Hacia una estética de la digresión en Una meditación de Juan Benet
DARíO
LUQUE MARTíNEZ
Universitat Pompeu
Fabra
1.
Introducción
Pienso a menudo que el principio
de toda crítica literaria se sitúa en el sentimiento de contrariedad, en el desencuentro con los comentarios ajenos que empiezan
a revestir la significación de una obra. El crítico,
como intuyó Juan Benet, ha de ser «un Otelo, un desenterrador de secretos que están ocultos» (1997: 142), y no ha de blandir
sus herramientas sino para «pone[r]
en manos del lector las verdaderas virtudes
del arte literario» (ibid.).
De ahí que el motivo de esta nueva aproximación a Una meditación (1970)
no sea otro que el des acuerdo
de quien escribe
estas líneas con ciertas propuestas de análisis, en las que la novela
queda reducida a las confusas
y reiterativas anécdotas
que conforman su trama, sin prestar atención
al discurso de tono filosófico que, visto como meras «reflexiones y comentarios difícilmente aceptables como procedentes de la minerva
del narrador y menos aún de su memoria» (Gullón,
1985: 46), es desplazado en muchos estudios a un estatuto
secundario con respecto
a los pasajes de carácter
narrativo. No quiere esto decir que existan
dos discursos simultáneos en la novela, como sí ocurrirá en Un viaje de invierno1, sino más bien —como
trataré de demostrar en las páginas siguientes— que el narrador asume en su propia voz un cometido
de autorreflexión, un despliegue de sentencias
prefabricadas, de resonancias ensayísticas, que culminará con la puesta
en escena de los presupuestos teóricos sobre los que se sustenta la acción de la novela.
El primer aspecto que
debería llamarnos la atención en Una Meditación es la figura del narrador,
que carece de nombre y cuya
implicación en los hechos narrados se va desdibujando paulatinamente conforme avanza el relato. Lo cierto es que el propio autor quiso ponernos sobre aviso
respecto a este sujeto, a quien
atribuye equivocaciones, imprecisiones y contradicciones, todo ello sin que el lector
llegue apenas a intuir que es,
en palabras de Benet, «un bellaco y autor o instigador de algunos
de los dramas de que consta el argumento» (1997:
25). Cabría preguntarse, a
la luz de este comentario, por la motivación
que habría dado origen al discurso del narrador. Ciertamente, puede haber mucho en Una meditación de afirmación identitaria e incluso de juicio acerca
de la creación literaria, pero el
relato de este personaje parece más bien guiarse por recelos y escrúpulos enquistados en el tiempo de la infancia2. El propio
narrador desconfía de la memoria
y atribuye su audacia
narrativa a meras
especulaciones, a «las conjeturas y las hipótesis» sobre las que apenas puede
constituirse «una base sólida para cimentar un conocimiento de lo que ha sido» (43)3.
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1 En Un viaje de invierno, el discurso del
narrador convive con un segundo texto dispuesto
en forma de ladillos o notas en los márgenes. Sobre la complementariedad entre estos dos discursos, vid.
Azúa (1975: 12).
2 Una
meditación ha recibido lecturas dispares, pero no por ello
erróneas o contradictorias. Mary
S. Vázquez (1980) y Laura Rivkin (1984) apuntan a la búsqueda de una identidad propia como justificación para
el acto de la escritura. Esta última autora considera
la rivalidad del narrador con Jorge Ruan un factor que podría haber propiciado la narración, y también Nora
Catelli (2001) ha insistido en la relevancia de la creación literaria dentro de la obra. Mariano
López, en cambio,
ha visto en el ejercicio memorialístico del narrador «un pretexto para señalar un recelo o
animadversión hacia aquellas personas
que en su día fueron sus amigos, según nos confiesa, que ocuparon un lugar
en la vida de su prima Mary, un lugar
que él nunca pudo ocupar,
y que sin embargo aspiraba vagamente
a hacerlo» (1992: 178).
3 En adelante,
las citas de Una meditación remiten a
la edición de Alfaguara (1985).
No hay, por tanto, un acontecimiento, ni
siquiera un personaje, que
desempeñe la función de instigador de la escritura; hay, eso sí, unas «estampas insaboras»4 (44) que irrumpen en la
memoria sin otro motivo aparente que el de romper lazos con la razón. Cada una de estas estampas trae consigo unos sedimentos emocionales sin los cuales el
recuerdo pasaría desapercibido en la
maraña de la conciencia.
