock,
en la calle de la Reina y de los extraños personajes que aparecían por el
local. Como un caballero que fumaba en boquilla y escribía constantemente. Un
día, dejó de llenar cuartillas y se acercó a la mesa de Benet para intervenir en
una discusión sobre los sistemas filosóficos. Y se presentó diciendo que era el
profesor Félix de la Fuente, “el único español que ha logrado construir su
propio sistema filosófico”. Lo había bautizado como el ”absoluto relativismo”.
En la tertulia, don Félix de la Fuente había dado algunos barruntos de su
teoría. Según noticias que les llegaron, Benet y sus amigos supieron que
el profesor de la Fuente había desarrollado su teoría en una conferencia en Valladolid.
Entre otras cosas había dicho, y reproduzco aquí el párrafo de Benet, el
profesor de la Fuente: “Para que ustedes, sin duda ignorantes de los principios
de la ciencia moderna, alcancen las basas de tal sistema de absoluto
relativismo, nada mejor que empezar con un ejemplo de fácil comprensión:
imaginen ustedes, señoras y caballeros, un hombre dotado con un miembro viril
de aquí a Madrid. Todos ustedes exclamarán al unísono. ¡Vaya verga!”. Parece
que cerca de la mitad de la audiencia abandonó la sala. Pero el profesor
prosiguió. “Ahora bien, imaginen que el tal caballero tuviera una estatura como
de aquí a la luna. Estoy seguro que no vacilarían ustedes en exclamar: ¡Menudo
desmingado!” Parece ser, dice Benet, que allí concluyó la disertación del
profesor de la Fuente sobre el absoluto relativismo.
Juan Benet
hablaba también de otro personaje, Mariano, quien en su juventud había tenido
en París amores con una dama que a su vez los había tenido con un aplicado
estudiante italiano que, con el tiempo, había llegado al pontificado. Parece
que don Mariano robó a su amante un paquete de cartas del ahora Papa y, una vez
llegado a España, se personaba a principios de cada mes en la Nunciatura con un
juego de fotocopias de las cartas para recibir de un secretario, sin pasar al
Zaguán, una módica cantidad que le permitía seguir viviendo.
Otro personaje del que habla Juan Benet en el texto “Barojiana”,
incluido asimismo en Otoño en Madrid hacia 1950, es don Gonzalo Gil
Delgado, a quien conoció en la tertulia de don Pío Baroja en la calle Ruíz de
Alarcón.
De joven, don Gonzalo, un personaje valleinclanesco, se
había dedicado a la caza de fieras africanas que vendía a los más importantes zoológicos
del mundo. Un día confesó que el negocio se vino abajo como consecuencia de
haberse asociado con un sujeto que fabricaba monos mecánicos. Los monos
mecánicos eran más caros que los vivos, pero compensaban a los zoos porque
requerían menos cuidados que éstos. Los contertulios le pedían explicaciones
acerca de cómo se fabricaban los monos mecánicos, cómo surgían, si había que
darles cuerda o no. Pero don Gonzalo Gil Delgado se limitaba a mover la cabeza
tristemente y a decir: “un desastre, un desastre”.
En alguna ocasión don Gonzalo había confesado a sus
contertulios que, cuando hacía mucho frío, se metía en la iglesia de Los
Jerónimos, ya calefactada. Y habiendo comprobado que los confesionarios estaban
a más alta temperatura que la nave, se metía en uno de ellos. Y comentaba: “Hoy
una vieja me ha dicho tal sarta de suciedades que he estado a punto de negarle
la absolución”.
Un día se presentó en la tertulia de don Pío, que era
totalmente abierta, cualquiera podía ir incluso sin conocer a nadie de la casa,
el obispo auxiliar de Madrid Alcalá. Hubo un silencio embarazoso. Nadie sabía
qué decir. Y lo resolvió don Gonzalo levantándose ceremoniosamente y diciendo: “Con
permiso del señor obispo me voy a comer un higo”.
Escribe Juan Benet que en la tertulia de la casa de Baroja “no
se hablaba de cosas del otro mundo ni se hacía gala de gran sabiduría y la
mejor lección que se podía obtener de la tertulia era la falta de respeto hacia
muchas cosas”.
