“ Por fin el lector puede contemplar gráficamente lo tantas veces
dicho con palabras. A una escala1:150.000, ahí está el escenario: Región
capital y la enemiga Macerta, los ríos Torce y Lerna, la comarca de Mantua,
pueblos como Burgo Mediano y Bocentellas, las minas, la sierra de la Matanza, Socéanos….y el
homenaje a muchos de sus amigos, pues no en vano Benet era dueño de lo que
nombraba: Pedro Moreno, Salinas de D. Pedro, Tribu García-un poco al norte de
Ortilanos-, la mina El Carandel, Sarrión, Las Flores de Trifón, Turrez, El
Mercurio, Laguna de Don Pablo, Caneja……
Javier Marías (Prólogo a
Herrumbrosas Lanzas)
“Entre los valles del Torce y del Lerma se alza la sierra de Región, cuyas más inaccesibles y elevadas cumbres y breñas se levantan hacia el meridiano del nacimiento de ambos ríos; al tiempo que desciende hacia el sur y gira hacia el oeste la sierra va perdiendo su envergadura orográfica para transformarse en una complicada sucesión de pliegues que separan los cursos medios de aquéllos, más o menos en el paralelo de Región y Macerta. A lo largo de más de cuarenta kilómetros el espinazo de la sierra sólo es atravesado por un par de carreteras (de las que el viajero se puede fiar durante seis meses al año) y media docena de caminos vecinales y forestales que no ofrecen ninguna garantía de paso incluso durante la época más rigurosamente seca a causa del estado de abandono en que se encuentran, de los numerosos obstáculos que se han acumulado a lo largo de décadas de incuria o del repentino corte por un desprendimiento de tierras o un hundimiento de la calzada que si alguien advierte nadie se preocupará en reparar. El más septentrional de los puertos (a pesar de su porte legendario y heráldico, pues se dice que por él pasó Ruy Díaz de ida y Almanzor de vuelta) el más intransitable y arriesgado, tan solitario que a duras penas tiene un nombre unánimemente admitido por cuantos han oído hablar de él, pero sólo lo conocen de referencia: unos lo llaman el desfiladero de los Torques o las Torques y otros sencillamente Roque. Se trata de una estrecha garganta de unos diez kilómetros de longitud que transcurre a todo lo largo del sinclinal fallado que separa las formaciones del Monje y del Malterra, tan distanciados y enemistados desde su tectónico origen como para no hacerse ninguna recíproca concesión y mantenerse de espaldas uno a otro, no sin haber prohibido a sus respectivas cohortes de cerros, laderas y serranías cualquier clase de trato o diálogo con sus homólogos y vecinos; y toda vez que ambos macizos se implantan en una curiosa conjugación de sus opuestos promontorios, una a cada lado del paso y con sus armas -se diría- apuntando en la dirección del otro, el Roque se configura como una perpleja e imprevista frontera natural que no recibe de ambos colindantes sino las muestras de su arquehistórica hostilidad; apenas recoge agua, pues ambas sierras drenan en direcciones opuestas, y acaso por eso reúne y guarda con la mayor avaricia toda la nieve que cae entre enero y mayo y no para aprovecharla ni fundirla, sino para regalarla al violento septentrión que parece haber escogido ese singular cañón como lugar favorito donde hacer en cualquier época del año ostentación de sus excesos y veleidades; pues el viento- en mucha menor medida que la carencia de agua y de vegetación, que los desprendimientos, aludes, cabras salvajes y buitres- es el verdadero dueño y señor del Roque; encañonando en un conducto trapecial de una altura tres veces mayor que la base, todo el año está presente (bien sea silbando o rugiendo) y aun cuando en cualquier fecha y cualquier hora puede suspender su sospechoso sueño y hacer una demostración de su casi dormida fortaleza, es en el mes de marzo cuando celebra sus fiestas; o más que fiestas, misterios, pues de tal modo quiere que sean secretos que la sola presencia de un inadvertido testigo basta para que despierte toda su cólera y, al tiempo que cierra las puertas de su pétreo y escabroso templo, se disponga a recibirlo tan sólo como víctima para sus sacrificios. Durante unos días de marzo la sierra suena; más allá de los rumores de las frondas y las aguas, de los ecos locales que el viento arranca de las hondonadas o los collados, durante unos días la sierra (al tiempo que muda de coloración) entre el Monje y la Muleta se convierte en el permanente diapasón de un telúrico la (más sonoro durante la noche que durante el día), un impaciente y mórbido zumbido de caracola a escala continental tal como si en el seno de esa masa de piedra un fuego negro se hubiera de nuevo encendido para revivir su catastrófico nacimiento; de sobra saben el paisano y el pastor que, cualquiera que sea el estado del cielo, en tanto la sierra suena nadie deberá aventurarse por terreno abierto, desguarnecido y fuera de los límites del bosque, más allá de los 1.200 metros de altitud. Ay de él si no respeta el mandato; durante meses no se vuelve a saber de él; no dejará al menor rastro y aun cuando el cielo aclare y se funda la nieve de nada servirá buscarle en torno al punto donde fue visto por última vez; si hay suerte, ya muy entrada la primavera, un pastor guiado por las espirales de los buitres encontrará una forma anómala en el cortado de un sucio ventisquero: tal vez el esqueleto de un pie -el remate rococó de una guirnalda de hielo ocre que adorna el costero de un lambrequinado catafalco- asoma de la pared, con unas lonchas de mojama entre los dedos, inconfundible señal de que incluso para la muerte el intruso debía haber aceptado las normas establecidas para la preservación del cuerpo, en la postura del feto, de tal manera hecho un ovillo de escarcha y carne congelada que en numerosas ocasiones se le ha tenido que dar sepultura utilizando una barrica en lugar de un ataúd.”
Juan
Benet “Herrumbrosas Lanzas”