Debemos preguntarnos,
asimismo, si el alcance del narrador
es omnisciente en lo que atañe a la vida interior de los personajes o si, por el contrario, se ve en la necesidad de re- construir
caprichosamente algunas de esas «zonas
de penumbra» (45) que dificultan la comprensión
de la memoria ajena. Ciertos
comentarios diseminados a lo largo del texto («no sé muy bien cómo» [41], «no sé si ya había muerto, para aquellas fechas» [168], «no recuerdo quién» [36],
«no puedo precisar desde qué fecha»
[212]) nos permiten vislumbrar los límites de su conocimiento sin que por ello sospechemos de manipu laciones en el relato, como antes había
sugerido el autor. Estos comentarios, además, refuerzan la sinceridad del narrador
—Gullón ha hablado de su «factor humano»
(1985: 53)— y, en última instancia,
hacen patente su condición de testigo en oposición a los personajes de acción, que protagonizan la novela. Si algo exige esta condición del
narrador es, en esencia, una absoluta
pasividad ante los acontecimientos, una conducta indolente y, sobre todo, una
propensión al voyeurismo, de tal forma que sólo en la contemplación
podrá reconocerse la espuela del acto
meditativo.
No es el momento de relatar
el funcionamiento de la memoria
según las teorías de Juan Benet5, pero quizá sí con- viene detenerse en una reveladora estampa a la que se atribuye
4 Sobre el concepto de estampa y su oposición al argumento, vid. Catelli
(2015: 31-38).
5 Juan Benet incluye
entre las primeras páginas de Una
meditación una larga digre- sión
sobre la memoria y el recuerdo, con ideas similares a las que había puesto por escrito en «Un extempore» (en Puerta de tierra, Seix Barral,
Barcelona, 1970: 88-111). Gullón, que
debía tener presente este escrito, incide también en la benetiana distinción «entre
memoria (fluir, corriente) y recuerdo
(incidente)» (1985: 46).
un valor central, como «pieza de
identificación», en la maraña de recuerdos del narrador. Me refiero a la entrada
de la prima Mary en la finca de Escaen, un acontecimiento que debía preludiar
el encuentro dichoso
entre dos familias vecinas y que, sin embargo, se vio ensombrecido por un inesperado accidente:
[…] en aquel día y en aquella ocasión sufrí una caída —al pretender alcanzarles porque estaba
retrasado— que me produjo, además de
una herida de poca monta en la rodilla,
la acongojante sensación de perderme la entrada de Mary en la terraza donde la esperaba
la familia Ruan (42).
La reacción del narrador
(«me levanté al punto, me lavé la sangre
con agua de la acequia y apreté a correr para alcanzarles a todos» [43]), que aún es un niño cuando ocurre este episodio, parece dirigida a preservar su
condición de testigo más que a
dramatizar su papel privilegiado como puente entre familias —así ha interpretado Rivkin (1984) la escena—. El heroísmo de estas acciones, insólito y
en apariencia incongruente con su
pasividad, se explica como una suerte de me-
canismo de defensa6 o, quizá, como un intento desesperado de proteger la única seña de identidad, la contemplación, aso ciada
con la figura del narrador. Pero lo cierto es que no sólo estaba en juego la visión de una escena
crucial, sino también la continuidad
de un sentimiento amoroso que quedaba refrendado
en el gesto de valor, como confirma el narrador al mencionar los «sentimientos de atracción y admiración hacia Mary que en aquella edad ya habían
despertado y ni siquiera entonces
[…] fueron comprendidos» (43).
Poco queda, sin embargo,
de este coraje en el narrador adul to. Para que el lector se haga una idea, la trama de la novela pivota
en torno a dos momentos
clave: el primero
es, como
6 Aunque el trasfondo
freudiano de Una meditación aún no ha
sido analizado con la atención que el
tema merece, sí ha sido percibido por algunos de los críticos que se han acercado a la novela,
como Summerhill (1986:
101), Cabrera (1983:
143) y Molina Ortega (2007: 142).
hemos visto, la entrada forzada
de Mary en el territorio de la familia Ruan,
escena que el narrador se esfuerza en recoger
para los anales de su memoria. El segundo, décadas más tarde, es el homenaje póstumo a Jorge Ruan, donde Mary — enferma, «oculta bajo sus gafas oscuras»
(316)— coincide con dos amigos
del difunto: Carlos Bonaval y Cayetano Corral.
Al terminar el acto, estos
tres personajes quedan aparte del grupo
y mantienen una escueta conversación que, no tanto por su contenido como por lo revelador del momento, atraerá la atención del narrador. Es, de hecho, esta
«amistad repentina» de su prima con
Bonaval, «un hombre que al decir de todos estaba
tan rodeado de encantos como invadido por su propia frialdad» (317), la última prueba que necesitaba el narrador para establecer conexiones entre sus
recuerdos y poner en ac ción su
natural maledicencia. No es más que una intuición, pero ello revela los primeros y más importantes detalles que conoceremos sobre la identidad de Carlos
Bonaval («comprendí que no podía
ser otro que aquel que escapara con ella [Mary]
hacia una ciudad ferroviaria de Castilla, en julio de 1936» [317]). Esta intuición, además,
será luego incorporada al relato, de tal
forma que un hecho no corroborado se nos ofrecerá como verídico,
sin apenas sugerir
de nuevo su condición de suposición.