A su condición de gran escritor unía Benet la de gran
contertulio, la de gran conversador y, podríamos decir, narrador oral. Y creo
que este reconocimiento sirve para completar su personalidad literaria.
Revista La Página, nº 30
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“La tertulia de los Juanes, en José Luis”, 1997 obra de Eugenio Benet
EL FRISO Y EL REDONDEL, por Francisco Calvo Serraller
En su célebre
estudio histórico sobre esa peculiar derivación del retrato de grupo, que se
conoce con el termino inglés de Conversation
Pieces, Mario Praz analiza antecedentes remotos, aunque reconoce que la
configuración de este genero como tal se remonta, en primer término, a la
pintura holandesa del siglo XVII, con sus pletóricos grupos de cofrades
burgueses mirando, corporativamente satisfechos, como quien dice, a la cámara -
la cámara oscura de la que se valía el realismo óptico holandés - para alcanzar
su cénit, forma y contenido, en la pintura británica del siglo XVIII, momento
en que dicho genero se definió como una suerte de conversación en grupo
familiar o en términos semejantes de cordialidad íntima. Entre las
características que Praz enuncia como determinantes para identificar un retrato
grupal como tal Conversation Piece están las siguientes: 1. Dos o más
personas identificables; 2. Ambiente de fondo que representa el hábitat de la
familia o del grupo; 3. Cualquier gesto que indique conversación o comunicación
de cualquier tipo; 4. Intimidad, no oficialidad o función pública.
En
todo caso, resulta curioso que, en España a diferencia de otros países
europeos, no haya hasta muy tarde, salvo alguna excepción memorable, como
probablemente Las Meninas,
cuadros de conversación, y, por ello, tampoco exista un reconocimiento de los
tales en nuestra literatura artística. Eso no quita el que, si bien fuera del
ámbito de la pintura, tengamos un término específico para definir la situación:
el de tertulia. De hecho la traducción más exacta del termino Conversation Piece sería el de cuadro o
escena de tertulia.
Toda esta
somera precisión histórica acerca del género es para contextualizar, como es
debido, el cuadro que ha pintado Eugenio Benet con una tertulia madrileña,
activa desde aproximadamente los mismos años transcurridos desde la transición
democrática española, y entre cuyos componentes hubo, en un determinado
momento, algunos muy importantes escritores de nuestro país hoy desaparecidos,
como Juan Benet y Juan García Hortelano , pero también otra serie de
intelectuales, políticos y profesionales. Quiero decir que todos ellos son
personas identificables, aunque, más allá de la importancia que cada cual
pudiera tener, no están reunidos por motivos oficiales o de función pública,
sino por el hecho simple y amistoso de reunirse para charlar. Forman entonces un
genuino grupo de tertulia y cumplen los requisitos para formar parte de un
cuadro de conversación. Por lo demás, el hábitat familiar de fondo, que también
demandara Praz para caracterizar el género, es el propio y tradicional de este
tipo de reuniones en España: el café o su más polivalente derivado actual. En
el caso que nos ocupa, y en el momento en que se inspira para hacer el cuadro
de la tertulia Eugenio Benet, se trata del local público “José Luis”.
Las tertulias y
su correspondiente representación artística comenzaron a generalizarse tan
tarde como la implantación histórica de un sistema político de libertades, que,
en España, se demoró hasta la década de 1830. Hay algún precedente anterior, de
nuestra precaria ilustración, como, sobre todo, el maravilloso de La familia del infante don Luis, de
Goya, además del ya citado de Velázquez. En todo caso, la costumbre y su
plasmación pictórica se formaliza en España durante el XIX y llega a su
apoteosis entre el fin de siglo pasado y la guerra civil. Durante este tiempo,
y entre todo lo pintado al respecto, hubo, sin embargo, una obra, cuya
singularidad fue tal que prácticamente se convirtió en el prototipo máximo de
la forma española de entender el género: La tertulia del Café de Pombo, de José
Gutiérrez Solana.
