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sábado, 9 de diciembre de 2023

Asomarse al otro lado - Miguel Barrero


   

Asomarse al otro lado

Asomarse al otro lado

Memoria de un puerto

Para los asturianos el puerto de Pajares venía siendo hasta ahora una frontera, pero también una suerte de barrera protectora. Sus montañas de hechuras mitológicas, la niebla eterna que las envuelve en cualquier época del año, las nieves que se prenden a sus cumbres con los primeros aires del invierno y permanecen en ellas hasta que agoniza la primavera, alimentaron el mito del territorio inexpugnable que no se corresponde del todo con la realidad histórica —en Asturias penetraron los romanos y los musulmanes, desde aquí se establecieron relaciones con la corte de Carlomagno en Aquisgrán y se enviaron embajadores a Inglaterra para recabar apoyos frente a Napoleón; también fue éste el lugar de España que primero acogió las brisas vivificadoras de la Ilustración y desde aquí, en fin, se irradió aquella luz solidaria a la que cantó Chicho Sánchez Ferlosio—, pero en el que nos gusta recrearnos cuando cedemos a la tentación de sucumbir a nuestras veleidades más chovinistas. El puerto de Pajares también era hasta ahora el responsable de que los desplazamientos por tren a la meseta se alargaran durante un tiempo que a los foráneos les resultaba inverosímil y que convertía los trayectos a León, Valladolid, Madrid o más allá en una pequeña odisea que convenía afrontar con el alma apaciguada y las prisas abolidas. La tardanza, al fin y al cabo, tenía recompensa: durante esa hora larga que los vagones empleaban en subir dificultosamente la endiablada rampa, a una velocidad que nunca superaba los treinta o cuarenta kilómetros por hora, los teléfonos móviles se quedaban sin cobertura y el paisaje regalaba unas vistas portentosas que permitían a uno olvidarse de la finalidad de su viaje y atender a los prodigios que brindaba el viaje mismo. En lo alto, a punto de llegar a la cima, los más avezados permanecíamos atentos para distinguir, al otro lado de la ventanilla, la silueta desvaída de la antigua estación, abandonada mucho tiempo atrás, que observaba silenciosa las idas y venidas de unos trenes que ya no la tenían en cuenta. En más de una ocasión me acordé, en el transcurso de tan tortuoso periplo, de Juan Benet y del tiempo que pasó trabajando en esos mismos parajes, cuando rondaba los treinta años de edad e iba apuntalando su carrera como ingeniero al tiempo que daba forma a otra vocación más íntima que comenzó a cristalizar entre estos montes. Había publicado entonces una pequeña obra teatral y un libro de cuentos cuya edición había costeado él de su propio bolsillo, y empleaba las horas de ocio que le permitían sus labores enfrascándose en la lectura de los libros que llevaba consigo y que le hacían compañía en unas noches norteñas que imagino tan oscuras como gélidas. En algún momento, probablemente mientras tomaba una copa al filo del atardecer en la cafetería del parador de Pajares, se puso a tomar unas notas con las que pretendía dar con la razón que llevaba a que a él le parecieran insoportables las tragedias de Racine que, sin embargo, adoraba Proust. Comenzaba a nacer en aquel momento uno de los ensayos más importantes de la literatura española del siglo XX, en tanto que suponía una impugnación a la mayor parte de cuanto se había escrito en el país durante los siglos anteriores, pero también una declaración de principios de alguien que se proponía recuperar unos mimbres que, según su criterio, se habrían ido descomponiendo a partir del Siglo de Oro: «El escritor español del siglo XVI en adelante le vuelve definitivamente la espalda al estilo noble —el grand style que dicen los ingleses— para regocijarse con las delicias, de diversa índole, del costumbrismo.» La inspiración y el estilo se publicó en 1965 y generó en determinados círculos intelectuales la controversia que a partir de entonces acompañaría todos y cada uno de los títulos que iría dando a imprenta su autor, un Benet decidido a renovar las letras españolas por el método de elevarlas sobre esa querencia costumbrista que él repudiaba y que habría tenido en Galdós a uno de sus mayores exponentes. El ensayo, tal y como explicó en su día Francisco García Pérez, uno de los mayores expertos en el corpus benetiano, se propone «indagar la razón por la cual, la contrario que en otros países, se produjo en España este rebajamiento, esta «recaída en el tipismo, la vuelta rastrera a las esencias regionales, la consagración del lenguaje en los altares del costumbrismo, el abandono definitivo de todo apetito de grandeza» como «resultado de una mentalidad que quiso enseñarlo todo, pero que se olvidó de que para hacerse entender era menester también inventar un lenguaje de persuasión», un estilo». Me resulta curioso que la reedición de ese ensayo en el sello Debolsillo coincida con la inauguración de la variante ferroviaria que expulsará definitivamente a los trenes de esa rampa de Pajares que tan próxima se encuentra al parador donde alumbró Benet sus primeras conclusiones. Desde su faceta de ingeniero, él habría disfrutado conociendo ese túnel que perfora los montes y abre un camino nuevo y directo para las mercancías y las personas. Pero, dada su afición impenitente por los viajes largos e intrincados —y preferiblemente invernales—, puede que también hubiese llegado a la conclusión de que había algo importante que se sacrificaba en los altares del progreso. Quizá esa ventana abierta al tiempo muerto que le permitió ponerse a pensar en un velador solitario de un hospedaje medio vacío, coger papel y bolígrafo y bosquejar unas palabras que explicaran cómo era que a él le inspiraba tanto sopor Racine y, en cambio, disfrutaba como un niño con las novelas de Stevenson, y dejar que en esa pregunta se asentaran los cimientos de una obra irrenunciable.