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En cualquier caso, esta información no viene sino a subrayar una posible justificación para el resentimiento del narrador. Es igualmente interesante apreciar la
inversión que propone esta escena
respecto de la estampa anterior, pues aquí el valor es relevado por un acto de cobardía («yo me detuve a mi vez para conservar la distancia y, con el
pretexto de anudar mis zapatos,
evitar el cruce
con ellos» [317])
que esconde, a su vez, la curiosidad de quien necesita
presenciar toda la escena para luego convertirla en parte de su relato7. Para desgracia
7 De ahí que Rivkin
(1984) aprecie en esta escena un estímulo que podría haber incitado la escritura de la novela. Lo
cierto, sin embargo, es que el narrador jamás se refiere al texto que nosotros leemos, de modo que no es segura
ninguna interpretación en la que la
memoria se imponga, como producto de la envidia, a la vocación literaria de Jorge Ruan.
del narrador, los acontecimientos no
transcurren como él esperaba,
puesto que la conversación se alarga y no le queda otra opción que cruzar ante los tres amigos fingiendo entereza y seguridad. Sus pasos avanzan
en dirección contraria a Escaen, con un movimiento opuesto al que había recorrido su prima décadas atrás; de ahí que sea
ella quien pronuncie una palabra de
reproche («un epíteto […] cruelmente preciso y solitariamente pronunciado» [318]) contra su indiscreción o, según
interpreta Boyer (2001: 244), contra su falta de acción. Son las propias palabras del narrador, que reproduzco a continuación, las que me llevan a pensar que
es la curiosidad, quizá incluso su
pretendida omnisciencia, lo que realmente perturba al resto de personajes:
[…] cuando
me detuve de nuevo y me volví hacia ellos
—ya sin miedo de denunciar mi curiosidad y sin el prurito de aparentar naturalidad y
desinterés, trémulo y algo asustado—
me tuve que enfrentar con la mirada inculpatoria de los tres sostenida con tal firmeza que me obligaron a volverme
y a reanudar mis pasos hacia —también
lo era— una suerte de exilio
sin posible remisión. Entonces me
dije —y me lo repetiré siempre— que la prueba más concluyente de una buena educación consiste en no hablar de sí mismo
y lo menos posible de las cosas propias (319)8.
No quiero cerrar este
apartado sin antes hacer mención de las historias que, como recuerdos
evocados por las dos estampas anteriores, constituyen el resto de la novela.
El destino de Mary, exiliada
junto al profesor
Julián, parece ser paralelo a la biografía de Leo, otra exiliada que regresa con la intención de recuperar la
hacienda abandonada por su familia antes de la
guerra. De la misma manera que Mary protagonizó una polémica
huida junto a Carlos Bonaval,
también Leo lo acom-
8 Con esta última frase,
además, el narrador justifica su escasa presencia en el relato. Gonzalo Sobejano ha criticado, no sin
razón, la insuficiente información que recibimos sobre el personaje: «el sujeto no se presenta
con entidad suficiente: estamos más dentro de su discurrir que de su
biografía o carácter. Poco habla de sí mismo, como si no se conociese lo bastante, o como si desease mantenerse
tras las cortinas de su recordar»
(2005a: 391).
pañará en una apasionada excursión por la
Sierra, en busca de los espacios casi
míticos que frecuenta el Indio. El Hurd y la
fonda de Retuerta, ambos en la periferia de Región, se nos presentan
como dos espacios
liminales a los que distintos
personajes —entre ellos
Emilio Ruiz, Bonaval o un fantasmático Jorge Ruan— acuden bajo el reclamo
de una posible transgresión. Otros individuos, de perfil más
estático, protagonizan historias
difíciles de justificar en una narración convencional: la dueña de la fonda,
por ejemplo, ejerce
una magnética atracción para muchos de sus huéspedes; Cayetano Corral, centrado en el arreglo de un reloj estropeado, sufre la traición de su más íntimo amigo, y Jorge reúne a su alrededor a una corte de aduladores —Rosa de Llanes,
Andárax y los hermanos Abrantes—
que apenas le permiten al narrador sugerir la verdad oculta tras la fama
literaria del personaje.
2.