Su cita aquí
es, por tanto, fundamental, ya que ha de servir como punto de referencia y
contraste con la que ahora ha realizado Eugenio Benet. Aclaremos que lo que se
ha de contrastar no es ni las respectivas calidades de cada uno de los cuadros,
ni los personajes que protagonizan ninguna de las dos tertulias, lo que, entre
otras cosas, seria un absurdo anacronismo, sino exactamente lo que Praz
denomino hábitat y lo que cada hábitat tiene de atmósfera en el mas
amplio sentido del término. También lo que, de manera muy libre, podríamos
llamar forma del encuadre.
Desde esta
perspectiva, hay, por de pronto, un contraste contundente entre la negrura y la
transparencia de cada una de las tertulias pintadas. Negrura del Pombo de
Solana de múltiples significados: la de interior cerrado, la del hieratismo de
los personajes, la del uniforme negro que todos portan y, en fin, la del
abetunado barniz que tiene como destino natural el opacarse. El negro de
Solana, vamos, es un negro que, además, se ennegrece, que busca el negro
absoluto como su lógico final. Los pombianos se representan así como una
alineación de espectros o ánimas negras fantasmales.
El negro de la
tertulia pombiana es, además, un negro reduplicativo, pues a ello ayuda el
único recurso cristalino, el del gran espejo horizontal que guarda las espaldas
del amistoso grupo, todo el trajeado en negro, a la funerala, como ya señalara
Baudelaire que se estilaba en la formal y muy moderna burguesía. Este recurso
especular se pierde en la noche de los tiempos de la pintura occidental, cuyo
primer orate doctrinario, L. B. Alberti, ya señaló que el pintor era cual un
Narciso atrapado por su reflejo en la fuente. Sea como sea, el espejo pombiano
es un homenaje que rinde Solana a Manet, el autor de Bar del Folies Bergère , pintado en 1881, el año en que nace
Picasso, y cuya imagen reflejada introduce un bombardeo luminoso de globos y
arañas que multiplica el espacio del fondo, atestado por una bulliciosa
multitud. Lo que refleja el espejo de Solana es, no obstante, bien distinto:
apenas la sugerencia de un espacio de fondo muy limitado y que se viene encima,
casi una excusa para dar cuenta de una triste pareja de ancianos. Lo que digo:
negro sobre negro, negro claustrofóbico.
Lo primero y
comparativamente más chocante en el cuadro o en el encuadre de Eugenio Benet no
es sólo su composición misma -un círculo inscrito en un rombo, que es como si
el circulo fuera lanceolado, y, en cualquier caso, lo que podríamos definir
como un espacio atravesado por una diagonal que lo dinamiza-, sino que lo
cristalino, que circunda el ámbito habitable se abre por completo al espacio
urbano exterior: no refleja o reduplica el interior, sino que transparenta una
calle de radiante luminosidad, cuya vibración blanca ha de ser atenuada por
unos visillos. En esto hay, por de pronto, dos actitudes contrapuestas: la
decimonónica de encerrarse, frente a la de nuestro siglo, que se abre al
exterior, que suprime el muro.
En los 77 años
que separan los cuadros de Solana y Benet, también parece muy rotundo un cambio
sociológico: la desaparición del negro. La España de Eugenio Benet no tiene ya
que ver, o habría que rebuscarlo, con la España negra de Solana. Es una mera
cuestión de luz y transparencia: una cuestión de que quizá ya no tiene sentido
encerrarse. También en este terreno de las actitudes, que ha sido en la
sempiterna formal España, se acusa el contraste entre la uniformidad y la
formalidad de los contertulios pombianos frente a lo diverso e informal de los
contertulios de “José Luis”.
Hierático friso
corrido o rueda, podríamos seguir contraponiendo la divergente disposición de
ambos cuadros a través de otros detalles. En vez de ello, no quisiera terminar
este breve conjunto de sugerencias sin hacer justo lo contrario; esto es:
señalando algunos puntos en común. La tertulia pombiana está dominada, sin
discusión, por Ramón Gómez de la Serna, que está en pie y en actitud de usar la
palabra, algo que hace con contundencia, como se corrobora con el gesto de su
mano derecha que da la impresión de golpear la mesa. El papel de Ramón, en la
tertulia de “José Luis”, está repartido entre Juan García Hortelano, también en
pie y fuera del círculo, pero como figura tutelar más que propiamente
dominante, y Juan Benet, sentado, pero cuyo gesto es conminatorio, dejando
claro que es quien lleva la voz cantante. Los contertulios de ambas se dividen
por igual en aparentar, los unos, que escuchan al oráculo, mientras, los otros,
descaradamente miran a la cámara. Existe un reparto de papeles. De todas
formas, la alineación horizontal de Solana propende al hieratismo. Tiene algo
de catedralicia y, si se me apura, hasta el estatismo jerarquizado de los
egipcios. Es un nicho con figuras. La circular de Benet ofrece un mas versátil
juego de correspondencias radiales, un orden homogéneo que impide la jerarquía.