El discurso
digresivo y su alcance en la ficción
Poco tiene de interesante leer Una meditación de acuerdo con la lógica
que imponen los acontecimientos de la trama. Al ser preguntado por esta novela, Juan Benet nos advirtió no solo
del carácter malicioso del narrador, sino también de su facilidad por la divagación, pues «se mete en consideraciones sobre cada caso, sobre cada sentimiento, sobre cada motivación, muchas de ellas prolijas, pesadas,
con grandes pretensiones
analíticas» (1997: 142)9. Estas digresiones ocupan de- cenas, quizá cientos de páginas y, sin
embargo, apenas son mencionadas por
la crítica. Epicteto Díaz Navarro (1992: 28),
por ejemplo, les asigna un valor accesorio, como prolongaciones del discurso narrativo, y José Ortega
no ve en ellas más que un intento de
«racionalización afectiva» (1986: 76) de los
datos suministrados por la memoria. Gullón ha sido uno de los pocos lectores
que se ha percatado, pese a no darle mucha
9 Sobre el carácter digresivo de la novela
benetiana, vid.
Sobejano (2005b).
importancia en su análisis, del «pequeño
tratado de erótica» (1985: 62) que
configurarían estos fragmentos en caso de ser
reunidos y ordenados
debidamente.
Podría pensarse, en este
sentido, que el empeño filosófico del
autor habría guiado estas digresiones de la misma forma que encamina muchos de sus ensayos hacia auténticas disquisiciones morales y metafísicas. Hay, en
efecto, ciertas con cordancias
entre la prosa de ideas y los largos pasajes reflexivos de esta novela: un mismo tono circunspecto y, a ratos, casi aleccionador; una predisposición por
la ambigüedad y la generalización, a
menudo con argumentos originados en la experiencia
del escritor o del narrador; una actitud altiva en lo que concierne a la producción intelectual del discurso, con complicados sofismas, latinismos y largos paréntesis que difi cultan
la continuidad del pensamiento; y, quizá para compensar este último aspecto, también
comparaciones rebuscadas en las que
se intuye preocupación no sólo por la claridad de las ideas, sino también por la belleza
del estilo. A todo ello hay que añadirle una fuerte
autorreferencialidad, en tanto que la novela
—también ocurre con el ensayo— se revela como «un medio de investigación de su propia esencia» (Bravo, 1983: 250). En el encuentro premeditado entre narración y digresión encontramos, por tanto, nuevas
posibilidades para el género de la
novela, lejos de la escritura costumbrista que en tantas ocasiones había denunciado Benet10.
Veamos ahora, pues,
qué nos dice el
narrador en algunas de estas divagaciones.
Lo cierto es que a los
primeros pasajes digresivos de Una meditación ya nos hemos referido en páginas anteriores de este artículo, a propósito del tema de la memoria
11.
El recuerdo
10 Contra la «literatura
informativa», afectada por los vicios de las ciencias humanas y —en especial— por una vocación
sociológica, Juan Benet escribió cientos de páginas desde La inspiración y el estilo hasta el tan citado
artículo «Sobre Galdós»
(Cuadernos para el Diálogo, XXIII Extraordinario, diciembre de
1970, pp.13-15) o su polémica discusión
con Isaac Montero. Un excelente análisis sobre esta actitud estética puede leerse en Compitello (1984).
11 Vid. supra. nota 4.
de Mary adentrándose en la finca de Escaen,
lejos de presentarse de forma
íntegra, es interrumpido por comentarios y disquisiciones
de un narrador que aprovecha la ocasión para
estudiar, muy libremente, el funcionamiento de la memoria. De estas páginas —que, por razones de
espacio, no puedo reproducir ni
siquiera parcialmente— me interesa remarcar no
tanto el contenido como sí ciertos rasgos de estilo que luego encontraremos en otros fragmentos
reflexivos. Imágenes de inspiración
científica, como la comparación del recuerdo con un fósil y la consecuente asociación entre narrador y geólogo o arqueólogo, serán habituales en la
escritura benetiana, de la misma
manera que también será frecuente el empleo de
términos abstractos (voluntad,
temor, razón, etc.) sin precisar sus
matices semánticos ni sus posibles desencuentros con el bagaje teórico que les precede. Con el discurso filosófico se emparentan, de hecho, otros pasajes en los
que estos conceptos abstractos
cobran entidad propia y protagonizan escenas
dinámicas, auténticas prosopopeyas alegóricas con las que el autor trata de aclarar los aspectos más
confusos de su pensamiento. La
personificación de estos elementos permite, en última instancia, ocultar
la presencia de un autor
o narrador que teoriza, de tal forma que el texto se nos ofrece
en ocasiones no como opinión,
no como posibilidad, sino con la convicción de una teoría
científica.
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Todas estas características las reencontramos, no mucho más tarde, en un extenso monólogo
pronunciado por el tío Ricardo con el
propósito de entretener a las dos familias que
esperan noticias «acerca
de los acontecimientos cuarteleros en Madrid,
Barcelona y Sevilla» en los albores de la guerra. El receptor de galena, que en esos momentos concentra la atención de toda una «grey republicana» (57), capta entre distintos mensajes informativos una presencia
inesperada, la del marqués de Santo
Bobio12, «vestido de lanas y pieles de cordero y alimentado de zanahorias salvajes
que colgaban de su cinto»
12 Este
personaje, cuya descripción lo emparenta con el Numa y su mítica raza de pastores, reaparecerá en Herrumbrosas lanzas, donde se nos habla
de una familia aristocrática condenada a exiliarse en Mantua, la zona más ignota y peligrosa de la sierra de Región.
(58). Es este personaje mítico, o quizá su
asociación con los generales
levantiscos del levantamiento armado, lo que propicia una larga
disertación del tío Ricardo en la que se van
encadenando temas aparentemente inconexos,
como el orgullo nobiliario, el
aprendizaje de los afectos, la decadencia de las grandes familias o las leyes que rigen el principio del poder. La reflexión, tan abstracta que a veces se nos olvida su origen, termina revelándose como una alegoría o
quizá como una predicción: «Vale la pena preguntarse cuál es el destino de los
Santo Bobio y los Murano y los Valdeodio para adivinar, sin necesidad de certeza, cuál será el de los Mazón, los Corral, los Benzal o los Ruan» (63). De esta
forma, el tío Ricardo —o, en su
defecto, el narrador que recuerda y reproduce sus palabras— sugiere una resignificación del discurso ya no en clave mítica o simbólica, sino en virtud de
los lazos familiares que se nos describirán
a lo largo de la novela.
Hacia la mitad del monólogo
leemos, por ejemplo, que «la decadencia
de las grandes familias comienza en cuanto creen que la virtud
no sólo es transmitible sino que no es adquirible, cerrando el paso a los advenedizos» (60). A la luz de estas palabras, no podemos sino recordar las
reticencias familiares ante el
matrimonio del señor Hocher con la tía Soledad («a pesar de la repugnancia de mi abuela a casar una de sus hijas» [16]) y la descripción de su primogénita, Cristina Hocher, como
un «ángel destructor» (57). También regresa
a la memo ria del lector
la rotunda y premonitoria advertencia del abue lo en contra de que cualquiera de sus nietas contrajera matrimonio con un Bonaval; una prohibición que, en conocimiento de Mary, habría de ser «la primera insinuación —y determinación ulterior— de la libertad de
conducta» (242), preludio de su fuga
con Carlos Bonaval. Lo cierto es que también su prometido, Julián, debió enfrentarse «contra la tácita voluntad de toda la familia» (242), pues nadie
apreciaba su formación ni la parsimonia con la que encaraba el futuro, y quizá por ello su relación será luego evocada
en términos de pecado o de «falta
cometida» (143). La misma historia
se repetirá más tarde
con el segundo marido de Mary, que será repudiado bajo la sospecha de estar envenenando a su mujer. En el caso de la familia
Ruan, en cambio,
este interés por la preservación de un legado familiar toma el cariz de una disputa que afecta a toda la finca, a una mujer y, sobre
todo, a una obra literaria de autoría incierta13.
Volvamos ahora al contenido
del discurso y, más en concreto, a
la comparación que establece el tío Ricardo entre aquellos «viejos patriarcas que habitan el monte» (62) y otro patriarca, más viejo aún, que subió al
monte Moriah con la firme intención de sacrificar a su hijo14. Las referencias a Isaac y Abraham, que se extenderán a lo largo
de varias páginas, son para Gullón
«menos significativas en cuanto ornamento del discurso
que en cuanto factor estructural» (1985: 55), pues
se aprecia en ellas un eco de la relación
entre Jorge Ruan y su padre. En cualquier caso, este mito
bíblico da pie a una interesante
disertación en torno a los principios de la moral, bajo los cuales subyace un «principio de generalidad» al que todo individuo debe someterse, incluso si
para ello ha de sacrificar la fe.
La personificación de estos principios morales
en los personajes de Isaac y Abraham cumple el mismo papel que anteriormente habían desempeñado
el Santo Bobio y sus congéneres: no
son más que trasuntos del narrador y del resto
de los personajes de la novela. De ahí que cuando el tío Ricardo se dirige
a Isaac y deposita en él unas expectativas de futuro
(«Vamos, Isaac, volvamos a casa: dentro de muy poco sucederás a tu padre y heredarás su hacienda, sus deberes y sus compromisos» [65]),
los lectores interpretemos estas pala-
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13 En su análisis de esta
disputa, Nora Catelli (2001: 179) interpreta que Jorge Ruan se apropió indebidamente de los versos,
mientras que su padre se apropió de la vida del
hijo.