Es un orden, por así decirlo, más danzarín. Este orden circular da la clave del
porqué, completando el recorrido, no sólo se organizan los contertulios
alrededor de las mesas redondas, sino que, de hecho, pensando en la esfera de
un reloj, las doce, la figura de Juan Benet, está tan de frente, como las seis,
la figura de Pedro Moreno, mientras que el resto se van acompasadamente
girando. Claro que este círculo de amistad tiene también su cometa: el rostro
bifronte de Jesús Aguirre que atraviesa transversalmente la escena en un
auténtico sí es-no es. Al fin, ritmo y luz, el realismo y la realidad de
Eugenio Benet representa, quién podría dudarlo, a España, pero no a la España
negra. Así están las cosas conversacionales en España y no es improductivo
echarles una ojeada a través de imágenes, por las que no pasa el tiempo, porque
lo fijan.
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Una deuda arrastrada mucho tiempo antes de la muerte de mi padre
es la culpable de la exposición cuyas obras, aunque no en su totalidad, recoge
este catálogo. En el año 87 don Juan y unos cuantos amigos -aquellos con los
que se reunía prácticamente todos los sábados en una tertulia que les ocupaba
desde antes de comer hasta bien entrada la tarde- me animaron, medio en broma
medio en serio, a pintar un retrato del grupo. Para ello realizaron un encargo
en el cual lo menos formal, aparte de quién escribe estas líneas, era la falta
de plazo para su realización. Amparándome inconscientemente en esta
circunstancia y con la poderosa razón de fondo del abismo que separa el
carácter y el estilo de mi pintura con los necesarios para llevar a buen
término el encargo, este fue dilatándose en el tiempo de tal manera que el
cuadro ha tardado una década en verse acabado, no por minuciosidad sino por
inconstancia (no recuerdo, salvo en los dos últimos años, haber trabajado en él
más de un mes seguido). Así, la pérdida de don Juan, que se sumaba a la del
otro Juan de la tertulia, no vino sino a multiplicar un sentimiento de deuda -para
con la tertulia y para con el cuadro- que había anidado en mi hacía ya tiempo.
Cuando terminé La tertulia de los Juanes, en José Luis pensé, a bote
pronto, hacer una exposición monotemática con el cuadro, acompañándolo de los
estudios y fotografías que me sirvieron para hacerlo, antes de caer en la
cuenta de la oportunidad de aprovechar la presentación del cuadro para rendir
un homenaje más profundo a Juan Benet. Así, decidí aprovechar lo que sería su
70 cumpleaños para reunir en una exposición los frutos de la longeva afición
plástica culpable en última instancia de la existencia del cuadro ya que fue
don Juan el que, siendo yo niño, animó y alimentó una vocación de la que me
responsabilicé sólo cuando acabó mi adolescencia. Decidido a homenajear la
afición plástica de don Juan hube de involucrar a todos los amigos que
disfrutan de sus obras en casa, recopilando una gran cantidad de piezas que, sumadas
a la colección que conservamos sus hijos, superaba con creces la capacidad de
la magnífica sala que el Colegio de Ingenieros puso, entusiasmado, a mi
disposición y, en consecuencia, he optado por mostrar sobre todo su obra
pictórica en detrimento de la gráfica pero sin renunciar a colgar el mayor
número posible de obras. Quiero agradecer a todos los propietarios las
facilidades que me han dado y las muestras del cariño hacia la figura de mi
padre que, originado mucho tiempo atrás, mantienen todavía vigente; al Colegio
de Ingenieros la buena acogida del proyecto; a
Eugenio Benet