14 El personaje —o quizá el autor implícito, según consideración de Gullón (1985:
54- 56)— no toma las escrituras bíblicas
como punto de referencia; por el contrario, evoca este mito a
partir de la reescritura que Kierkegaard hace de él en Temor y temblor (1843).
bras como una exhortación a su sobrino. De
igual forma, parece haber en el
discurso un interés por socavar los cimientos
morales de la comunidad, en tanto que se afirma que «todo nuestro
sistema reposa sobre
una fábula» (66) y que «nadie es tan
capaz de conducir el rebaño como aquel que sabe que lo dirige hacia una falacia»
(ibid.).
Esta desconfianza en la
razón, por oposición al estatuto especulativo
de la fábula, arraigará pronto en la conciencia del narrador y hará también estragos en el pensamiento de Jorge Ruan, de tal manera que cada uno de estos
personajes se enfrentará de forma
distinta a la verdad, encarnando las dos figuras —el profeta
y el escéptico, respectivamente— que había vaticinado el tío Ricardo:
En última instancia la diferencia entre el profeta y el escéptico no reside en lo que cada uno cree
sino en el hecho de que uno confía
en que su verdad se abrirá paso y el otro
no; lo que conduce a uno al descaro y al otro al disimulo para en último término alcanzar resultados semejantes porque la sociedad ni es tan entusiasta como estima el primero ni tan roma como cree el
segundo sino, por su complexión media
estadística, un todo amorfo en el que caben
las voces individuales para que el individuo no lo pueda romper con su
voz (66-67).
3. Esbozos de una teoría erótica en Una meditación
Además de la deriva
filosófica y moral que se aprecia en estos
fragmentos, gran parte del discurso digresivo en Una meditación parece
estar inspirado en la doctrina del psicoanálisis15. A propósito de la sexualidad frustrada de Emilio Ruiz, por ejemplo,
el narrador despliega
una compleja teoría
15 Herzberger (1976:
86-91) aprecia en Una meditación una
notable impronta freudiana que se
materializa en la sexualidad instintiva, casi animal, de los personajes. Insiste, en este sentido, en la primacía
benetiana de la pasión y de los impulsos, frente su contraparte racional.
según la cual entre los instintos humanos
subyace una «protomemoria» que
obedece solo «a estatutos no escritos pero sí
inquebrantables, que no son de ayer ni de hoy» (190). Sobre ella recae la responsabilidad de sospechar
«que las leyes del amor han de
prevalecer sobre los principios de la economía
somática» (190), y también, por tanto, de ratificar el estado general de temor que requiere el hombre
para sobreponerse al mundo hostil. Si
la razón nace después, nos dice el narrador,
es «para superar el estado de temor con el dominio de la circunstancia» (191), pero no por ello ignora el hombre que sin temor ya no podrá amar. No se trata,
en cualquier caso, de una forma común del temor: el narrador
habla de un «ordo tremoris» que,
lejos de desvanecerse, rehúye su erradicación
en el «vivir temiendo» (192),
donde la razón no alcanza
a configurar la realidad.
En oposición a este principio
de la conducta, la
novela propone también un «ordo amoris», en virtud del cual toda actividad de la mente puede interpretarse como una traducción somática del apetito
erótico. La exposición de estas
teorías, intercaladas a lo largo de la narración, facilita la deshumanización de los personajes en
tanto que sus acciones a menudo
se nos presentan como la ejecución de unas fuerzas
abstractas —la carne o el miedo— y no como producto de la voluntad
de quienes las llevan a cabo.
Consciente de ello, Benet
juega con esta abstracción en el momento en que Emilio,
patrón de la mina, acecha
noche tras noche la habitación donde descansa la
dueña de la fonda: en su interior lo
reciben dos hermanas, Persecución y Provocación, que le ofrecen la fotografía de su difunto
padre, Anhelo. Esta visión alegórica despierta en
Emilio un temor que hasta entonces
había sido vencido por su deseo de adentrarse en la penumbra de aquel cuarto. En consecuencia, se dice a sí mismo que no era sexo lo que buscaba, sino
«una suerte de liberación de algo,
sin poder precisar qué, relacionado con la mina»
(186). Es aquí donde el discurso de estas dos hermanas, encarnaciones alegóricas del orden erótico, se funde con la voz de un narrador,
a ratos casi omnisciente, que nos invita a reflexionar sobre la sexualidad entendida
como un combate entre fuerzas
opuestas, unas en busca del control y de la dominación
y otras, como víctimas, reticentes a su indefectible sumisión. La cita es larga, pero me parece pertinente para apreciar en vivo el pensamiento, tan
abstracto como pragmático, del narrador:
Existe en todo el juego un cierto
desprecio a la fuerza, una idolatría
por la astucia, un deseo del individuo no tanto de forzar la voluntad del otro como de adueñarse de ella, despreocupado por la apropiación de un artículo
que irroga la enajenación del propio; no se hace nadie dueño de la voluntad de otro si no demuestra en
primer lugar una gran voluntad de
hacerlo, lo cual es el primer paso de su sumisión.
Y además no es tanto la carne como la voluntad lo que constituye el último propósito de una intención erótica, hasta el punto que una voluntad no condicionada a la donación de la primera puede
suponer la clave de una pasión
duradera, tanto más cuanto no se traducirá en
la satisfacción carnal que la voluntad tantas veces utiliza como camino de huida y renuncia a la
comunión con un semejante que ya no
represente nada en el terreno de la imaginación
(188).
Esta será, en todo caso,
una de las muchas digresiones que glosan
y explican las dinámicas relacionales entre los personajes de Una meditación.
A menudo se ha querido ver un patrón
repetitivo entre los emparejamientos y encuentros eróticos que se cuentan en la novela16, pero
conviene matizar las diferentes
actitudes que asume cada uno de los personajes en función de su predisposición hacia el temor o bien hacia la pasión. El caso de Emilio es, como hemos
visto, paradigmático: es el
personaje en el que mejor se aprecia la tensión entre deseo y miedo, pero hay en él una preponderancia del temor que le impide,
en última instancia, resolver las hipótesis
de la
16 Molina Ortega, por
ejemplo, considera que «las experiencias de Leo y Carlos y Jorge y Camila no son nada más que una
repetición de las de Carlos y Mary» (2007: 141).
carne por medio de la satisfacción sexual.
Esta escena, además, adquiere
nuevos matices cuando leemos acerca
de la «indecisión» de
Emilio para casarse con la hermana de Mary, un
compromiso que gravita en torno a los personajes sin llegar ser efectivo.
Caso distinto es el de
Jorge Ruan, uno de los pocos personajes
que ve satisfechos sus anhelos eróticos a lo largo de la novela. Su encuentro con la dueña de la fonda, por ejemplo, sigue un patrón inverso al que habíamos
visto con Emilio Ruiz, pues el poeta
entra con determinación en la habitación y,
apenas sin mediar palabra, logra someter a una mujer que para entonces «se encontraba muchos pasos por delante del miedo y desprovista de su protección» (195). Hay en esta escena, sin embargo,
una actitud reticente
por parte del narrador a confiarnos toda la información de la que dispone, pues se nos refieren ciertas
conductas del personaje
—como una supuesta
«confesión» o una mención a su padre— sin más
justificación que el azar. Mayor
interés despierta, en el lector atento, la dinámica que Jorge instaurará en sus relaciones sexuales, pues será incapaz de terminar un encuentro erótico
sin morder a su compañera en el lóbulo
de la oreja y sin dejar sobre
la almohada el
cadáver de una rata.
Sobre el primero de estos gestos
reflexionará el narrador
en una nueva digresión a propósito del pudor. Solo en una momentánea suspensión de la vergüenza,
según se nos dice en el texto, podrán
abrirse paso los deseos que habrán de encarnar
las «formas y superficies que un día significaran la prohibición» (202). Una de estas formas será, pues, el lóbulo mordido, tras el cual se esconde «un yo
subversivo, incauto, ciego, ignorante
y torpe» (203), un sujeto prerracional que en
el encuentro con la carne
ajena cobrará conciencia del carácter efímero de su propio goce. El objeto del
deseo encarnará a su vez dos imágenes contradictorias: la prohibición, o el «cuerpo
que le ha sido vedado», y la transgresión, esto es, la ruptura de una norma
—por encima de la moral—
que parece regir
las vidas de los hombres. A la luz de estos comentarios, debemos interpretar la sexualidad violenta de Jorge no solo como una forma de dominación sobre el cuerpo de la
mujer, sino como una vía de
liberación que contiene, en su misma esencia, «la figura apática, dibujada
por el deber, que le hace saber
que se ha delinquido»
(203).
Páginas después,
cuando la víctima
sea ahora Camila Abrantes,
el narrador nos ofrecerá su más claro diagnóstico de aquella violencia
contra el cuerpo
de la mujer o bien contra la rata: «No me parece aventurado
suponer que cuando su cuerpo penetraba en el de Camila […] su pensamiento volaba, en el momento de sucumbir al orgasmo, hacia el anhelo
imposible de hacer morir al animal con un mordisco en la yugular»
(359). Hacia el final de la novela
descubrimos, en línea
con el tono psicoanalítico
de estas palabras, que la obsesión de Jorge
con las ratas se había originado en un episodio infantil en el que el recuerdo del animal había quedado asociado con la mirada distante de su padre. De ahí
que la rata sea vista por el narrador
como partícipe de una «zona de sombra» y, en
consecuencia, como figura de «un mundo impenetrable a la razón» (ibid.).
Este mundo, que remite al ámbito irracional de
los instintos, parece estar vinculado también con ciertas actitudes familiares —como aquellas sobre
las que había reflexionado el tío
Ricardo— para las cuales el autor no ofrecerá explicación. Así pues, cuando
el narrador habla
sobre «la carne» no se refiere sólo al cuerpo desde
una perspectiva erótica, sino también a la herencia
familiar que cada uno lleva
en su sangre.
Llegados a este punto, me
parece crucial llamar la atención del lector
sobre una frase que quizá podría pasar desapercibi da en una primera lectura,
pero que concentra todo el sentido
de la novela: «La carne es una hipótesis, la satisfacción sexual
una demostración» (188)17. Con ello, lo que nos viene a decir
17 Damián Tabarovsky (2015) se ha servido de esta
frase para ejemplificar la imposi bilidad de separar teoría y práctica
en Una meditación. Según él, Benet teoriza desde dentro del texto, de forma que la teoría es indisociable de la trama, como venimos estudiando en este artículo.
18 A la luz de esta oposición, Machín Lucas ha resumido el imaginario regionato como la suma de «poliédricos sueños eróticos de ancestro freudiano» y «culposas pesadillas de abolengo lacaniano» (2015:15), ambos originados por la represión sexual a la que deben someterse los personajes.
el autor es que ciertas conductas no pueden
ser explicadas desde la lógica y la razón,
y que solo en la práctica encuentran el sentido de su existencia. Esta práctica, identificada con
el encuentro sexual, parece
canalizarse en la novela a través del personaje
de Leo, cuya relación con Emilio Ruiz y con Carlos Bonaval propicia nuevas disquisiciones acerca del valor y de las implicaciones del acto erótico. No
cabe aquí un análisis minucioso de
estas teorías, que no vienen sino a refrendar el resto de intervenciones teóricas del narrador; baste señalar, en cualquier
caso, una sugerente distinción entre amor fálico y cefálico, en consonancia con la oposición entre pasión y temor que vertebra
toda la novela:
[…] el primero, ansioso de cumplirse en la muerte que el segundo conjuró, busca en las
aproximaciones al arcaico propósito
la aniquilación de aquel que le redujo a mero
agente ejecutor del destino que es dado; y el segundo— envidioso
de la capacidad del primero
para penetrar en el
reino ctónico— que tanto en el gesto como en el pensamiento y la acción pretende ser el primero y único en investigar la gruta paramaterna de la muerte, para lo cual —en su calidad de único legislador— dicta las normas contra el incesto (268)18.
4.
Conclusión
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Páginas atrás mencionaba la poca atención crítica
que han suscitado las digresiones de Una meditación, un fenómeno que —a mi entender— solo es justificable
bajo un paradigma literario
centrado en la trama y en los actantes del relato. En este estudio, en cambio, he pretendido demostrar el valor de algunos de estos pasajes a partir de sus encuentros y concordancias con ciertas escenas de la novela;
encuentros que, vale la pena señalar,
no se limitan a la glosa o al contrapunto que
solemos apreciar en textos teóricos. En las reflexiones del narrador, al igual que en los monólogos que oportunamente puede pronunciar algún personaje, asistimos
los lectores a una exhibición filosófica, a una
valiosa muestra de pensamiento en
acción, como también encontramos en ensayos y
en artículos de Juan Benet. El pensamiento, sin embargo, no constituye aquí un discurso autónomo, sino
que ha de leerse como una parte de la
novela indisociable de la trama, pues la digresión es relato en iguales condiciones que la narración. En cualquier caso,
conviene tener presente que estas digresiones
se originan en un narrador que requiere de todo un aparato de conceptos y teorías para explicar, a
menudo falazmente, las dificultades de un mundo
que todo lo confía a la fatalidad, a la ruina y a la incertidumbre. Así pues, este discurso teórico se nos revela tan caprichoso y poco fiable como los acontecimientos narrados a lo largo de la novela,
y con ello hace patente la
imposibilidad de conocer la verdad tras las palabras del narrador.
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